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Episodios Nacionales para Niños: III

Episodios Nacionales para Niños
III
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

III

Largos y sabrosos coloquios entablábamos Agustín y yo en los ratos de descanso. El generoso y noble amigo, a los dos días de intimidad, mostraba totalmente su corazón, y me abría el arca de sus pensamientos. Sus primeras confidencias fueron hasta melancólicas. Temía la muerte; sentíase amarrado a la vida con fuertes lazos… Entre mil prolijas frases de amarga incertidumbre, recuerdo ésta: «Francamente, Gabriel, yo no quisiera morir en este terrible cerco que nos han puesto los franceses. En el otro sitio también tomamos las armas todos los alumnos del Seminario, y te confieso que estaba yo más valiente que ahora. No sé qué fuego enardecía mi sangre, y me lanzaba a los puestos de mayor peligro sin temer la muerte. Hoy no me pasa lo mismo: estoy medroso, y el disparo de un fusil me hace estremecer».

Adiviné la causa de esta singular turbación del ánimo, y antes de que yo la dijese, desbordóse la sinceridad de mi amigo contándome su Cuento de Hadas, que también él lo tenía, y de los más espiritados y candorosos. Amaba con pura idealidad a una doncellita, de cuya hermosura y angelical modestia me hizo un retrato descriptivo de líneas vaporosas y célicos matices. Avido de comunicar al amigo sus cuitas y ansiedades, me dijo que el nombre de ella era María. Tenía por padre a un ogro, circunstancia muy del caso en cuentos de tal naturaleza, y este ogro era un don Jerónimo Candiola, mallorquín, habitante en la calle de Antón Trillo, cerca de la Torre Nueva. Así llaman en Zaragoza a la esbeltísima y afiligranada torre, que se inclina de un lado como si dijera: me inclino, pero no me caigo, uno de los monumentos más característicos de la capital de Aragón.

Pues señor, si Agustín me pintó a Mariquilla (así solía nombrarla) con rosados colores, en la pintura del ogro empleaba las más oscuras tintas. El tío Candiola, como llamaba el vulgo al ogro de la calle de Antón Trujillo, tenía en su casa un sótano lleno de dinero. Era el monstruo de la usura, y al pobre acreedor que en sus garras caía le sacaba las entrañas. En Zaragoza nadie le podía ver, por su falta de patriotismo. A muchos pobres metió en la cárcel después de arruinarlos. Además, en el otro sitio no dio un cuarto para la guerra, ni tomó las armas, ni recibió heridos en su casa, ni le pudieron sacar una peseta; y como un día dijera que a él lo mismo le daba Juan que Pedro, en un tris estuvo que le arrastraran los patriotas.

No dijo más Agustín porque sonó un cañonazo del lado de Torrero, y ambos volvimos hacia allá la vista.

Los franceses habían atacado con gran empeño las posiciones fortificadas de Torrero. Defendían éstas diez mil hombres mandados por don Felipe Saint-March y por O’Neille, ambos generales de mucho mérito. Los voluntarios de Borbón, de Castilla, del Campo Segorbino, de Alicante y el provincial de Soria, los cazadores de Fernando VII, el regimiento de Murcia y otros cuerpos de que no hago memoria, rompieron el fuego. Desde el reducto de los Mártires vimos el principio de la acción, y las columnas francesas que corrían a lo largo del Canal para flanquear a Torrero. Duró gran rato el fuego de fusilería; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica. No obstante, nuestras tropas no se retiraron sino muy tarde y con el mayor orden, volando el puente de América y trayéndose todas las piezas, menos una, que había sido desmontada por el fuego enemigo.

Entre tanto, como sintiéramos fuertísimo estruendo lejano, supusimos trabada otra acción en el Arrabal.

—Allá está el brigadier don José Manso —me dijo Agustín— con el regimiento suizo de Aragón, que manda don Mariano Walker; los voluntarios de Huesca, de que es jefe don Pedro Villacampa; los voluntarios de Cataluña y otros valientes cuerpos. ¡Y nosotros aquí, mano sobre mano! Por este lado parece que ha concluido.

—O yo me engaño mucho —repuse— o ahora van a atacar a San José.

No tardó en efectuarse el movimiento que yo había previsto, y el convento de San José fue atacado por fuerte columna de infantería francesa; mejor dicho, fue objeto de una tentativa de sorpresa. Al parecer, los enemigos tenían mala memoria, y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Zaragoza. Los pobrecitos acababan de llegar de la Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España. Además, como ganaron a Torrero con tan poco trabajo creyéronse en disposición de tragarse el mundo. Ello es que avanzaban, como he dicho, sin que San José hiciera demostración alguna, hasta que, hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio que mis bravos franceses tomaron soleta con precipitación, dejando tras sí gran número de muertos. Ya debían comprender nuestros enemigos que si se abandonó a Torrero fue por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin fuertes ni castillos, Zaragoza alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos crudos, sus torreones de barro amasado la víspera para defenderse otra vez contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del mundo.

La campana de la Torre Nueva sonaba con clamor de alarma y Zaragoza entera glosaba el lúgubre tañido, repitiendo: «¡Al Arrabal, al Arrabal!».

Mi batallón abandonó la cortina de Santa Engracia y púsose en marcha hacia el Coso. Las calles de San Gil, de San Pedro y Cuchillería, que son camino para el puente, estaban casi intransitables del sin fin de ancianos, chiquillos y mujeres que corrían impulsados por la curiosidad. Salimos a la orilla del río por San Juan de los Panetes, y nos situamos en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del Ebro se divisaba el campo de batalla. Todos nuestros parapetos de aquella zona estaban construidos con los ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.

Los franceses tenían su frente desde el camino de Barcelona al de Juslibol, más allá de los tejares y de las huertas que hay a mano izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Consistía todo su empeño en tomar por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían muchísimos; clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repetían la embestida. A veces llegaban hasta tocar los parapetos, y las luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes, blandiendo sus espadas, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo, el soldado, y el sargento, y el alférez, y el capitán, y el coronel.

Es indudable que este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente nuestras obras con su artillería; debieron conservar la serenidad que exige un sitio, y no desplegar guerrillas contra posiciones defendidas por gente como la que habían tenido ocasión de tratar el 15 de julio y el 4 de agosto. Es seguro que de traer consigo la mente pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus cañones, habrían empleado en el sitio de Zaragoza un poco del conocimiento del corazón humano. Napoleón, con su penetración extraordinaria, hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo… Los franceses, al caer de la tarde, creyeron oportuno desistir de su loco empeño, y se retiraron, dejando el campo cubierto de cadáveres. ¡Abur, Francia, y vuelve por otra!

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