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Episodios Nacionales para Niños: XIII

Episodios Nacionales para Niños
XIII
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

XIII

Los desgarradores lamentos del tacaño añadían la nota más lúgubre a la queja horripilante de los heridos y hambrientos. Los que mayormente irritaba a don Jerónimo era el patriotismo. Del heroísmo hablaba pestes. Según él, era delito imperdonable dejarse matar cuando se debían cantidades que el acreedor no había de cobrar en el otro mundo. Ved con que lógica horrible argumentaba: «Ya se ve; esto de pagar es muy duro, y algunos dicen: muramos y nos quedaremos con el dinero». Pero Dios debiera ser inexorable con esta canalla heroica, y en castigo de su infamia resucitarlos para que se las vieran con el alguacil y el escribano. ¡Dios mío, resucítalos! ¡Santa Virgen del Pilar, Santo Dominguito del Val, resucítalos!

En esto llegaron la vieja y María con algunas provisiones, y se llevaron al avariento al mísero albergue que se habían proporcionado en un portal del callejón del Organo. Por María supe la terrible desgracia que a los Montorias afligía: había muerto el primogénito, Manuel Montoria.

Confirmó la fatal nueva mi amigo don Roque, el cual me dijo que la viuda de Manuel, los padres don José y doña Leocadia estaban en la próxima calle de la Parra, donde el cadáver yacía. No quiero afligiros refiriéndoos la luctuosa escena que allí vi. A la inmensa desdicha que ya sabéis, añadid ahora que el niño de Manuel, de cuatro años de edad, atacado de la epidemia y ya moribundo, expiraba en los brazos de su madre. El cuadro era de inenarrable tribulación. Don José Montoria, el hombre de acero, se violentaba para conservar su entereza; perdiéronla absolutamente doña Leocadia y su nuera, la viuda de Manuel. Ambas atronaban la calle con desgarradores ayes y lamentos. Todos llorábamos, y era en verdad peregrino y espantoso que el llanto mismo nos sirviera de consuelo, porque bebiéndonos nuestras lágrimas creíamos ingerir algún alimento.

A los pocos minutos de mi llegada, espiró el niño… Su cuerpo frío retiramos don José y yo de los brazos de la madre, mientras Agustín pugnaba por llevarse a ésta… No hay palabras para expresar tal acumulación de humanos dolores, sobrepuestos y enzarzados unos en otros… Pasado algún tiempo, el gran Montoria, con esforzado corazón y tirantez sobrehumana de su voluntad nos dijo: «Es preciso que enterremos a mi hijo y a mi nieto».

Miró él, miramos todos en derredor, y vimos innumerables cadáveres insepultos. En la calle de las Rufas había bastantes; en la inmediata de la Imprenta se había constituido una especie de depósito. No es exageración lo que voy a decir. Parece mentira, pero es cierto. Un hombre entró en la calle de la Imprenta y empezó a dar voces. Por un ventanillo apareció otro hombre que, contestando al primero, dijo: «Sube». Entonces aquél, creyendo que era extravío entrar en la casa y subir por la escalera, trepó por el montón de cuerpos y llegó al piso principal, una de cuyas ventanas le sirvió de puerta.

En otras muchas calles ocurría lo mismo. ¿Quién pensaba en abrir sepulturas? Por cada par de brazos útiles y por cada azadón había cincuenta muertos. De trescientos a cuatrocientos perecían diariamente sólo de la epidemia.

Montoria, al ver tal cúmulo de muertos, habló así:

—Mi hijo y mi nieto no pueden tener el privilegio de dormir bajo tierra. Sus almas están en el Cielo: ¿Qué importa lo demás? Les acomodaremos ahí, en la puerta de la calle de las Rufas… Ea, señores, despachemos pronto, que quizás hagamos falta en otra parte.

—Señor don José —dijo don Roque llorando— retírese usted también, que los amigos cumpliremos este triste deber.

—No, yo soy hombre para todo y Dios me ha dado un alma que no se dobla ni se rompe.

Entre él y yo cargamos el cadáver de Manuel, Agustín cogió el del niño, para ponerlos en la entrada del callejón de las Rufas, donde otras muchas familias habían depositado sus muertos. Montoria, luego que soltó el cuerpo, exhaló un suspiro, y dejando caer los brazos, como si el esfuerzo hecho hubiera agotado sus fuerzas, dijo:

«Es verdad, ¡porra!: Yo no puedo negar que estoy cansado. Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro viejo». Efectivamente: Montoria estaba viejísimo, y una noche había condensado en él la vida de diez años.

¡Dios mío, cuan difícil y penoso fue apartar de aquel sitio a las inconsolables madres! Casi a cuestas hubimos de llevarlas por entre un gentío en que se destacaban los grupos de mujeres consternadas y las escenas dolorosas. Don Roque y dos ancianos, amigos de la familia, quedaron custodiando los cuerpos en la calle de las Rufas.

Es aquel mismo día tuve ocasión de apreciar la tremenda rivalidad entre el gran patriota aragonés y don Jerónimo de Candiola. Este hombre sin entrañas no se recataba para manifestar su alegría por la muerte del primogénito de Montoria. La celebraba como un triunfo personal, y un designio de la Providencia en favor suyo. En cambio, don José, que con él hubo de tropezarse en el Coso, le pidió perdón por las ofensas verbales de aquel día… Al quitarle mediante pago los costales de harina, no hizo más que cumplir las órdenes de la Junta de Abastos. Lejos de imitar a Montoria en su cristiana conducta, Candiola vomitó contra él injurias atroces y repugnantes, renegando de los patriotas y del patriotismo, amenazando con tomar represalias cuando en la ciudad hubiese autoridades y justicia conforme a regulares leyes. Era en verdad un hombre insidioso y vil, que por cobardía no dejaba entrever sus traidoras intenciones.

Y esta fiera discordia entre los padres había de poner a los hijos en grave conflicto de amor, porque muerto Manuel Montoria, y siendo Agustín el llamado a perpetuar el nombre y lustre de la familia, antes se juntaría el Cielo con la Tierra que autorizar don José y doña Leocadia el casamiento de su hijo con Mariquita Candiola. Ni ésta ni su inocente novio creían ya en el milagro de la Virgen del Pilar. La Virgen les abandonaba y el rosado cuento de Agustín terminaría forzosamente en una convulsión trágica. No habría bodas como no se celebraran entre llamaradas del Infierno.

El 3 de febrero se apoderaron los franceses del Convento de Jerusalén, que estaba entre Santa Engracia y el Hospital. La acción que precedió a la conquista de tan importante posición fue tan sangrienta como las de las Tenerías, y allí murió el distinguido comandante de ingenieros don Marcos Simonó. Por la parte oriental poco adelantaban los sitiadores, y en los días 6 y 7 todavía no habían podido dominar la calle de Puerta Quemada.

Las autoridades comprendían que era difícil prolongar mucho más la resistencia, y con ofertas de honores y dinero intentaban exaltar a los patriotas. En una proclama del 2 de febrero, decía Palafox a los que pedían recursos: «Doy mis dos relojes y veinte cubiertos de plata, que es lo que me queda». En la del 9 se quejaba de la indiferencia y abandono con que algunos vecinos miraban la suerte de la patria, y después de suponer que el desaliento era producido por el oro francés, amenazaba con grandes castigos al que se mostrara cobarde.

Mi batallón se había fundido en el de Extremadura, pues el resto de uno y otro no llegaba a tres compañías. Agustín Montoria era capitán, y yo, que a mediados de enero recibí galones de sargento, fui ascendido a alférez el día 2. No volvimos a prestar servicio en Tenerías, y lleváronnos a guarecer a San Francisco, vasto edificio que ofrecía buenas posiciones para tirotear a los franceses, establecidos en Jerusalén.

Desde el día 4 empezaron los franceses a minar el terreno para apoderarse del Hospital y de San Francisco, pues harto sabían que de otro modo era imposible. Para impedirlo contraminamos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran a nosotros, y este trabajo ardoroso en las entrañas de la tierra a nada del mundo puede compararse. Entre los golpes de nuestras piquetas oíamos, como un sordo eco, el de las piquetas de los franceses, y después de habernos batido y destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche de aquellos sepulcros para acabar de exterminarnos.

En esta penosa tarea nos relevábamos con frecuencia, y en los ratos de descanso salíamos al Coso, sitio céntrico de reunión y al mismo tiempo parque, hospital y cementerio general de los sitiados. Una tarde (creo que la del 5) comentábamos en la portería de San Francisco las peripecias del sitio, opinando todos que bien pronto sería imposible la resistencia. El corrillo se renovaba constantemente.

La comodilla de aquel día fue que algunos malos patriotas habían traspasado las líneas visitando el campo francés con ánimo de acelerar la rendición por reprobados medios. Alguien acusó a Candiola de andar en estos odiosos tratos. El lo negó. Era calumnia, infame tramoya de sus enemigos para perderle. Un compañero nuestro aseguró después haberle visto franquear la última barricada frente a Jerusalén. La opinión se condensó tan vigorosamente contra Candiola que una tarde hubimos de dar una verdadera batalla en el Coso para salvarle de la muerte.

Os contaré brevemente la verdad de la execrable traición del gran tacaño de Zaragoza. Jerónimo de Candiola vino muy niño de Baleares a la capital de Aragón con sus padres, en la calle de San Voto, con un comercio mísero de loza ordinaria y cordelería. Vivió la familia algunos años pobremente. Jerónimo, cuando apenas contaba doce años, fue monaguillo en las monjas de Jerusalén. Conocía un paso subterráneo, que arrancando de aquel convento, pasaba por San Diego y Santa Rosa y concluía en la casa llamada de los Duendes. Desde los sótanos de ésta bastaba una corta galería para llegar debajo de la sala capitular de San Francisco. Candiola fue al campo francés, se puso en comunicación con un capitán de suizos llamado don Carlos Lindener, que había pasado del servicio de España al de Francia, y… lo demás lo comprenderéis fácilmente por el hecho terrible que voy a referiros.

Hallábame yo en la calle de San Gil al servicio de las piezas que allí habíamos emplazado, cuando nos estremeció una detonación tan fuerte que ninguna palabra del lenguaje tiene energía para expresarla. Creímos que la ciudad entera era lanzada al aire por la explosión de un inmenso volcán abierto bajo sus cimientos. Todas las casas temblaron, oscureciéndose el Cielo con inmensa nube de humo y de polvo, y a lo largo de la calle vimos caer trozos de pared, miembros despedazados, maderas, tejas, lluvias de tierra y material de todas clases.

¡La Santa Virgen del Pilar nos asista! —exclamó don José de Montoria—. Parece que ha volado el mundo entero. ¿Qué es esto? ¿Existe todavía Zaragoza?… Ha volado el convento de San Francisco. ¡Porra!, traición hay aquí, ¡mil porras!

Gravemente herido en una pierna, el gran patriota andaba con dificultad. «Traición…, ha sido traición —gritábamos todos».

Acercóse a nosotros el locuaz mendigo de quien hice mención en las primeras páginas de este relato.

—Sursum Corda —le dijo Montoria—, dame tus muletas que para nada las necesitas.

—Déjeme su merced llegar a aquel portal —replicó el cojo— y se las daré. No quiero morirme en medio de la calle.

—¿Te mueres tú?

—¡Así parece! La calentura me abrasa. Estoy herido en el hombro desde ayer y todavía no me han sacado la bala.

Siento que me voy… Tome usía las muletas…

Con ellos pudo avanzar un poco Montoria hacia el lugar de la catástrofe. Los franceses habían cesado de hostilizar el convento por el lado del hospital; pero asaltándolo por San Diego ocupaban a toda prisa las ruinas, que nadie podía disputarles. Conservábase en pie la iglesia y torre de San Francisco.

Espantado quedé oyendo hablar a Montoria y a un oficial de Ingenieros de la posibilidad de arrojar a los franceses de las ruinas del Convento de San Francisco. Comprenderéis la sublimidad de este absurdo cuando sepáis que dos o tres docenas de hombres extenuados, hambrientos, descalzos, medio desnudos, algunos de ellos heridos, se sostuvieron todo el día en la torre; mas no contentos con esto, extendiéronse por el techo de la iglesia, y abriendo agujeros aquí y allí, sin atender al fuego que se les hacía desde el hospital, arrojaban granadas de mano contra los franceses, obligándoles a abandonar el templo al caer la tarde. Toda la noche pasó en tentativas del enemigo para reconquistarlo; pero no pudo conseguirlo hasta el día siguiente, cuando los tiradores del tejado se retiraron, pasando a la casa de Sástago.

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