II
Aquella mañana la vi comer. Don Pablo le presentaba los mejores manjares para que no se enterase de la escasez de abastecimientos. De sobremesa se entretuvo en una fácil labor de punto, y en tanto el doctor y yo nos apartamos al otro lado de la estancia para charlar a escondidas del grave asunto de la guerra.
—Los franceses están ya sobre Gerona —dije yo—, y esta mañana les hemos visto en los altos de Costa Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de los fuertes. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué hará Gerona con cinco mil seiscientos?
—Ya serán algunos más —dijo Nomdedéu paseándose por la habitación con inquietud nerviosa—. Todos los vecinos de Gerona tomarán las armas, y hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de las ocho compañías que componen la Cruzada Gerundense. También se está formando hoy el batallón de señoras, de que es coronela doña Lucía Fitz-Gérard: ¿la conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que causa la guerra se alegra uno viendo los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de esta ciudad.
Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante exaltación, Josefina fijaba en nosotros los ojos sorprendida y aterrada. Advirtiólo su padre, y volviéndose a ella la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas, diciéndome:
—La pobrecita ha comprendido que estamos hablando de la guerra. Esto le causa un terror extraordinario.
Y cogiendo la pluma escribió:
«Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos de las bandadas de palomas que vio ayer Andrés en Pedret. Dice que mató todas las que quiso, y que te traerá un par esta tarde. No, no temas, hija mía, no habrá más sitios en Gerona. Hemos hecho paces con la Francia. Veremos si mañana puedes salir a dar un paseo por Mercadal. Iremos a Castellá la semana que entra. ¡Dice nostramo Mansió que están los rosales tan cargados de rosas…! ¿Pues, y los cerezos? Este año habrá tanta cereza que no sabremos qué hacer de ella».
Luego que esto escribió volvióse a mí el señor don Pablo, y procurando disimular su aflicción, me dijo:
—De este modo la voy engañando, para arrancar su ánimo a la tristeza. Si ella supiera que mi casa de campo, con todas las plantas y los animalitos que allí tenía no existe ya… Los franceses no han dejado piedra sobre piedras. ¡Pobre de mí! Rodeado de infortunios, amenazado, como todos los gerundenses, de los horrores de la guerra, del hambre y de la miseria, tengo que fingir junto a esta niña infeliz un bienestar y una paz que está muy lejos de nosotros.
La pobre enferma, que aunque no estaba privada del uso de la palabra prefería comunicarse por la escritura, tomó la pluma y con rapidez nerviosa escribió lo siguiente:
«Andrés hablaba de batallas».
—¡No, no, señorita Josefina! —exclamé yo a gritos, pues es costumbre instintiva alzar la voz delante de los sordos, aun sabiendo que éstos no nos pueden oír.
«Precisamente —escribió don Pablo—, ahora me estaba diciendo que le van a dar la licencia, porque ya no se necesitan soldados. ¡Gracias a Dios que se han acabado esas malditas guerras!… Hija mía, ¿por qué no sigues tu lectura?».
Y puso en manos de su hija un tomo, que era la primera parte de El Quijote, el cual abrió ella por donde lo tenía marcado, comenzando a leer tranquilamente.
Por la noche, cuando volví a mi alojamiento después de hacer la guardia en la Torre Gironella, Siseta, contestando a mi pesimismo con apreciaciones festivas y lisonjeras, se dejó decir que los franceses no se atreverían a poner cerco a la plaza.
—¡Qué se han de atrever! —exclamé yo con risueña ironía—. Nos tienen mucho miedo. Sube mañana conmigo a la Torre Gironella y verás los mosquitos que andan en el horizonte, allá por Levante y Mediodía. Franceses en San-Medir, Montagut y Costa Roja; franceses en San Miguel y en los Angeles, y, por variar, franceses en Montelibi, Pau y el llano de Salt. Ya verás, prenda mía. Aquí somos seis mil quinientos hombres que no bastan para empezar, y tenemos unas murallitas…, ¡qué obras, válgame Dios! Da miedo verlas. Figúrate que cuando los lagartos corren entre las piedras éstas se mueven y dan unas con otras. No se puede hablar recio junto a ellas, porque con el estremecimiento del sonido se caen.
La señora Sumta (Asunción), ama de gobierno de don Pablo Nomdedéu, que solía bajar a damos conversación en sus ratos de ocio, metió su hocico en nuestro diálogo diciendo:
—Tiene razón Andrés. Las murallas de los fuertes parecen una almendrada hecha con azúcar sin punto. Mi difunto, que de Dios goce, y que hizo la campaña del Rosellón contra la República de la Francia, me decía varias veces: «Lo de menos será la piedra, con tal que haya hombres de pecho y un buen español que sepa mandarlos». ¿Y qué me dice usted, amigo Marijuán, de ese encanijado gobernador que nos han puesto?
—Don Mariano Alvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a los franceses el Montjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho temple.
—Pues no lo parece —observó la señora Sumta—. Cuando nos mandaron acá este sujeto en febrero y le vi, al punto le diputé por poca cosa. ¡Qué se puede esperar de quien tan poco levanta del suelo! El otro día pasó junto a mí, y…, créalo usted, no me llega al hombro. ¿Le ha visto usted la cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre en las venas. ¡Qué hombres los del día!
—Señora Sumta —dije riendo—, cuando los generales tengan un oficio semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que sean flacos y encanijados.
—No, Andresillo, no digo eso —replicó la matrona—. Lo que digo es que sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a doña Lucía Fitz-Gérard, coronela del Batallón de Santa Bárbara; cuando una ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras ella a matar franceses.
La señora Sumta era una tarasca formidable. Su hombruno temperamento la llamaba al terreno de la gloria militar. No tardó en alistarse en el batallón mandado por doña Lucía, y había que verla por las calles y aún en las murallas, armada de fusil con marcial donaire, y actividad oficiosa, metiendo sus narices en el peligro, en la gloria misma. ¡Qué mujeres!
El 13 de junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un parlamentario. Estaba yo en la Torre de San Narciso, junto al barranco de Galligáns, y oí la contestación de don Mariano, el cual dijo que recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con embajadas.
Bombas y más bombas arrojaron hasta el día 25, y quisieron asaltar las torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente, obligándonos a abandonarlas el 19. Fuera de esto no hubo hechos de armas de gran importancia hasta principios de julio, cuando los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de Montjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo lo tendrían. ¿Creeréis que sólo había dentro del recinto novecientos hombres, que mandaba don Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado varias baterías, entre ellas una de veinte piezas de gran calibre, y sin cesar arrojaban bombas y granadas a los del castillo… Por cuatro veces asaltó el enemigo, hasta que en la última dijo «ya no más», y se retiró, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos mil hombres entre muertos y heridos.
En todo el mes de julio siguieron los franceses haciendo obras para aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza, ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres. De este plan comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.
De los apuros que ocasionaba la escasez nos defendíamos sin gran trabajo Siseta y yo con nuestros pobres chiquillos. La Providencia y nuestra sobriedad nos salvaban. Pero en la casa del santo y mártir don Pablo Nomdedéu no podían sortearse tan fácilmente los rigores del hambre. Imaginad las ficciones de que tendría que valerse el infeliz señor para engañar a su hija en cosa tan delicada como el sentido del gusto y las sutilezas del paladar. Se falsifica un alimento; pero en la calidad, y menos en la cantidad, no caben disfraces ni supercherías. Una tarde que le visité, don Pablo, casi con lágrimas en los ojos, me dijo:
—Andrés de mi alma, ya sé que se espera en Gerona un convoy de víveres traído por el General Blake. ¿Has oído tú algo de esto? A mí me lo ha dicho el propio Intendente, don Carlos Beramendi, aunque también me manifestó que dudaba pudiera llegar felizmente aquí. Parece que en Olot tenemos dos mil acémilas, y se ha combinado que salga de aquí don Blas de Fournás con alguna fuerza, para distraer a los franceses. ¡Oh, si esto ocurriera pronto y nos llegara harina fresca y alguna carne…! Si no, dudo que nos escapemos de una horrorosa epidemia… ¡Dios mío! Yo no quiero nada para mí: me contentaré con tomar en la calle un hueso crudo de los que se arrojan a los perros y roerlo; pero que no falte a mi inocente y desgraciada enfermita un pedazo de pan de trigo y una hila de carne. Y hablando de otra cosa, amigo Andrés, dicen que al fin tendrá que rendirse Montjuich.
—Así parece, señor don Pablo. El Gobernador ha ofrecido premios y grados a los cuatrocientos hombres que le quedan a don Guillermo Nash; pero con todo, parece que no pueden resistir más tiempo. Si esos desgraciados se sostienen una semana, es preciso creer que San Narciso hace hoy un milagro más prodigioso que el de las moscas, ocurrido seiscientos años ha.