IX
Cantemos la epopeya de las Tenerías.
Mientras los morteros franceses arrojaban bombas al centro de la ciudad, los cañones de la línea oriental dispararon bala rasa contra la débil tapia de las Mónicas, y sobre las fortificaciones de tierra y ladrillo del molino de aceite y de la batería de Palafox. Bien pronto abrieron tres grandes brechas y el asalto era inminente. Apoyábanse en el molino de Goicoechea, que tomaron el día anterior, después de ser incendiado y abandonado por los nuestros.
Pasaron largas horas: apuraron los franceses los recursos de su artillería por ver si nos aterraban, obligándonos a dejar el barrio; pero las tapias se desmoronaban, estremecíanse las casas con espantoso sacudimiento, y aquella gente heroica, que apenas se había desayunado con un zoquete de pan, gritaba desde la muralla diciéndoles que se acercasen. Por fin, contra la brecha del centro y la de la derecha, avanzaron fuertes columnas sostenidas por otras a retaguardia, y se vio que la intención de los franceses era apoderarse a todo trance de aquella línea de pulverizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos.
No se diga, para amenguar el mérito de los nuestros, que el francés luchaba a pecho descubierto; los defensores también lo hacían, y detrás de la desbaratada cortina no podía guarecerse una cabeza. Allí era de ver cómo chocaban las masas de hombres y cómo las bayonetas se cebaban con saña, más propia de fieras que de hombres, en los cuerpos enemigos. Desde las casas hacíamos fuego incesante, viéndoles caer materialmente en montones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de los escombros que querían conquistar.
Por nuestra parte, el número de bajas era enorme. Lo natural, lo humano, habría sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se trataba de nada que fuese humano y natural, sino de extender la potencia defensiva hasta límites infinitos, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones el genio aragonés, que nunca se sabe a dónde llega.
Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosas trataban de apoderarse de la Casa de González, que he mencionado arriba; pero desde las casas inmediatas se les hizo fuego tan terrible de fusilería y cañón que desistieron de su intento.
Desde una casa inmediata al Molino de la Ciudad, hacíamos fuego, como he dicho, contra los que daban el asalto, cuando he aquí que las baterías francesas de San José, antes ocupadas en demoler la muralla, enfilaron sus cañones contra aquel viejo edificio, y sentimos que las paredes retemblaban; que las vigas crujían como cuadernas de un buque conmovido por las tempestades; que las maderas de los tapiales estallaban, destrozándose en mil astillas.
—¡Cuerno, recuerno! —clamó el tío Garcés—. ¡Que se nos viene la casa encima!
El humo y el polvo no nos permitían ver lo que pasaba fuera, ni tampoco lo que dentro ocurría.
—Agustín, Agustín, ¿dónde estás? —grité yo llamando a mi amigo.
Pero Agustín no aparecía. En aquel momento de angustia, y no encontrando en medio de tal confusión ni puerta para salir ni escalera para bajar, corría a la ventana para arrojarme fuera, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligóme a retroceder sin aliento ni fuerzas. Mientras los cañones de la batería de San José intentaban, por la derecha, sepultamos entre los escombros de la casa, y parecían conseguirlo sin esfuerzo, por delante, y hacia las eras de San Agustín, la infantería francesa había logrado penetrar por las brechas, rematando a los infelices que ya apenas eran hombres. Era imposible conservar en el ánimo una chispa de energía ante tamaño desastre.
Apartéme de la ventana despavorido, fuera de mi. Un trozo de pared estalló, reventó, desgajándose en enormes trozos, y una ventana cuadrada tomó la figura de un triángulo isósceles; el techo dejó ver por una esquina la luz del cielo; los trozos de yeso y las agudas astillas salpicaron mi cara. Corrí hacia el interior, siguiendo a otros que decían: «¡Por aquí, por aquí!».
—Agustín, Agustín —grité de nuevo, llamando a mi amigo.
Por fin le vi entre los que corríamos pasando de una habitación a otra y subiendo la escalerilla que conducía a un desván.
—¿Estás vivo? —le pregunté.
—No lo sé —me dijo—, ni me importa saberlo.
En el desván rompimos fácilmente un tabique y pasando a otra estancia hallamos una empinada escalera, la bajamos y nos vimos en una habitación chica. Unos siguieron adelante, buscando salida a la calle y otros detuviéronse allí.
Ha quedado fijo en mi imaginación, con líneas y colores indelebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada por la copiosa luz que daba una ventana abierta a la calle. Cubrían las paredes desiguales estampas de vírgenes y santos. Dos o tres cofres viejos y forrados de piel de cabra ocupaban un testero. Veíase en otro ropa de mujer, colgada de clavos y alcayatas. En la ventana había tres grandes tiestos con yerbas; y parapetadas tras ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosa visual de su puntería, dos mujeres hacían fuego sobre los franceses que ya ocupaban la brecha. Tenían dos fusiles. Una cargaba y otra disparaba; agachábase la fusilera para enfilar el cañón entre los tiestos, y, suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobre las matas para mirar al campo de batalla.
—¡Manuela Sancho —exclamé, poniendo la mano sobre el hombro de la heroica mujer—, toda resistencia es inútil! Retirémonos.
Pero no hacía caso, y seguía disparando. Al fin, la casa, que era débil como su vecina, experimentó una fuerte sacudida, cual si temblara la tierra en que se arraigaban sus cimientos. Manuela Sancho arrojó el fusil. Ella y la otra mujer entraron precipitadamente en una inmediata alcoba, de cuyo oscuro recinto salían angustiosas lamentaciones. Al entrar, vimos que las dos muchachas abrazaban a una vieja tullida que, en su pavor, quería arrojarse del lecho.
—Madre, esto no es nada —le dijo Manuela, cubriéndola con lo primero que encontró a mano—. Vámonos a la calle, que la casa parece que se quiere caer.
La anciana no hablaba, no podía hablar. Tomáronla en brazos las dos mozas; mas nosotros la recogimos en los nuestros, encargando a ellas que llevaran nuestros fusiles y la ropa que pudieran salvar. De este modo, pasamos a un patio, que nos dio salida a otra calle, donde aún no había llegado el fuego.
Los franceses habíanse apoderado también de la batería de los Mártires, y en aquella misma tarde fueron dueños de las ruinas de Santa Engracia y del convento de Trinitarios. ¿Se concibe que continúe la resistencia de una plaza después de perdido lo más importante de su circuito? No; no se concibe, ni en las previsiones del arte militar que, apoderado el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino.
Los generales de Napoleón se llevaban las manos a la cabeza y decían: «Esto no se parece a nada de lo que hemos visto». En los gloriosos anales del Imperio se encuentran muchos partes como éste: «Hemos entrado en Spandau; mañana estaremos en Berlín». Lo que aún no se había escrito era lo siguiente: «Después de dos días y dos noches de combate hemos tomado la casa número 1 de la calle de Pabostre. Ignoramos cuándo se podrá tomar la del número 2».
Como los franceses no podían atravesar sin riesgo el espacio intermedio entre los restos de muralla y sus nuevos alojamientos, comenzaron a abrir una zanja en zig-zag desde el Molino de la Ciudad a la casa que antes ocupáramos nosotros, la cual sólo conservaba en buen estado para alojamiento la planta baja.
Al punto comprendimos que una vez dueños de aquella casa, procurarían, derribando tabiques, apoderarse de toda la manzana, y para evitarlo, la tropa disponible fue distribuida en guarniciones que ocuparon todos los edificios donde había peligro. Al mismo tiempo se levantaban barricadas en las boca-calles, aprovechando los escombros. Nos pusimos a trabajar con ardor frenético en distintas faenas, entre las cuales la menos penosa era, seguramente, la de batirnos. Dentro de las casas, arrojábamos por los balcones todos los muebles; afuera transportábamos heridos o arrojábamos los muertos al zócalo de los edificios, pues las únicas honras fúnebres que por entonces podían hacérseles consistían en quitarlos de donde estorbaran.
Quisieron también los franceses ganar a Santa Mónica, convento situado al norte de la calle de Pabostre; pero como sus paredes ofrecían mayor resistencia que las endebles casas dejaron al empresa para otro día. Posesionados tan sólo de algunos casuchos, en ellos permanecían a la caída de la tarde como en escondida madriguera, y, ¡ay de aquel que la cabeza asomaba fuera de las ventanas!
Cuando anocheció, empezamos a abrir huecos en los tabiques para comunicar todas las casas de una misma manzana. A pesar del incesante ruido del cañón y la fusilería, en el interior de los edificios pudimos percibir el golpear de las piquetas enemigas, ocupadas en igual tarea que nosotros.
A eso de las diez de la noche, nos hallábamos en una que debía ser inmediata a la de Manuela Sancho cuando sentimos que, por conductos desconocidos, por sótanos, pasillos o subterráneas comunicaciones, llegaba a nuestros oídos el rumor de las voces del enemigo. Una mujer apareció azorada por una escalerilla, diciéndonos que los franceses estaban abriendo un boquete en la pared de la cuadra. Bajamos al instante, pero aún no estábamos todos en el patio frío, estrecho y oscuro de la casa, cuando, a boca de jarro se nos disparó un tiro, y un compañero fue levemente herido en el hombro.
A la escasa claridad percibimos varios bultos que sucesivamente se internaron en la cuadra e hicimos fuego, avanzando después con brío tras ellos.
Al ruido de los tiros acudieron otros compañeros nuestros que habían quedado arriba y penetramos denodadamente en la lóbrega pieza. Los enemigos no se detuvieron en ella y a todo escape repasaron el agujero abierto en la pared medianera buscando refugio en su primitiva morada, desde la cual nos enviaron algunas balas. No estábamos completamente a oscuras, porque ellos tenían una hoguera, de cuyas llamas débiles rayos penetraban por la abertura, difundiendo rojiza claridad sobre el teatro de aquella lucha.
Yo no había visto nunca lucha semejante ni jamás presencié combate alguno entre cuatro negras paredes, a la luz indecisa de una llama lejana, cuya oscilación proyectaba móviles sombras y espantajos en nuestro derredor.
Nos tiroteamos breve rato, y dos compañeros cayeron muertos o malheridos sobre el húmedo suelo. A pesar de este desastre, hubo otros que quisieron llevar adelante aquella aventura, asaltando el agujero e internándose en la guarida del enemigo; pero aunque éste había cesado de ofendernos, parecía prepararse para atacar mejor. De repente se apagó la hoguera y quedamos en completa oscuridad. Dimos repetidas vueltas buscando la salida, y chocando unos con otros salimos en tropel al patio.
Tuvimos tiempo, sin embargo, para buscar a tientas y recoger a los dos camaradas que habían caído durante la refriega y, luego que salimos, cerramos la puerta, tabicándola por dentro con piedras, escombros, vigas, toneles y cuanto en el patio se nos vino a las manos.
En esta inaudita refriega subterránea nos mandaba el incansable, el heroico y sublime tío Garcés.