II
Hecho ya un hombrecito de agradable trato y no mala figura, según me decían, entré en el año 8, de trágica memoria. De los años 6 y 7 traía yo buena carga de conocimientos; había cursado con provecho varias asignaturas de la ciencia del mundo, y en picardías de buena ley podría graduarme con pocos repasos más que en Madrid me dieran. De lo que no venía cargado, sino muy ligero, sábelo Dios, era de maravedíes, pues nunca me vi tan pobre. ¡Y gracias que podía vivir de mi trabajo! Meses antes aprendí el oficio de cajista, y en marzo del año 8, ganaba tres reales por ciento de líneas en el «Diario de Madrid»… Del arqueo de mis tesoros resultaba: dinero, poco; amigos, muchos; ilusiones, sin cuento. Lo más positivo era el renglón de amistades, porque yo las tenía buenas y variadas. Ya las iré sacando a relucir conforme lo exija mi relato.
Como las horas de trabajo, desgraciadamente, no eran muchas, de noche me divertía en parrandas o bailes de candil, de día paseaba con mis amigos, haciendo alto en tiendas donde había tertulias, que en cierto modo eran las gacetas de Madrid. En ellas recogía yo y en ellas depositaba, como receptor y conductor de la opinión, los rumores de la vía pública, que desde los comienzos del año fueron vagos airecillos, luego corrían con soplo cortante y silbo molesto, y ya en marzo traían crujido y retemblor, amenazando huracanarse.
Siempre tuve afición a politiquear. La política de noticia inflamada y de comentario patriótico me parecía un noble oficio. Ved aquí muestra de aquellos vientos que en marzo atronaban ya nuestros oídos.
En la tienda de doña Ambrosia de los Linos: «La gente de palacio no sabe ya qué pensar. La cosa no es para menos. Temen a los franceses, que están entrando en España a más y mejor… Nuestro buen rey dio a Napoleón permiso para que entraran fuerzas de camino para Portugal… Pero el permiso no autorizaba el paso de tantas tropas… Parece que ese perro de Napoleón se burla de la Corte de España y no hace maldito caso de lo que trató con ella».
En la zapatería de Pujitos: «Lo de Portugal ha resultado muy distinto de lo que se creía. Un general francés se plantó allá y, cuando la familia real se marchó para América, dijo: “Aquí no manda nadie más que el Emperador, y yo en su nombre. Vengan cuatrocientos milloncitos de reales; vengan los bienes de los nobles que se han ido al Brasil con la familia real… Creerse que el ladrón de Godoy está dado a los demonios… Lo dicho: Napoleón les engaña a todos, y será pronto el amo de las Españas… ¡Y hay en Madrid quien cree que los franceses vienen a poner en el trono al príncipe Fernando! ¡Buenos mentecatos están!”».
En la botillería de Canosa: «Lo que fuere sonará. Si vienen con buen fin esos caballeros, ¿por qué se apoderan por sorpresa de las principales fortalezas y plazas? Primero se metieron en Pamplona, engañando a la guarnición; después se colocaron en Barcelona, donde hay un castillo muy grande que llaman el Montjuich. Después fueron a otro castillo que hay en Figueras, el cual no es menos grande, el mayor del mundo, según dice Pacorro Chinitas, y lo cogieron también, y, por último, se han metido en San Sebastián. Digan lo que quieran, esos hombres no vienen como amigos. El ejército español está trinando…, le digo a usted que echan chispas. El Gobierno del Rey Carlos IV está que no le llega la camisa al cuerpo, y todos conocen la barbaridad que han hecho dejando entrar a los franceses; pero ya no tiene remedio… ¿Y no saben ustedes lo que hoy se dice por Madrid? Pues que la familia real de España, viéndose cogida en la red por Bonaparte, ha determinado marcharse a América, y que no tardará en salir de Aranjuez para Cádiz».
En el corro del amolador Chinitas (calle de Botineras): «Amigos, ya tiene Napoleón dentro de España la friolera de cien mil hombres. Ha nombrado general en jefe a un cuñado suyo, que le llaman Murat o Murrar, el cual dicen que salió ayer de Aranda para Somosierra… Y yo pregunto: ¿Hay quien sepa a qué viene esa gente? ¿Vienen a echar a toda la familia Real?». Y un ciudadano llamado, irónicamente Cuarta y Media, por su gigantesca estatura, partidario frenético del príncipe de Asturias, soltó este comentario patriótico: «¿Quién se asusta de tanta y tanta entrada de franceses? Pongamos por caso que vengan con mala idea. ¿Qué son cien mil hombres, aunque sean cien mil de a caballo? Con dos o tres regimientos de los nuestros pronto daríamos cuenta de toda esa Turba… Y otra cosa os digo. Como su alteza don Fernando se calce las espuelas adiós Murrar y toda la Francia… ¡Que entren, dejarles que entren!».