VI
Llegué a la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro habían perdido gran parte de su gente y los cadáveres obstruían el suelo. La de la calle de San José había de resistir el fuego de los franceses sin más garantía de superioridad que el heroísmo de don Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar los primeros pasos encontré uno y me situé junto a la entrada del Parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada, en la persona de Pacorro Chinitas, que, incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablóme así con voz desfallecida:
—Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.
—Animo, Chinitas —dije, devolviéndole el fusil que caía de sus manos—, levántate.
—¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tú pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil… Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es toda mía y de este compañero que ahora se va… Ya expiró… Adiós, Madrid, ya me encandilo… Gabriel, apunta a la cabeza. Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el Parque, pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil hoy, mañana y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está, junto a la pierna que perdí… ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! Gabriel, cuando esto se acabe me darás un poco de agua… ¡Agua, Señor Dios…, agua!
Cuando me aparté de allí Chinitas ya no existía. El combate llegaba a un extremo de desesperación y la artillería enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoiz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa, que en pequeños pelotones se destacaba de la fuerza enemiga.
—¡Ea! —gritó la Primorosa cuando volvió a comenzar el fuego de cañón—. Atrás, que yo gasto malas bromas. Soy la reina, soy la emperadora del Rastro y acostumbro a fumar en este cigarro de bronce porque no las gasto menos. ¿Quieren una chupadita? Pos allá va.
La brava mujer calló de improviso porque la otra maja que cerca de ella estaba cayó violentamente herida por un casco de metralla. De su despedazada cabeza saltaron, salpicándonos, repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba herida, miró el cuerpo expirante de su compañera. Debo consignar aquí un hecho transcendental: la Primorosa se puso repentinamente pálida y repentinamente seria.
Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos vi un brazo azul con charretera de capitán. Pertenecía a don Luis Daoiz, que, herido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo y se apoyaba en lo que encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura y él, cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación, una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento si lo de arriba obedeciera a las voces de abajo.
En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe de las fuerzas francesas acercóse a nosotros y en vez de tratar decorosamente de las condiciones de la rendición habló a Daoiz de la manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras: Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable no me trataríais así.
El francés, sin atender a lo que le decía, llamó a los suyos, y en el mismo instante… Ya no hay narración posible porque todo acabó… Arrojáronse sobre nosotros. El primero que cayó fue Daoiz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del Parque todos los que pudimos y como aún en aquel trance espantoso quisiera contenernos don Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo, pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros hasta alcanzar las tapias de la parte más honda. Allí nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos que Monteleón había quedado por Bonaparte.
Difícilmente salvamos la vida; y no fuimos muchos los que pudimos dar con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas o en el Quemadero. Cuando traté de regresar hallé cerrada la puerta de Santo Domingo y tuve que andar mucho trecho buscando el portillo de San Joaquín. Por el camino me dijeron que los franceses, después de dejar una pequeña guarnición en el Parque, se habían retirado.
Dirigíme con esta noticia tranquilamente a casa y al llegar a la calle de San José encontré aquel sitio inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres. La Primorosa había recogido el cadáver de Chinitas. Yo vi llevar el cuerpo vivo aún de Daoiz en hombros de cuatro paisanos y seguido de apiñado gentío. De don Pedro Velarde oí que había sido completamente desnudado por los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban amortajándole para darle sepultura en San Marcos.
Ya estaba cerca de mi casa cuando vi un chiquillo que, despavorido, cruzaba la calle, dando voces. Era Polo… Le llamé; vino a mí.
—Se los han llevado…, ¡ay!, se los llevaron amarrados con una soga…
—¿A quién?
—A la señorita Inés…, y también…, también al señor cura don Celestino. Mi madre pudo escapar subiéndose al tejado.
—Pero ¿qué pasó…, qué?
—Los franceses dijeron que desde el balcón se había tirado una cazuela de agua hirviendo… Fue don Celestino el que…
—¡Jesús me valga!… Y a dónde les han llevado…, ¿sabes?
—Por ahí dicen que les llevaron a la Casa de Correos.
¡Oh, ansiedad; oh, burla del destino! Corrimos Polo y yo hacia el centro de Madrid por calles invadidas de azorada y dolorida gente. Llegamos a la Puerta del Sol y en todo su recinto no oíamos sino quejas y lamentos por el hermano, el padre, el hijo o el amigo, sin motivo bárbaramente aprisionados. Se decía que en la casa de Correos funcionaba un tribunal militar. A la entrada de las principales calles vimos una pieza de artillería con mecha encendida. Dieron las cuatro de la tarde y no se desvanecía nuestra duda ni de las puertas de la fatal casa de Correos salía otra gente que algún oficial de órdenes que, a toda prisa, partía hacia el Retiro o la Montaña.
De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando. Corremos todos hacia la del Arenal, pero nos es imposible enterarnos de lo que leen. Preguntamos y nadie nos responde porque nadie oye. Llegamos hasta los Caños del Peral y al poco rato apareció un pelotón de franceses que conducían maniatados y en traílla, como a salteadores, a dos ancianos y a un joven de buen porte. Después de esta fatídica procesión vimos otra, no menos lúgubre, en que iba una señora joven, un sacerdote, dos caballeros y un hombre de pueblo en traje como de vendedor de plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas y se componía de más de veinte personas, pertenecientes a distintas clases de la sociedad.
Repetidas veces vimos que detenían a personas pacíficas y las registraban, llevándoselas presas por si guardaban acaso algún arma, aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas y ni aún me ocurrió tirarla: ¡tales eran mi aturdimiento y abstracción! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraron. Últimamente, y a medida que anochecía, apenas encontrábamos gente por las calles. Lleguéme a la cuesta de la Vega y al palacio de Amaranta. El portero me dijo que su excelencia había partido dos días antes para Andalucía. Desesperado regresé al centro de Madrid, elevando mis pensamientos a Dios como el más eficaz amparador de la inocencia, y traté de penetrar en la casa de Correos. Al poco rato de estar allí procurándolo inútilmente vi salir a un amigo mío, regente del Diario: venía con cara de tribulación. A mis preguntas ansiosas contestó así: «Todos los presos que aquí estaban han sido llevados a la Moncloa, al Retiro… ¿Pero no conoces el bando? Los que sean encontrados con armas serán arcabuceados… Los que se junten en grupos de más de ocho personas serán arcabuceados… Los que parezcan agentes de Inglaterra serán arcabuceados».
En esto se me perdió Polo. Le busqué, le llamé… No podía yo perder tiempo y tiré hacia la carrera de San Jerónimo. En mi camino encontré tan sólo algunos hombres que, despavoridos, corrían, y a cada paso lamentos dolorísimos llegaban a mis oídos. A lo lejos distinguí las pisadas de las patrullas francesas y, de rato en rato, un resplandor lejano, seguido de estruendosos disparos.