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Episodios Nacionales para Niños: VI

Episodios Nacionales para Niños
VI
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VI

Al amanecer del 20, el viento soplaba con fuerza y los navíos estaban muy distantes unos de otros. Calmado el viento poco después de mediodía, el buque almirante hizo señales de que se formasen las cinco columnas: vanguardia, centro, retaguardia y los dos cuerpos de reserva. La escuadra navegaba hacia el Estrecho con viento Sudoeste; por la noche fueron señaladas algunas luces y al amanecer del 21 vimos veintisiete navíos por barlovento; a eso de las ocho, los treinta y tres barcos de la flota enemiga estaban a la vista, formados en dos columnas. Nuestra escuadra formaba una larguísima línea y, según las apariencias, las dos columnas de Nelson, dispuestas en forma de cuña, avanzaban como si quisieran cortar nuestra línea por el centro y retaguardia.

Tal era la situación de ambos contendiente cuando el «Bucentauro» hizo señal de virar en redondo. Las proas miraron al Norte y este movimiento, cuyo objeto era tener a Cádiz bajo el viento, para arribar a él en caso de desgracia, fue muy criticado a bordo del «Trinidad».

Efectivamente, la vanguardia se convirtió en retaguardia, y la escuadra de reserva, que era la mejor, según oí decir, quedó a la cola. Como el viento era flojo, los barcos de diversa andadura y la tripulación poco diestra, la nueva línea no pudo formarse ni con rapidez ni con precisión. Observando las maniobras de los barcos más cercanos, Medio-Hombre decía:

«La línea es más larga que el camino de Santiago. Si el Señorito la corta, adiós, mi bandera: perderíamos hasta el modo de comer, manque los pelos se nos hicieran cañones. Señores, nos van a dar julepe por el centro. ¿Cómo pueden venir a ayudarnos el “Nepomuceno” y el “Bahama”, que están a la cola, ni el “Neptuno” ni el “Rayo”, que están a la cabeza? Además estamos a sotavento y los “casacones” pueden atacarnos por donde les dé la gana… Dios nos saque en bien y nos libre de franceses por siempre jamás, amén, Jesús». El sol avanzaba hacia el cénit y el enemigo estaba ya encima.

Se me había olvidado mencionar una operación preliminar, en la cual tomé parte. Después del zafarrancho, preparado ya todo lo concerniente al servicio de piezas y lo relativo a maniobras, oí que dijeron:

—La arena, extender la arena.

Marcial me tiró de la oreja y llevándome a una escotilla me hizo colocar en línea con algunos marinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o menos. Desde la escotilla hasta el fondo de la bodega nos colocamos escalonados, y de este modo íbamos sacando los sacos de arena, que algunos marineros vaciaron sobre la cubierta, sobre el alcázar y castillos. Por satisfacer mi curiosidad pregunté al grumete que tenía al lado.

—Es para la sangre —me contestó con indiferencia.

—¡Para la sangre! —repetí yo, sin poder reprimir un estremecimiento de terror.

Los ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de almirante. Después supe que era el «Victory» y que lo mandaba Nelson. El otro traía a su frente al «Royal Sovereign», mandado por Collingwood.

Ved aquí, amados niños, el planito que he trazado para daros a conocer la formación de la escuadra hispano-francesa en el momento de ser atacada por la inglesa. Poco más o menos así era:

(Imagen no disponible)

Eran las doce menos cuarto. El terrible instante se aproximaba… De repente nuestro comandante dio una orden terrible. La repitieron los contramaestres. Los marineros corrieron hacia los cabos, chillaron los motones, trapearon las gavias.

—¡En facha, en facha! —exclamó Marcial, lanzando con energía un juramento—. Ese condenado se nos quiere meter por la popa.

Al punto comprendí que se había mandado detener la marcha del «Trinidad» para estrecharle contra el «Bucentauro», que venía detrás porque el «Victory» parecía venir dispuesto a cortar la línea por entre los dos navíos.

Al ver la maniobra de nuestro buque pude observar que gran parte de la tripulación no tenía toda aquella desenvoltura propia de los marineros, familiarizados, como Medio-Hombre, con la guerra y con la tempestad. Entre los soldados vi algunos que sentían el malestar del mareo y se agarraban a los obenques para no caer. Verdad es que había gente muy decidida, especialmente en la clase de voluntarios.

Por lo que a mí toca, en toda la vida ha sentido mi alma emociones como las de aquel momento. A pesar de mis pocos años me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso y por primera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo que me inspiraban cierta lástima los ingleses y me admiraba de verles buscar con tanto afán una muerte segura.

Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el rey y su célebre ministro, a quienes no consideraba con igual respeto.

Pero en el momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche y saca de la oscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación, fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales.

Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión, y como había oído decir que la justicia triunfaba siempre no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Véjer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad, y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oración que no era Padre-nuestro ni Ave-María, sino algo nuevo que a mi se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.

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