IV
El Cuartel General retrocedió; diéronse órdenes, corrieron los oficiales de un lado para otro, resonó un murmullo elocuente en todo el ejército. Sin esperar a más, corrí al Arapil para anunciar que todo cambiaba.
Las órdenes, transmitidas con rapidez increíble, llevaban en sí el pensamiento del General en Jefe. Todos lo adivinamos con la penetración de las multitudes guerreras. El plan era precipitar el centro contra el claro de la línea enemiga, y al mismo tiempo arrojar sobre el Arapil Grande toda la fuerza de la derecha, que hasta entonces había permanecido en el llano en actitud expectante.
Hallábame cerca del lugar de partida cuando un estrépito horrible hirió mis oídos. Era la artillería de la izquierda enemiga, que tronaba contra el gran cerro. Nuestra derecha, compuesta de valientes batallones, subía en el mismo instante a sacar de su aprieto a los incomparables highlanders, 23 de línea y 3.° de ligeros, cuyas proezas he descrito.
Pasé por entre la quinta división, al mando del General Leith, que desde el pueblo de Arapiles marchaba al cerro; pasé por entre la tercera división, donde estaban la caballería del General d’Urban y los dragones del décimocuarto regimiento, que iban en cuatro columnas a envolver la izquierda del enemigo en la famosa altura; y vi desde lejos la brigada del general Bradford, la de Cole y la caballería de Stapleton Cotton, que marchaban en otra dirección contra el centro enemigo; distinguí asimismo a lo lejos a mis compañeros de la división española formando parte de la reserva mandada por Hope.
Los franceses, desde el momento en que creyeron oportuno no disimular su pensamiento, aparecieron por distintos puntos y ocuparon la parte más alta y sitios eminentes, amenazando en todos ellos las escasas fuerzas que operaban allí desde la mañana. La primera división que rompió el fuego contra el enemigo fue la de Packenham, que intentó subir y subió por la vertiente que cae al pueblo. Sostúvole la caballería portuguesa de Urban.
Cuando llegué a las inmediaciones de la ermita, el brigadier Pack no había perdido una línea de sus anteriores posiciones; pero sus bravos regimientos estaban reducidos a menos de la mitad. El general Leith acababa de llegar con la quinta división, y el aspecto de las cosas cambió completamente.
Pero no había tiempo que perder. Era preciso arrojar hombres y más hombres sobre aquel montón de tierra; era preciso echar a los franceses de Santa María de la Peña, y después seguir subiendo, subiendo hasta plantar los pabellones ingleses en lo más alto del Arapil Grande.
—El refuerzo ha venido casi antes que la contestación —dije al brigadier Pack—. ¿Qué debo hacer?
—Tomar el mando del 23 de línea, que ha quedado sin jefes. ¡Y arriba, siempre arriba!
Los franceses parecían no dar ya gran importancia a Santa María de la Peña, y coronaron la altura. Las columnas, escalonadas con gran arte, nos esperaban a pie firme. Allí no había posibilidad de destrozarlas con la caballería, ni de hacerles gran daño con los cañones, situados a mucha distancia. Era forzoso subir a pecho descubierto y echarles de allí, como Dios nos diera a entender.
Tocó al 23 de línea la gloria de avanzar el primero contra las inmóviles columnas francesas que ocupaban la altura. ¡Espantoso momento! La escalera, señores, era terrible, y en cada uno de sus fúnebres peldaños, el soldado se admiraba de encontrarse con vida. Si en vez de subir, bajase, aquélla sería la escalera del infierno. Y, sin embargo, las tropas de Pack y de Leith subían. ¿Cómo? No lo sé.
Al referir lo que allí pasó, no me es posible precisar los movimientos de cada batallón, ni las órdenes de cada jefe, ni lo que cada cual hacía dentro de su esfera. La imaginación conserva con caracteres indelebles y pavorosos lo principal; lo accesorio, no; y lo principal era entonces que subíamos empujados por una fuerza irresistible, por no sé qué manos poderosas que se adherían a nuestra espalda.
Los primeros escalones no ofrecieron gran dificultad. Moría mucha gente; pero se subía. Inútil es decir que todos los jefes habían dejado sus caballos; y unos detrás, otros a la cabeza de las líneas, llevaban, por decirlo así, de la mano a los obedientes soldados. Un orden preciso en medio de las muertes, un paso seguro, un aplomo sin igual regimentando la cruenta lucha, impedían que los estragos fuesen excesivos.
Era necesario aprovechar los intervalos en que el enemigo cargaba los fusiles para correr nosotros a la bayoneta. Teníamos en contra nuestra el cansancio, pues si en algunos sitios la inclinación del terreno era poco más que rampa, en otros era regular cuesta. Los franceses, reposados, satisfechos y seguros de su posición, nos abrasaban a fuego certero y nos recibían a bayoneta limpia. A veces, una columna nuestra lograba, con su constancia abrumadora, abrirse paso por encima de los cadáveres de los enemigos; mas para esto se necesitaba duplicar y triplicar los empujes, duplicar y triplicar los muertos, y el resultado no correspondía a la inmensidad del esfuerzo.
Mas al fin llegó un momento terrible; un momento en que las columnas subían y morían; en que la mucha gente que se lanzaba por aquel talud, destrozada, diezmada, sintiéndose mermar a cada paso, entendió que su descomunal esfuerzo no traía gran ventaja. Tras las columnas francesas arrolladas aparecían otras. Nos acercábamos a la cumbre, y aquel cráter superior vomitaba soldados. Se ignoraba de dónde podía salir tanta tropa, y era que la meseta del cerro tenía cabida para un ejército. Llegó, pues, un instante en que vimos venir sobre nosotros la cima del cerro mismo, una monstruosidad horrenda que esgrimía mil bayonetas y apuntaba con miles de cañones de fusil. El pánico se apoderó de todos; no aquel pánico nervioso que obliga a correr, sino una angustia soberana y grave que quita toda esperanza, dando resignación. Era imposible, de todo punto imposible, seguir subiendo.
Pero bajar era el punto difícil. Nada más fácil si se dejaban acuchillar por los franceses, resignándose a rodar sobre la tierra vivos o moribundos. Una retirada en declive paso a paso y dando al enemigo cada palmo de terreno con tanta parsimonia como se la quitó es el colmo de la dificultad. Pack bramaba de ira, y la sangre agolpada en la carnaza de su rostro, parecía querer brotar por cada poro. Daba órdenes con ronca voz; pero sus órdenes no se oían ya. Esgrimía la espada acuchillando al cielo.
Había llegado la ocasión de que muriese estoicamente uno para resguardar con su cuerpo al que daba un paso atrás. De este modo se salvaba la mitad de la carne. Las columnas se escalonaban con arte admirable; el fuego era más vivo, y cada vez que descendía de lo alto desgajándose uno de aquellos pesados aludes, creeríase que todo había concluido. Así fuimos cediendo lentamente para el terreno, hasta que los imperiales dejaron de atacarnos. Habían llegado a un punto en que el cañón inglés les molestaba enormemente, y además los progresos de Packenham por el flanco del Grande Arapil les desconcertó. Reconcentráronse y aguardaron.
En tanto, por otro lado ocurrían sucesos admirables y gloriosos. El general Cole destrozaba el centro francés. La caballería de Stapleton Cotton, penetrando por entre las descompuestas filas, daba una de las cargas más brillantes, más sublimes y al mismo tiempo más horrorosas que pueden verse. Desde la posición a que nos retiramos, no avergonzados, pero sí humillados, distinguíamos a lo lejos aquella admirable función. Las falanges de caballos, los más ligeros, los más vivos, los más guerreros que pueden verse, penetraban como inmensas culebras por entre la infantería francesa. Los golpes de los caballos ofrecían a la vista un salpicar continuo de pequeños rayos, menuda lluvia de acero que destrozaba pechos, aniquilaba gente, atropellaba y deshacía como el huracán. Los gritos de los jinetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de los corceles que regocijaban en aquella fiesta sangrienta sus brutales, imperfectas almas, ofrecían espectáculo aterrador.
Los escuadrones de Stapleton Cotton, como he dicho, realizaban el gran prodigio de aquella batalla. En vano los franceses alcanzaban algunas ventajas por otro lado; en vano habían logrado apoderarse de algunas casas del pueblo de Arapiles. Precisamente cuando el enemigo creía ganar terreno poseyendo parte del pueblo, la caballería de Cotton penetraba como un gran puñal en el corazón del ejército imperial. Viose el gran cuerpo partido en dos, crujiendo y estallando al violento roce de la poderosa cuña. Todo cedía ante ella: fuerza, previsión, pericia, valor, arrojo. Los miles de corazas daban idea del testudo romano; pero aquella inmensa tortuga con conchas de acero tenía la ligereza del reptil, millares de patas y millares de bocas para gritar y morder. Sus dentelladas ensanchaban el agujero en que se había metido; todo caía ante ella. Gimieron con espanto los batallones enemigos. Corrió Marmont a poner orden, y una bala de cañón le quitó el brazo derecho. Corrió luego Bonnet a sustituirle, y cayó también. Ferey, Thomieres y Desgraviers, generales ilustres, perecieron con millares de soldados.