V
Desde aquel día, tan memorable en el segundo sitio como el de las Eras en el primero, empezó el gran trabajo, el gran frenesí, la exaltación ardiente en que vivieron por espacio de mes y medio sitiadores y sitiados. Os hablaré ahora del famoso Reducto del Pilar, levantado en la cabecera del puente de la Huerva. Era una obra esmerada, un excelente modelo del arte de la fortificación. Sus ocho cañones, cuyos fuegos se cruzaban con los de San José, amenazaban la primera y segunda paralela construida en zig-zag por los franceses. Jefe del reducto era Larripa; Betbezé mandaba la artillería, y los ingenieros el gran Simonó, oficial distinguidísimo, tan sabio como valiente. Mi batallón, con algunos voluntarios aragoneses, soldados del resguardo y varios paisanos armados, componíamos la guarnición. Sobre la puerta de entrada, al extremo del puente, pusimos esta inscripción: Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar.
El suministro de provisiones nos lo hacía, más que la Junta, la caridad de las buenas vecinas de aquel barrio, que así cuidaban a los heridos como atendían al socorro y alimentación de los ilesos. En diferentes horas de un mismo día, variaba de aspecto nuestro Reducto; tan pronto era campo de muerte como salón de canto y baile; tan pronto merendero como hospital de sangre y lugar de amenas tertulias. En aquel centro militar y festivo se marcaron bien pronto algunos tipos populares de los que os hablaré brevemente. Señalaré al famoso Pirli, un muchacho de los arrabales, labrador, como de diez y ocho años, de condición tan festiva que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. Jamás le vi triste, y cuando las balas silbaban en torno suyo bailaba con graciosos gestos y cabriolas. Su traje de andrajos casi a la desnudez equivalía; se cubría la cabeza con un morrión o con gorra de pelo, cogida a los franceses muertos.
Otro gran tipo era el tío Garcés, formidable baturro, de cincuenta años, rostro curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos, imperturbable ante el fuego como una máquina, pero hablador, bastante desvergonzado cuando rompía en exclamaciones de ira. Vestía pobremente, dormía sin abrigo, y comía menos que un anacoreta: dos pedazos de pan y dos mordiscos de cecina, dura como cuero, le bastaban para un día.
Ved otro singular tipo. Allí viene, avanzando despacito, apoyándose en un grueso bastón y seguido de un perrillo travieso que ladra a todo transeúnte, por pura fanfarronería y sin intención de morder. Era el Padre fray Mateo del Busto, lector y calificador de la Orden de Mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Zaragoza, insigne varón, anciano y achacoso que visitaba ordinariamente todos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos y animando a todos con su dulce palabra. Entró en el Reducto, rendido al peso de una cesta grande y pesada.
—Estas tortas —dijo, sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrando— me las ha dado la excelentísima señora condesa de Bureta, y estas empanadas, don Pedro Ric. Aquí tenéis también un par de lonjas de jamón que son de mi convento. A ver qué os parece esta botella de vino. ¿Cuánto darían por ella los gabachos que tenemos enfrente?
Todos miramos hacia el campo. El perrillo, saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.
—También os traigo un par de libras de orejones, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. Ibamos a ponerlos en aguardiente, pero primero que nadie sois vosotros, valientes muchachos. Tampoco me he olvidado de ti, querido Pirli, y como estás casi desnudo y sin manta te he traído un magnífico abrigo. Mira: es un hábito viejo que tenía guardado para darlo a un pobre: ahora te lo regalo para que cubras y abrigues tus carnes. Es vestido impropio de un soldado, pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo y estarás muy holgadamente con él.
El fraile dio a nuestro amigo el hábito, y éste se lo puso entre risas y jácara de una y otra parte; y como conservaba aún, llevándolo constantemente en la cabeza, el alto sombrero de piel que el día 13 había cogido en el campamento enemigo, hacía la figura más extraña que puede imaginarse.
Poco después llegaron algunas mujeres, también con cestas de provisiones. La aparición del sexo femenino transformó de súbito el aspecto del Reducto. No sé de dónde sacaron la guitarra: uno de los presentes empezó a rasguear primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota, y en un momento se armó gran jaleo de baile. Pirli, cuya grotesca figura empezaba en granadero francés y acababa en fraile español, era el más exaltado de los bailarines, y no se quedaba atrás su pareja, una muchacha graciosísima, vestida de serrana a quien llamaban Manuela. Representaba veinte o veintidós años, y era delgada, de tez pálida y fina. La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro, y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza sus faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándosenos, ora de frente, ora de espaldas; Manuela nos tuvo encantados durante largo rato. Viendo su ardor coreográfico más se animaban el músico y los demás bailarines, y con el entusiasmo de éstos aumentábase el de ella, hasta que al fin, cortado el aliento y rendida de fatiga, aflojó los brazos y cayó sentada en tierra sin respiración, encendida como la grana.
Al punto formamos ruedo en tomo de las cestas traídas por el fraile y las mozas, y a comer se ha dicho. Sacando las provisiones, Manuela pronunció esta frase desconsoladora: «Queda poco, y si esto dura comeréis ladrillos».
—Comeremos metralla amasada con pólvora —dijo Pirli—, Manuela Sancho, ¿se te ha pasado ya el miedo a los tiros?
Al decir esto, tomó con presteza su fusil, disparándolo al aire. La moza dio un fuerte grito y sobresaltada huyó de nuestro grupo.
—No tiembles, chiquía —dijo el fraile—. Las mujeres valientes no se asustan del ruido de la pólvora; antes bien, deben encontrar en él tanto agrado como en el son de las castañuelas y bandurrias.
—Cuando oigo un tiro —dijo Manuela, acercándose medrosa— no me queda gota de sangre en las venas.
En aquel instante, los franceses, que sin duda querían probar la artillería de su segunda paralela, dispararon un cañón y la bala vino a rebotar contra la muralla del Reducto, haciendo estrago en los deleznables adobes.
Levantáronse todos a observar el campo enemigo; la serrana lanzó una exclamación de terror y Garcés púsose a dar gritos desde una tronera, injuriando a Francia con los más atroces terminachos baturros. El perrillo, recorriendo la cortina de un extremo a otro, ladraba con exaltada furia.
—Manuela, echemos otra jota al son de esta música, y, ¡viva la Pilarica! —exclamó Pirli, saltando como un insensato.
Impulsada por la curiosidad, alzábase Manuela lentamente, alargando el cuello para mirar al campo por encima de la muralla. Luego, al extender los ojos por la llanura, parecía disiparse poco a poco el miedo en su espíritu pusilánime, y al fin la vimos observando la línea enemiga con cierta serenidad y hasta con un poco de complacencia.
—Uno, dos, tres cañones —dijo, contando las bocas de fuego que a lo lejos se divisaban.
—Vamos, chiquíos, no tengáis miedo. Eso no es nada para vosotros.
Oímos hacia San José estrépito de fusilería, y en nuestro Reducto el tambor mandó tomar las armas. Del fuerte cercano había salido una pequeña columna que se tiroteaba de lejos con los trabajadores franceses. Algunos de éstos parecían próximos a ponerse al alcance de nuestros fuegos. Corrimos todos a las aspilleras, dispuestos a enviarles un poco de pedrisco, y sin esperar la orden del jefe, algunos dispararon sus fusiles con gran algazara. En tanto, Manuela temblaba, dando diente con diente, desfigurado el rostro por amarillez repentina; pero una curiosidad irresistible la retenía en la muralla.
—Manuela —le dijo Agustín—. ¿No te vas? ¿No te causa temor esto que estás mirando?
La serrana, con la atención fija en aquel espectáculo, asombrada, trémula, los labios blancos y el pecho palpitante, ni se movía ni hablaba.
—Manuelilla —gritó Pirli, corriendo hacia ella—, toma mi fusil y dispáralo.
Contra lo que esperábamos, la moza no hizo movimiento alguno de terror.
—Tómalo, maña —añadió Pirli, haciéndole tomar el arma—, pon el dedo aquí, apunta afuera y tira. ¡Viva la segunda artillera Manuela Sancho y la Virgen del Pilar!
La serrana tomó el arma. A juzgar por su actitud y el estupor inmenso revelado en su mirar, creyérase que ella misma no se daba cuenta de su acción. Pero alzando el fusil con mano temblorosa, apuntó hacia el campo, tiró del gatillo e hizo fuego.
Mil gritos y ardientes aplausos acogieron este disparo, y la moza soltó el arma. Estaba radiante de satisfacción y el júbilo encendió de nuevo sus mejillas.
—¿Ves?, ya has perdido el miedo —dijo el Mínimo—. Si a estas cosas no hay más que tomarlas el gusto.
—¡Venga otro fusil! —gritó la serrana—, que quiero tirar otra vez.
Pero los franceses se habían retirado y no había ocasión de repetir la proeza. Volvimos al ruedo para seguir comiendo. El fraile, llamando a su perrillo, le decía:
—Basta, hijo, no ladres tanto ni lo tomes tan a pecho que vas a quedarte ronco. Guarda ese arrojo para mañana; por hoy no hay en qué emplearlo, pues si no me engaño van a toda prisa a guarecerse detrás de sus parapetos.
Un rato después, sonó de nuevo la guitarra y comenzaron los dulces vaivenes de la jota, con Manuela Sancho y el gran Pirli en primera línea.