XI
Sabed ahora, queridos niños, lo que pasaba del otro lado de Sierra Morena en aquel mismo mes de julio. El día 7, había jurado José en Bayona la constitución hecha por unos españoles vendidos al extranjero. El día 9, el mismo José traspasaba la frontera para venir a gobernarnos. El día 15, ganaba Bessieres en los campos de Rioseco una sangrienta batalla, y al tener de ella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «La batalla de Rioseco pone a mi hermano en el trono de España, como la de Villaviciosa puso a Felipe V». El 20, un día después de nuestra batalla, entró José en Madrid, y aunque la recepción glacial que se le hizo le causara suma aflicción aún le parecía que el buen momio de la corona duraría bastante tiempo.
Pero hacia los días 25 y 26, se esparce por la capital un rumor misterioso que conmueve de alegría a los españoles y de terror a los franceses: corre la voz de que los paisanos andaluces y algunas tropas de línea han derrotado a Dupont, obligándole a capitular. Este rumor crece y se extiende; pero nadie quiere creerlo, los españoles por parecerles demasiado lisonjero y los franceses por considerarlo demasiado terrible. El absurdo se propaga y parece confirmarse; pero la corte de José se ríe y no da crédito a aquel cuento de viejas. Cuando no queda duda de que semejante imposible es un hecho real, la corte, que aún no había instalado sus bártulos, huye despavorida; las tropas de Moncey, que rechazadas de Valencia se habían replegado a La Mancha, se unen a las de Madrid, y todos juntos, soldados, generales y rey intruso, corren precipitadamente hacia el norte, asolando el país por donde pasan.
De mí os diré que tuve que volverme a Madrid, escoltando a unos señores que me pagaron buena soldada con tal objeto, y si ello me alegraba por cambiar de vida y de teatro (que en tiempos de guerra es harto enojosa la quietud), no fue completo mi gozo, porque hube de separarme de mi más que amigo, hermano, Marijuán. De éste no supe nada en algún tiempo: ya os hablaré de nuestro encuentro en el curso de estas historias y de las inauditas proezas que él y yo en distintos lugares de España presenciamos.
En Madrid me alisté en el Cuerpo de Voluntarios que allí se formó; mas no tuve ocasión de añadir a mi hoja de servicios ningún acto resonante. Continuó la guerra, encendiéndose con nuevo ardor en el otoño del año 8. Los sitios de Valencia y Zaragoza mantenían el fuego sagrado. Napoleón, aplicando su inmenso genio militar a robustecer su terquedad caprichosa, reforzó su ejército conquistador, y en persona vino a traernos a su hermano José, que con los tiros de Bailén salió de aquí espantado como un conejo.
Forzó Napoleón el paso de Somosierra con hueste numerosa; sus lanceros polacos excediéronse en bravura loca y en crueldades de guerra. Dueño quedó de Madrid el 2 de diciembre. Se aposentó en el palacio del duque de Pastrana en Chamartín de la Rosa, de donde salió para visitar a su hermano en Madrid y en el Pardo.
Y ya que os hablo del Rey José debo preveniros contra las imposturas que el vulgo acumulaba sobre la persona de aquel buen señor, primera víctima en España de la soberbia y de la obcecación de su hermano. El patriotismo, en casos de lucha encarnizada contra la invasión, no puede repudiar ninguna forma defensiva y agresiva, y las acepta y utiliza todas desde las más sublimes hasta las más vulgares y chocerreras… Pero pasado el tiempo, y depuestas las armas nobles así como las viles, no digáis que el llamado José I era borracho, ni tuerto, ni disoluto. Los injuriosos motes de Pepe Botella y Rey de Copas eran el arma del vejamen y de la burla, usada por los que no podían usar otra. Y podéis decir también que en su corto y azaroso reinado, dentro de la redoma francesa que absolutamente le aislada del sentimiento español, dictó el pobre José resoluciones de grande utilidad, como el quitar de en medio el Santo Oficio, reducir los frailes a su tercera parte, y otras saludables medidas. Mas era extranjero, traído por la fuerza, con insolente arrogancia y menosprecio de la dignidad de la nación.
A mí me fue muy mal en aquella etapa de nuestra gloriosa guerra. Prendiéronme por sospechoso, y en una cuerda de pilletes y vagabundos nos encaminamos a Francia. Entre aquellos pillastres iba el gran poeta Cienfuegos, el actor Isidoro Máiquez y el afamado latinista Sánchez Barbero. Me confabulé con otros dos de la cuerda, oscuros y pobres como yo, y desplegando tanta picardía como audacia nos escapamos antes de llegar a Burgos… ¡Oh dicha! ¡Libertad al fin! Con unánime pensamiento resolvimos marchar a Zaragoza y pedir a la heroica ciudad tres puestos, tres fusiles y tres pedazos de pan para pelear por España.