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Episodios Nacionales para Niños: II

Episodios Nacionales para Niños
II
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

II

En los primeros días de octubre de aquel año funesto (1805), mi amo, don Alonso, no vivía de puro caviloso y desasosegado por la horrible pugna entre su invalidez achacosa y los nobles impulsos de su corazón, ávido de la guerrera pompa y de las locuras de Marte. Capitán de navío, retirado, había derramado su sangre en cien combates. El que fue brazo robusto de la Marina Española, servidor leal de la patria, era ya una ruina gloriosa. Pero aún se le encendían los ánimos presagiando sucesos navales de importancia. Su grande amigo Churruca le anunció que la escuadra combinada saldría pronto de Cádiz, provocando a las naves inglesas al combate o esperándolas en la bahía si osaban entrar en ella. Al comunicar este plan a don Alonso, invitábale su amigo a trasladarse a la escuadra, si no para combatir, para presenciar las vistosas funciones que se preparaban.

Debo advertiros, para que os vayáis enterando, que en aquellos días éramos aliados de Napoleón y con él y sus navales fuerzas combatimos contra la enemiga común, Inglaterra. Luego veréis cómo vino a ser ésta nuestra mejor amiga, y juntas y apareadas le dimos más de un disgusto a Napoleón. La escuadra combinada de navíos españoles y franceses, la mandaba el almirante francés Villeneuve, y la inglesa el más audaz, entendido y afortunado de los marinos de aquel tiempo, el gran Nelson. Aprended estos nombres, haceos cargo del lugar que ocupan en la Historia de la Humanidad y ligados a las personas comprenderéis mejor los hechos.

Los belicosos pinitos que hacer quería el bueno de don Alonso tenían en su mujer la más terrible contrincante y enemiga, que amaba la paz, la quietud, y no quería ni que le hablaran de barcos de guerra. ¡Bueno estaba el noble carcamal de don Alonso para andar en tales trotes! Era doña Paquita una dama excelente, de noble origen, amantísima de su marido y temerosa de Dios; pero con el más arisco y endemoniado genio que pueda imaginarse. Me parece que estoy viendo a la respetable cuanto iracunda señora con la rizada papalina, su saya de organdí, sus moñitos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Añadiré para rematar la pintura, que cuando su marido la enteró de la carta de Churruca y de sus deseos de complacerle, soltó todos los registros de su odio a la mar y sus barcos, burlándose de las glorias navales y pisoteando sin compasión los apolillados laureles de su marido. Luego, para fin de fiesta, la emprendió con Napoleón, ese bribonazo del Primer Cónsul, que con su bandolerismo en grande escala traía revuelto al mundo.

Pero si don Alonso tenía en su mujer un implacable aguafiestas, en cambio le alentaba y enardecía locamente un amigo suyo, que también lo era mío, marinero viejo, inválido como el amo, y más desarbolado que él y fuera de combate. Quiero presentároslo sin demora, que de seguro ha de seros muy grato el conocimiento con este soberano tipo.

Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre los marineros Hombre, había sido contramaestre en barcos de guerra durante cuarenta años. En la época de mi narración, la estampa de este héroe de los mares era de los más singular que podréis imaginar. Figúrense, un hombre viejo, más bien alto que bajo, con una pierna de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén, más abajo del codo, un ojo menos, la cara garabateada por multitud de chirlos en todas direcciones y con desorden trazados por armas enemigas de diferentes clases, la tez morena y curtida por las tempestades, voz ronca, hueca y perezosa, que no se parecía a la de ningún habitante racional del planeta en que vivimos.

La vida de Marcial era la historia de la Marina Española en la última parte del siglo XVIII y principios del XIX; historia en cuyas páginas las gloriosas acciones alternan con lamentables desdichas. Navegado había en heroicos o desgraciados barcos; además de las campañas en que tomó parte con mi amo, estuvo en innúmeros encuentros, sorpresas y arriesgadas expediciones. A los sesenta y seis años, se decidió a echar para siempre el anda, como un viejo pontón inútil para la guerra, y su ocupación, fuera de los militares coloquios con don Alonso, no era otra que cargar y distraer a un nietecillo que tenía, y adormirle con marineras canciones.

Como todos los marinos, Medio-Hombre usaba un vocabulario formado por peregrinos terminachos: es costumbre en la gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura. Examinando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes, se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las funciones de la vida, y especialmente el lenguaje.

Marcial aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud de una forzada analogía entre las partes de aquel y los miembros de éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el «portalón de estribor», y para expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin la «serviola de babor». Para él, el corazón, residencia del valor y del heroísmo, era el «pañol de la pólvora», así como el estómago, el «pañol del biscocho». La acción de embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre éstas la más común era «ponerse la casaca», idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de «casacones», sin duda a causa de su uniforme, al decir «ponerse la casaca» por emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros les designaba con estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaban el Señorito, voz que indicaba cierta consideración o respeto; a Collingwood, el tío Calambre, frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a Calder, el tío Perol, porque encontraba mucha relación entre las dos voces, y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto, designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete que en aquellos días se representaba en Cádiz.

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