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Episodios Nacionales para Niños: IV

Episodios Nacionales para Niños
IV
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

IV

Ved aquí, niños que empezáis a vivir, cómo se efectuó aquella revolución chica, que a muchos pareció grande, porque ella fue signo del acabamiento de un reinado y del principio de otro. El señor don Carlos IV abdicó en su hijo don Fernando, y los partidarios de éste, que eran el bando esencialmente irreflexivo y sentimental de España no cabían en sí de gozo. El 23 de marzo, a los cuatro días del motín de San José, en Aranjuez, entraron en Madrid, con no poca parambomba y ruido, los franceses, que en el sentir de algunos madrileños venían a ornar de rosas el trono del nuevo soberano y a obsequiar a toda la familia hispana con jamones y longanizas. Ved, aquí, este hecho, formulado por desgarrados jirones, del rumor popular.

En la tienda de doña Ambrosia de los Linos, señora crasa y hombruna, hablan varias parroquianas: «¿Cómo, no habéis ido a ver la entrada de los franceses? Pues hijas, les aseguro que ha sido un lindo espectáculo. ¡Qué majos son, válgame el santo Angel de la Guardia! …¡Pues digo, si da gloria ver tan buenos mozos!…, y son tantos que me parece no han de caber en Madrid. Pues vienen unos que andan vestidos al modo de moros, con bragas como los maragatos, pero hasta el tobillo, y unos turbantes en la cabeza con un plumacho muy largo. Pues hay otros, ¡Virgen!…, ¡qué bigotazos, qué sables, qué morriones peludos y qué entorchados y cruces! Te digo que se me caía la baba… A esos de los turbantes creo que los llaman los zamacucos. También vienen unos que son, según me dijeron, los tragones de la guardia imperial, y llevan unas corazas como espejos. Detrás de todos venía el general que los manda, y dicen que está casado con la hermana de Napoleón…, es ese que llaman el gran duque de Murrates o no sé qué. Es el mozo más guapo que he visto…, ¡y cómo se sonreía el picarón, mirando a los balcones de la calle de Fuencarral! Yo estaba en casa de las primas, y creo que se fijó en mi. ¡Ay, hija, qué ojazos! Me puse más encamada… Por ahí andan pidiendo alojamiento. A mí no me ha tocado ninguno, y lo siento; porque la verdad, hija, esos señores me gustan».

Y al siguiente día, 24 de marzo, solemne y triunfal entrada en Madrid del nuevo rey Fernando VII. ¡Qué tumulto, qué delirio, qué exaltación de amor, de patriotismo, de esperanza! Dios mío, como estaban esa Puerta del Sol, esa calle Mayor y esa calle de Alcalá. Por pequeños que seáis, niños queridos, habréis visto alguna de las grandiosas entradas con que nos obsequia cada año la Historia Contemporánea. Para algunos, tales entradas son las únicas efemérides de la nación. Pues en aquella del año 8 fueron extremados el gentío varonil en la calle y el femenino en los balcones. Hubo el meneo de abanicos al sol, el aleteo de pañuelos, el rugido, el apretujo, las oleadas de impaciencia, de alegría, la espuma de vivas y exclamaciones, el humo del entusiasmo; nada faltó de lo que construye estas solemnidades; pero el delirio superó, ciertamente a cuanto ha venido después; fue un delirio infantil, como de un pueblo acabado de nacer a la vida pública, y que vive amamantado con la leche de la credulidad… Hasta que lo destetaron con desengaños no aflojó el pueblo en su ardiente fe y entusiasmo candoroso.

Un incidente agravó las apreturas de los que nos estacionamos en la Puerta del Sol. ¿Qué pasó?…, que el gran duque de Berg, Murat, quiso meter sus narices en aquella fiesta netamente española, y con toda su petulancia fachendosa se presentó por la calle del Arenal con vistoso séquito de dragones y mamelucos. Fue como si un pie quisiera entrar en una bota donde ya había otro pie. Al gemido de la oprimida muchedumbre siguieron el lamento, la protesta, el grito de dolor…, y al fin estalló una tempestad de silbidos, reconvenciones e insultos. La antipatía del pueblo de Madrid a los franceses quedó, en aquel instante, bien manifiesta. Permanece bien grabada en mi memoria la figura de Murat al frente de sus jinetes gallardísimos. Era un escaparate de bordados, veneras, bandas, plumas y plumachos, con una ondulante cabellera de añadidura.

En los días que a la entrada del rey siguieron, la historia se me escapa, o me escapo yo de ella sin sentirlo, más atento a cosas propiamente mías que a las de la colectividad. Cuando nuestro espíritu se fatiga del volar continuo por los espacios de la vida general, gusta de recogerse en sí; descansa en su nido, y se duerme con la cabeza bajo el ala de la propia existencia. Esto me pasó a mí; volviendo de la política, materia de la historia, encontré en mí el cuento de hadas, y en su deliciosa ensoñación hallé mi felicidad por el momento. Así, la poesía nos refresca y alivia el alma, resecada por la aridez de los hechos. Familiarizados estáis con los cuentos de hadas y gustáis de ellos aun sabiendo que son mentira. Pues el mío no lo es, aunque lo parezca; no lo es, aunque en su contextura veáis las formas más candorosas y sencillas de la literatura infantil. Voy a repetiros la vieja fábula. Erase…, o había en tal reino una linda pastora…, sólo que aquí no es pastora, sino costurera, una costurerita como los ángeles. Pues, señor: la pastora, digamos la modistilla, resultó que era princesita, nacida de una excelsa reina… sólo que en este caso no nació de una reina, sino de una duquesa… El núcleo del asunto es el mismo. Pues esta heroína de leyenda fue descubierta por vuestro servidor, y desde que la descubrí hice propósito de no descansar hasta restituir a la gentil criatura en su estado y posición legítima. Y aquí me tenéis a mí, pobre cajista de una imprenta, convertido a mi vez en héroe de cuentecillo caballeresco; aquí me tenéis, abocado a que el mejor día me sorprenda el descubrimiento de que también yo soy medio príncipe o príncipe entero.

Pues, señor: sabed que encontré mi cuento de hadas en la humilde casa de un pobre cura llamado don Celestino del Malvar, el hombre más sencillo y candoroso que ha existido en el mundo. Era la niña un ángel de bondad, dulzura y belleza; era sobrina del cura. No, no embarullemos: el cura era hermano del esposo de la mujer que había pasado por madre de la niña. ¿Está claro? Entiendo que no. ¿Pero qué importa? Inés, que así se llamaba la pastorcita princesa, o modistilla ducal, que para el caso es lo mismo, fue recogida por don Celestino, y en su poder estuvo en Aranjuez, hasta que aparecieron otros tíos, primos de su madre, de la figurada y putativa madre, y la reclamaron. Eran personas más acomodadas que el cura, y éste creyó que la princesita ganaba en el cambio.

Desgraciadamente no fue así, porque los malditos tíos, o lo que fueran, resultaron al modo de unos ogros o carlancos de la misma procedencia fantástica y cuentista de esta infantil historia. No sólo martirizaban a la ideal criatura, sino que se valían de ella para expoliar a la casa ducal, amenazándola con la publicación de secretos papeles. Esto lo hacían con un curial llamado Lobo, y que lo era por la ferocidad de sus dentelladas contra personas ricas, valiéndose de documentos privados, que allegar sabía con sutil travesura… Pues bien, yo fui el descubridor de estos enredos infames de los tíos o tiorros, y del mal trato que daban a la inocente princesita. Y descubierto por mi agudeza el delito me sentí príncipe, me sentí paladín de cuento azul, y realicé la más bonita y arrogante hazaña que podéis imaginar. Los tiorros eran unos tenderos de la calle de la Sal, hermano y hermana. Pues yo, con el auxilio de un chico que en la tienda servía, llamado Juan de Dios, robé a la princesa, y ello fue como si la sacáramos de un estrecho y ahogado castillo. Debieron ayudarnos invisibles genios, sinfos y gnomos, que habitaban en recónditas grutas de cristal. Sacamos a la tierna criatura, y con el respeto y devoción que inspiran las cosas santas, como si lleváramos en nuestras manos la hostia consagrada, la condujimos a la casa en que, a la sazón, vivía el curita don Celestino, y en las manos de éste, tan puras como las de los ángeles, entregamos la persona de Inés.

Echado de Aranjuez, como partidario que fue de Godoy, don Celestino vino a Madrid y se alojó en la modesta casa en que yo vivía, calle de San José, barrio de Maravillas, o de los Chisperos. Esta calle, de vecindario, se extendía recta desde la de Fuencarral a la de San Bernardo, y en ella está el portalón del Parque de Artillería. Cuando llegamos con la niña al domicilio del buen cura, que era un piso principal bajando del Cielo, amanecía; nos asomamos al único balcón de la casa para contemplar la dulce aurora, y la princesita, que con alegría risueña celebraba su libertad, se fijó en el paisaje urbano que desde aquellas alturas se mostraba.

—Esto que ves, princesa, es el Parque de Artillería —le dijo don Celestino—. En aquellos grandes edificios se alojan los artilleros. Mira, salen algunos con un carro para ir a casa del abastecedor en busca de las provisiones.

—¿Y esas montañitas tan bonitas, formadas por cosas negras y redondas, iguales todas y puestas con mucho orden? —preguntó la niña, sin dar tregua a su admiración.

—Esas son balas, chicuela —repuso el clérigo—. Los hombres han inventado esos juguetes para matarse unos a otros.

Nos retiramos del balcón. Juan de Dios se fue. Don Celestino y yo deliberamos sobre los pasos que debíamos dar para que no nos arrebataran la princesita. Y él dijo: «Dios nos protegerá. Pienso que este día será feliz y tendremos que marcarlo con piedra blanca».

—Marcado queda —dije yo—, es el 2 de mayo de 1808.

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