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Episodios Nacionales para Niños: XI

Episodios Nacionales para Niños
XI
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

XI

Al llegar a este punto de mi narración, os ruego que me dispenséis si no puedo consignar concretamente las fechas de lo que refiero. En aquel período de horrores, comprendido desde el 27 de enero hasta la mitad del siguiente mes, los sucesos se confunden, se amalgaman, se eslabonan en mi mente de tal modo que no puedo distinguir días ni noches, y a veces ignoro si algunos lances de los que recuerdo ocurrieron a la luz del sol. Me parece que todo aquello pasó en un largo día, o en una noche sin fin, y que el tiempo no marchaba entonces con sus divisiones ordinarias. Los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones, se confunden en mi memoria formando un cuadro inmenso, donde no hay más líneas divisorias que las que ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia o el pánico de otro momento.

Por esta razón no puedo precisar el día en que ocurrió lo que voy a narrar ahora. Ocupábamos una casa de la calle de Pabostre. Los franceses eran dueños de la inmediata, y trataban de avanzar por el interior de la manzana hasta llegar a la calle de Puerta Quemada. Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y las que guarnecen el superior.

Sintiendo el sordo golpe de las piquetas por diversos puntos, nos causaba espanto el no saber por qué parte seríamos atacados. Subíamos a las buhardillas; bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes. Por último, advertimos que se sacudía con violencia el tabique de la misma pieza donde nos encontrábamos, y esperamos a pie firme en la puerta después de amontonar los muebles formando barricada. Los franceses abrieron un agujero, y luego, a culatazos, hicieron saltar maderos y cascajo, presentándosenos en actitud de querer echarnos de allí. Eramos veinte. Ellos eran menos, y como no esperaban ser recibidos de tal manera, retrocedieron, volviendo al poco rato en número tan considerable que nos hicieron gran daño, obligándonos a retirarnos, después de dejar tras los muebles cinco compañeros, dos de ellos muertos. En el pasillo topamos con una escalera por donde subimos precipitadamente sin saber a dónde íbamos; nos hallamos en un desván, posición admirable para la defensa. Era angosta la escalera, y el francés que intentaba pasarla moría sin remedio. Así estuvimos un buen rato, prolongando la resistencia, y animándonos unos a otros con vivas y aclamaciones, cuando el tabique que teníamos a la espalda empezó a estremecerse con fuertes golpes, y al punto comprendimos que los franceses, abriendo una entrada por aquel sitio, nos cogerían irremisiblemente entre dos fuegos.

El tío Garcés, que nos mandaba, exclamó furioso:

—¡Recuerno! No nos cogerán esos perros. En el techo hay un tragaluz. Salgamos por él al tejado. Que seis sigan haciendo fuego aquí… Al que quiera subir, partirlo. Que los demás agranden el agujero: fuera miedo, y ¡viva la Virgen del Pilar!

Se hizo como él mandaba. Ello iba a ser una retirada en regla, y mientras parte de nuestro ejército contenía la marcha invasora del Imperio, los demás se ocupaban en facilitar el paso. Este hábil plan fue puesto en ejecución sin demora, y bien pronto el hueco de escape tenía suficiente anchura para que pasaran tres hombres a la vez, sin que durante el tiempo empleado en esto ganaran los franceses un solo peldaño. Velozmente salimos al tejado. Eramos nueve. Tres habían quedado en el desván, y otro fue herido al querer salir, cayendo vivo en poder de Francia.

Saltamos al tejado de la casa cercana y nos internamos en ella por la ventana de un chiribitil, considerando fácil el bajar desde allí a la calle. Pero aún no habíamos puesto el pie en firme, cuando sentimos disparos en los aposentos inferiores.

Pasando de un desván a otro, vimos una escalera de mano, y oímos vivo rumor de voces, destacándose en él voces de mujer. El estrépito de la lucha procedía del punto más bajo. Franqueando la escalerilla nos hallamos en una gran habitación, materialmente llena de gente, la mayor parte ancianos, mujeres y niños, que habían buscado refugio en aquel lugar. Muchos, arrojados sobre jergones, mostraban en su rostro las huellas de la terrible epidemia, y algún cuerpo inerte sobre el suelo tenía todas las trazas de haber exhalado el último suspiro momentos antes.

Otros estaban heridos, y se lamentaban sin poder contener la crueldad de sus dolores; dos o tres viejas lloraban o rezaban. Algunas voces se oían de rato en rato diciendo con angustia: «agua, agua». Ya íbamos a salir, cuando vi a María Candiola. La infeliz estaba transfigurada por el insomnio, el llanto y el terror. Me vio, y al punto fue hacia mí con viveza, mostrando deseo de hablarme.

—¿Y Agustín? —le pregunté.

—Abajo está —repuso con voz temblorosa—. Abajo están dando una batalla. Las personas que nos habíamos refugiado en esta casa estábamos repartidas por los distintos aposentos. Mi padre llegó esta mañana con Doña Guedita. Agustín nos trajo de comer, y nos puso en un cuarto donde había un colchón. De repente sentimos golpes en los tabiques… Venían los franceses. Entró la tropa; nos hicieron salir; trajeron los heridos y los enfermos a esta sala alta… Aquí nos han encerrado a todos, y luego, rotas las paredes, los franceses se han encontrado con los españoles y han empezado a pelear… ¡Ay! Agustín anda abajo también…

Esto decía, cuando entró Manuela Sancho, trayendo dos cántaros de agua para los heridos. Aquellos desgraciados se arrojaron frenéticamente de sus lechos, disputándose a golpes un vaso de agua.

«No empujar, no atropellarse, señores —dijo Manuela riendo—. Hay agua para todos. Vamos ganando. Trabajillo ha costado echarles de la alcoba, y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. Les quitaremos también la cocina y la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos».

Tenía razón Manuela Sancho al decir que íbamos ganando. Desalojados del piso principal de la casa, los franceses habíanse retirado al de la contigua, donde continuaban defendiéndose. Cuando yo bajé, todo el interés de la batalla estaba en la cocina, disputada con encarnizamiento; pero lo demás de la casa nos pertenecía. Cadáveres de una y otra nación cubrían el ensangrentado suelo; algunos patriotas y soldados, rabiosos por no poder conquistar aquella cocina funesta, desde donde se les hacía tanto fuego, lanzáronse dentro de ella a la bayoneta, y aunque perecieron bastantes, este acto de arrojo decidió la cuestión, porque tras ellos fueron otros, y por fin todos los que cabían.

Aterrados los imperiales con tan ruda embestida, buscaron salida precipitadamente por el laberinto que de pieza en pieza habían abierto. Persiguiéndoles por pasillos y aposentos, cuya serie inextricable volvería loco al mejor topógrafo, les rematábamos donde podíamos alcanzarles, y algunos de ellos se arrojaban desesperadamente a los patios. De este modo, después de reconquistar aquella casa, reconquistamos la vecina, obligándoles a contenerse en sus antiguas posiciones, que eran por aquella parte las dos casas primeras de la calle de Pabostre.

Después retiramos los muertos y heridos, y tuve el sentimiento de encontrar entre éstos a Agustín Montoria, aunque no era de gravedad el balazo recibido en el brazo derecho. Mi batallón quedó aquel día reducido a la mitad.

Cada día, cada hora, cada instante, las dificultades crecientes de nuestra situación militar se agravaba con el obstáculo que ofrecía número tan considerable de víctimas, hechas por el fuego y la epidemia. Hacinados estaban allí unos sobre otros, sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas.

Llegó un día en que cierta impasibilidad, más bien espantosa y cruel indiferencia, se apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a ver un montón de muertos, cual si fuera montón de sacas de lana; nos hicimos a ver sin lástima largas filas de heridos arrimados a las casas, curándose cada cual como mejor podía. La familiaridad con el peligro había transfigurado nuestra naturaleza, infundiéndole el desprecio absoluto de la materia y total indiferencia de la vida.

Ya os he dicho que inmediato al convento de las Mónicas estaba el de Agustinos Observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña, vastas crujías y un claustro espacioso. Era, pues, indudable que los franceses, dueños ya de las Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer también aquel otro monasterio para establecerse sólida y definitivamente en el barrio.

Estábamos acomodando a nuestros heridos en la casa que hacía de hospital, cuando nos puso en cuidado un grande estruendo. Un fraile apareció diciéndonos a gritos:

«Hijos míos, han volado la pared medianera del lado de las Mónicas, y ya les tenemos en casa. Corred a la iglesia; ellos deben haber ocupado la sacristía; pero no importa. Si vais a tiempo seréis dueños de la nave principal, de las capillas, del coro. ¡Viva la Santa Virgen del Pilar!».

Marchamos a la iglesia; pero los franceses que habían entrado por la sacristía se nos adelantaron, y ya ocupaban el altar mayor. Yo no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a la infantería; yo no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería; yo no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que tras los pies del Santo Cristo, y tras el nimbo de oro de la Virgen María, el ojo vengativo del soldado afinara su mortífera puntería.

Baste deciros que el altar mayor de San Agustín era una gran fábrica de talla estofada, cual otras que habréis visto en templos de España. Este armatoste se extendía desde el piso a la bóveda, y de machón a machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pasadizos interiores dedicados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía a mudar el traje de la Virgen o a encender las velas del altísimo Crucifijo.

Los franceses se posesionaron rápidamente de los estrechos tránsitos que he mencionado; y cuando llegamos nosotros, en cada nicho, detrás de cada santo, y en innumerables agujeros abiertos a toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente establecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda regla la cabecera de la iglesia.

No nos hallábamos enteramente a descubierto, y para resguardarnos del gran retablo teníamos los confesionarios, los altares de las capillas y las tribunas. Los más expuestos éramos los que entramos por la nave principal; y unos avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados contra la reja, molestando desde allí con certera puntería a imperio napoleónico, posesionado del altar mayor.

El tío Garcés, con nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del púlpito, otra pesada fábrica churrigueresca, cuyo guardapolvo, coronado por una estatua de la Fe, casi llegaba al techo. Subieron, ocupando la cátedra sagrada y su escalera, y desde allí, con singular acierto, dejaban seco a todo francés que, abandonando el presbiterio, se adelantaba a lo bajo de la iglesia. También sufrían ellos bastante, porque les abrasaban los del altar mayor, deseosos de quitar de en medio aquel obstáculo. Al fin se destacaron unos veinte franceses, resueltos a tomar a todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la nave. No he visto nada más parecido a una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra a veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.

Los veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las granadas de mano que los de las tribunas les arrojaban; pero a pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente a la bayoneta contra la escalera. No se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéndose a arma blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este género de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesonarios, corrieron a atacar a los franceses por la espalda, representando de este modo en miniatura el episodio de una vasta acción campal.

De la sacristía salieron mayores fuerzas enemigas, y nuestra retaguardia, que se había mantenido en el coro, salió también. Algunos que se hallaban en las tribunas de la derecha saltaron fácilmente a la comisa de un gran retablo lateral, y no satisfechos con hacer fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. En tanto, el púlpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno, vi al tío Garcés ponerse en pie desafiando el fuego, y accionar como un predicador, gritando desaforadamente con voz ronca. Si alguna vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención.

Aquello no podía prolongarse mucho tiempo, y Garcés, atravesado por cien balazos, cayó de súbito, lanzando un feroz aullido. Los franceses, que en gran número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los tres escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. La descarga de esta columna decidió la cuestión del púlpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las capillas. Perecieron los primitivos defensores del púlpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos después de muerto, le arrojaron en su furor los vencedores por encima del antepecho. Así concluyó aquel excelso patriota que no nombra la historia.

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