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Episodios Nacionales para Niños: I

Episodios Nacionales para Niños
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

I

Me fusilaron, sí, pero no me mataron. ¿Os asombra esto, pobres niños? Pues no fui yo el único caso de esta supervivencia, resurrección o como queráis llamarlo. Más de una víctima (y víctima fui, aunque me esté mal el decirlo) debió su salvación a la prisa con que fusilaban los franceses en las últimas horas de aquel bárbaro ejercicio, que fueron las de la madrugada. Rendidos de cansancio, nos disparaban sin el esmero que requiere la perfecta matanza; lo echaban a barato; y las correctas ejecuciones de la tarde del 2 fueron chapucerías indecentes en la madrugada del 3. Alabada sea, pues, la torpeza, alabado el mal humor de aquellos pobres soldados, cuya resistencia corporal apuraron cruelmente los empedernidos jefes… En fin, por lo que a mí toca, que Dios les premie su mala puntería…, amén.

Personas caritativas me recogieron. Fui a parar a una casa de las que llaman de tócame, Roque. Reconocieron en mi pobre cuerpo tres balazos: unos, en la cabeza, sin importancia; otro, en el brazo izquierdo, que a poco más me deja manco; el tercero, en un costado, con herida grave, bala que se queda dentro… Un mes pasé en dolorosa incertidumbre, que si vivo, que si muero… Si los franceses quisieron acabar conmigo, Dios lo dispuso de otro modo… Un sapientísimo albéitar me extrajo la bala y me asistió solícito hasta curarme y dejarme como nuevo, en disposición de seguir tirando del carro de la Historia.

A ello voy, y ahora será bien que sepáis cómo me determiné a buscar en el temple de Andalucía la seguridad de mi convalecencia. Algunos indiscretos conocedores de mi vida os dirán quizás que el móvil de mi viaje fue la querencia de aquel cuento de hadas que conocéis por las vagas referencias entreveradas en mi relato del 2 de mayo. Sin desmentir ni aceptar esta versión os prevengo que en el relato de Bailén echo la llave al arca en que guardo cuanto se refiere a mi bella y espiritual Princesita, y que no pienso abrirla hasta que las nuevas de mi vida lleguen a mayor desarrollo y madurez. Sabed por ahora que a fines de mayo, cuando empezaba yo a saborear la recobrada salud, llegaban a mis oídos voces de levantamiento y guerra. Funcionaban con ardorosa diligencia las diversas Juntas formadas contra los invasores. En se agrupaba un ejército que mandaba don Gregorio de la Cuesta; en Asturias y Galicia, otro, que mandaría el general Blake. El tercer ejército se organizaba en Andalucía con las tropas de todas armas que teníamos en San Roque, mandadas por Castaños, y las de Granada, regidas por Reding.

Y en tanto Francia, intrusa y conquistadora, movía sus peones en el tablero español. Fijaos en estos nombres de generales de Napoleón, caudillos de poderosas fuerzas, que se disponían a sojuzgarnos en distintas partes de nuestra Península: Dupont salía de Toledo para Andalucía; Moncey iba sobre Valencia; Lefebvre marchaba contra la capital de Aragón; Duhesme operaba en Cataluña; Bessieres venía presuroso hacia Valladolid… Al propio tiempo se decía que Napoleón nos mandaba de rey a su hermano mayor, llamado don José, el cual, con el solo anuncio de su nombre y de su forzada soberanía sobre España, daba ocasión a las más acerbas y despiadadas burlas de los madrileños. Antes de conocerle ya decía la gente que era un hombre dado a la bebida, tuerto y extravagante.

Mucho influyó en mi determinación de visitar la tierra de María Santísima la amistad que contraje con un mozo de mi edad, poco más, llamado Andrés Marijuán, aragonés, de Almunia de doña Godina, el cual era servidor de una señora condesa, poseedora de tierras en Aragón y en Andalucía, y había sido requerido por su ama para el servicio de la casa y haciendas de Bailén, donde aquella dama residía. El genio franco y alegre de Marijuán casaba tan bien con el mío que pronto fuimos amigos, y del trato amistoso pasamos al de hermanos. Nuestra pobreza nos eximía de los engorrosos preliminares de llenar baúles y prevenir las mil futesas que ha de llevar consigo el perfecto viajante. Dinero había muy poco y era todo de Marijuán, más él lo aplicaba generosamente a mis necesidades como a las suyas, y yo tan contento. A pesar de la desigualdad de bolsillos no éramos amo y criado, sino dos amos que recíprocamente nos mandábamos y nos servíamos. En tal disposición emprendimos la marcha en un día que no sé si era de los últimos de mayo o de los primeros de junio.

A trechos anduvimos a pie; algunos días en macho, si nos franqueaban sus caballerías los arrieros que volvían a la Mancha de vacío. Nada digno de ser contado nos ocurrió hasta Manzanares, a donde llegamos desde Villarta en un lento carro de quejumbrosas ruedas. Casi al mismo tiempo que nosotros entraban tropas francesas en el pueblo. Eran las del general Ligier-Belair, que iba en socorro de un destacamento destrozado en Santa Cruz de Mudela. En Manzanares reinaba gran inquietud y una vez que salieron los franceses ocupábase todo el pueblo en armarse para ir en socorro de los de Valdepeñas, punto donde se creía inevitable un choque furibundo.

Como teníamos prisa, apenas descansamos con breve sueño en Manzanares, seguimos a pie nuestra caminata. Al siguiente día, a las tres horas de camino, divisamos una espesa columna de humo. La patria del buen vino ardía por los cuatro costados… Cerca ya de Valdepeñas oímos prolongado rumor de voces y tiros de fusil. Nos fue imposible seguir por el arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de otros paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por entre viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la población. En esto vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones que Valdepeñas parecía un inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las imprecaciones que salían de aquel infierno llenaban de espanto el ánimo más esforzado.

De lejos, y al caer de la tarde, distinguíamos la columna de humo, cubriendo el cielo de vagabundas y negras ráfagas. Marijuán y yo desahogamos nuestra ira en medio de la majestuosa soledad manchega, maldiciendo a gritos al tirano invasor de España.

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