I
Me permitiréis, amados niños, que antes de referiros los grandes sucesos de que fui testigo diga pocas palabras de mi infancia, explicando por qué extraños caminos me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible acción de Trafalgar.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña. Mi nombre es Gabriel Araceli, para servir a los que me escuchan… Cuando aconteció lo que voy a contaros, el siglo XIX tenía cinco años; yo, por mi confusa cuenta, debía de andar en los catorce.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad, poco más o menos. Aquello era, para mí, la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu, el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo.
Entre las impresiones que conservo está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.
Afanosos para imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos hacíamos también nuestras escuadras, con pequeñas naves, rudamente talladas, a que poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con decisión y seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos, por cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos pólvora en casa de la «tía Coscoja» de la calle del Torno de Santa María, y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho; disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación; cubríalas el humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo de color encontrado en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser las naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo mismo, presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos veis todo de un modo singular.
No conocí a mi padre, que pereció en el famoso combate del «Cabo de San Vicente». Mi pobrecita madre, buena y santa mujer, que sostenía mi precaria existencia y la suya lavando la ropa de algunos marineros, murió de cansancio y fiebre en los comienzos del año 5. ¡Oh, Dios, cuan triste y penosa fue mi orfandad bajo la custodia y férula de un tío materno, más malo que Caín y más borracho que las mismas cubas jerezanas!… Las crueldades de aquel bandido me movieron a buscar respiro en la libertad; huí de la casa; me fui a San Fernando, de allí a Puerto Real, y juntamente con otros chicos desamparados y vagabundos di con mis huesos en Medina Sidonia.
Hallábame una tarde, con mis compañeros de hambre y fatigas, en una taberna de aquella ilustrísima ciudad, cuando fuimos sorprendidos por soldados de Marina que hacían la leva. Como pájaros asustados al primer tiro, nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con suplicante desesperación, les hice de mi triste y degradante miseria.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Véjer de la Frontera, lugar de su habitual residencia. Fueron mis ángeles tutelares don Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y al poco tiempo adquirí la plaza de paje del señor don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para sentirse movidos a paternal benevolencia. Sin duda, mi natural despejo y la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer favor tan grande. Debo añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con pícaros y vagabundos, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que, a pesar de la falta de estudio, halléme pronto en disposición de pasar por persona bien nacida.
Y ahora, echados por delante estos breves antecedentes de mi vida humilde, referiré lo que de la gloriosa vida de la madre España he visto en largos y bien aprovechados años de mi adolescencia y juventud. Y, pues, los designios de Dios, más que mi determinada voluntad, me hicieron testigo de la espantosa guerra contra el llamado Capitán del Siglo, y del viril esfuerzo con que los españoles ganaron, a fuerza de pulso y coraje, su santa Independencia, oíd, amados niños, la patriótica lección que contienen estos ilustres nombres «Trafalgar», «Madrid», «Bailén», «Zaragoza», «Gerona», «Cádiz», «Arapiles», «Vitoria».