III
Y ya que he nombrado a la gente del bronce quiero presentaros a mi amigo Pujitos. Era el tipo que en los sainetes de don Ramón de la Cruz se señalaba con la denominación de majo decente; es decir, un majo de oficio, no de los que para vivir necesitaban vender hierro viejo en el Rastro, o cortar carne en las plazuelas, o degollar reses en el matadero, o vender aguardiente en Las Américas, o machacar cacao en Santa Cruz, o vender torrados en la verbena de San Antonio, o lavar tripas, allá por el portillo de Gilimón, o freír buñuelos en las esquinas del hospital de la V. O. T., ni menos se degradaban viviendo holgadamente a expensas de una mondonguera, o castañera, o de alguna de las muchas Venus salidas de la jabonosa espuma del Manzanares. Pujitos estaba con un pie en la clase media: era un artesano honrado, un hábil maestro de obra prima; pero tan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia a las trapisondas y jaleos manolescos, que ni en el traje ni en las costumbres se le distinguía de los famosos Tres Pelos, el Ronquito, Majoma, y otras notabilidades de las que frecuentemente salían a visitar las Cortes y sitios reales de Ceuta, Melilla, etc.
Pujitos era español; gustaba de hablar cuando le oían más de cuatro personas, y tenía los marcados instintos del personaje de club; pero como entonces no había tales clubs ni milicias nacionales fue preciso que pasaran catorce años para que Pujitos entrara con distinto nombre en el uso pleno de sus extraordinarias facultades.
Presentado este tipo, flor y nata de la majeza, os diré que ya en aquellos días arreciaba en Madrid la feroz hostilidad contra el Príncipe de la Paz, a quien el pueblo suponía vendido a Napoleón. En Godoy se encamaban los odios populares. Era preciso que hubiese un culpable, un reo de lesa patria. El pueblo es poco dado a las abstracciones; no comprendía que también el de la Paz había sido engañado, quizás el primer tonto, la más descuidada y torpe víctima del gran timo napoleónico. En Madrid empezó a formarse la tromba que fue a descargar en Aranjuez, donde, a la sazón, estaba la Corte, y de aquí salieron las turbas populares y los cortesanos disfrazados de pueblo que en el Real Sitio dieron fin al valimiento del ensorbecido y en mal hora encumbrado extremeño. En el patio de la taberna del famoso Majoma (calle de Humilladero) oí los primeros rugidos de la fiera popular, y fue un inspirado discurso del gran Pujitos. El majo decente, pequeño de talla, si bien de alma grande, morenito, con sus ojuelos abrillantados por los vapores que le subían del estómago al rostro, habló, subido en un banco, en esta pintoresca forma:
«Jeñores: Denque los güeños españoles golvimos en sí y vimos quese Menistro de los dimonios tenía vendío el reino a Napolión, risolvimos ir en ca el palacio de su sacarreal majestad pa icirle cómo estemos cansaos de que nos gobierne como nos está gobernando, y que naa más sino que nos han de poner al Príncipe de Asturias, pa que el puebro contento diga: “El Kirie eleyson cantando, ¡viva el Príncipe Fernando!” (Fuertes gritos y patadas). Ansina se ha de hacer, que ínterin aquel otro se guarda el dinero de la Nación, el puebro no come, y Madrid no quiere al Menistro; con que, ¡juera el Menistro!, que aquí semos toos españoles, y si quieren verlo, úrgennos un tantico y verán do tenemos las manos. (Señales de asentimiento). Pos sigo iciendo que esombre nos ha robao, nos ha perdío, y esta noche nos ha de dar cuenta de too, y hamos de ecirle al Rey que lo eche a presillo y que nos ponga al Príncipe Fernando, a quien por ésta (y besó la cruz) juro que lo efenderemos contra too el que venga, manque tenga enjércitos y más enjércitos. Jeñores: astamos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa más sino dejarse de pedricar y coger las armas pacabar con Godoy, y digamos toos con el ángel:
“El Kirie eleyson cantando,
¡viva el Príncipe Fernando!”».
Copio tan sólo lo esencial, pues el discurso no se contuvo en términos tan concisos. No tardó en salir para Aranjuez la turbamulta, protegida, naturalmente, por los partidarios del príncipe de Asturias. Y la caterva popular encontró allí multitud de conjurados de procedencia palatina y aun personajes de alcurnia que celebraban irónico carnaval, vistiéndose con trajes plebeyos. Del conde del Montijo se dijo que andaba por las calles del Real Sitio, vestido de palurdo, con montera, garrote, chaqueta de paño pardo y polainas.
Por quehaceres y distracciones que en Madrid me retenían, y de que os hablaré luego, no presencié la brutal asonada, mixta de plebeya y palatina, que dio en tierra con el privado. Pero testigos de probada imparcialidad, como el cura de aquella parroquia, don Celestino del Malvar, me dieron conocimiento casi exacto de lo que allí pasó. Fue una revolución chica y casera, promovida por el bando del príncipe de Asturias, y coronada por uno de los más fáciles éxitos que registra la historia. La turba asaltó el palacio del Príncipe de la Paz, sin que en ninguna parte apareciesen tropas que la contuviesen ni guardias que le diesen el alto. Creyérase que se había dispuesto todo como un lance de teatro, con ensayo escrupuloso de actos y comparsas.
Mezclados con la caterva, y distinguiéndose por el ardor de sus gritos, andaban multitud de cocheros, palafreneros y carreristas en palacio, pinches y mozos de cuadra, lacayos del infante don Antonio y del príncipe de Asturias. La muchedumbre forzó la puerta del palacio, penetró como un huracán, sin que ni un solo soldado le cortara el paso; corrió de un aposento a otro, destrozando cuanto encontraba; buscó al pájaro en su opulento nido; pero el pájaro se había ido por los aires, porque, registradas todas las habitaciones, no se encontró en parte alguna. Pueblo y servidumbre de príncipes, no pudiendo saciar su ira en el antes poderoso y ya desdichado Godoy, hizo responsable de los errores de éste a los cortinajes, tapices, candelabros, consolas, pinturas, relojes… En la calle se encendió la indispensable hoguera, y los amotinados creían realizar una grave misión histórica y política arrojando al fuego todo lo que había destruido.
El violentísimo asalto y saqueo de la casa lo pasó Godoy en un desván, escondido dentro de un rollo de esteras, a medio vestir, enteramente ayuno, atormentado por los próximos rugidos de la fiera, y creyendo que entre su vida y su muerte no cabía el espacio de medio minuto… Así estuvo el hombre dos noches y un día. ¡Qué horas de angustia, qué larga y cruel expiación en tiempo tan corto! Al fin, la misma guardia de palacio le sacó de allí. Daba lástima y horror verle asido a los arzones de dos caballos, emparedado así para que las manos feroces de la plebe no alcanzaran a despedazarle. De este modo, recibiendo injurias, pelladas de barro y amenazas crueles, pudo ser conducido al Cuartel de Caballería, donde le encerraron, dándole por lecho un montón de paja. Y si en aquel terrible vía crucis salvó la vida, debiólo, según se dice a su mayor enemigo, el príncipe de Asturias, que deseaba su caída, pero no su muerte. Así acabó el ministro universal, el generalísimo de mar y tierra, el coloso de la fortuna, conde de Evoramonte, duque de Sueca y de la Alcudia, Príncipe de la Paz y alteza serenísima, rey de hecho, árbitro de las inocentes Españas… El pueblo hizo justicia, groseramente…, pero justicia al fin.