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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

X

Según oí decir, los franceses habían dado una hora de plazo para rendirnos. La Junta pedía un armisticio de cuatro días. El mariscal Auguerau no quiso acceder a ello, y, por último, después de muchas idas y venidas de un campo a otro, quedó estipulada nuestra rendición a las siete de la noche del 10 de diciembre.

Durante la noche los vecinos y los soldados, sabedores ya de las principales cláusulas de la capitulación, inutilizaron las armas o las arrojaron al río, y al amanecer, los que podían andar, que eran los menos, salieron por la puerta del Areny para depositar en el glacis unas cuantas armas, si tal nombre merecían algunos centenares de herramientas viejas y fusiles despedazados.

En honor de la verdad debo decir que los franceses entraron sin orgullo, contemplándonos con cierto respeto, y cuando pasaban junto a los grupos donde había más enfermos nos ofrecían pan y vino. Durante todo el día estuvieron entrando carros cargados de víveres, que, estacionados en las plazas de San Pedro y del Vino, servían de depósito, a donde todo el mundo iba a recoger su parte. ¡Comer!, ¡qué novedad tan grande! Sentíamos el regreso del cuerpo que volvía, después de larga ausencia, a ser apoyo del alma.

Dadme albricias porque al fin, señores míos, me reconocí con bríos para andar veinte pasos seguidos, aunque apoyándome con la mano derecha en un palo y con la izquierda en las paredes de las casas. El aspecto de Gerona en el fúnebre día de la rendición era por demás horrendo. En calles y plazuelas vi ruinas, fétidos charcos, casas despanzurradas mostrando su interior como una desnudez repugnante, insepultos cadáveres de hombres y animales, murallas deshechas, bastiones reducidos a polvo, vestigios de un pueblo estoico, que no sabe rendirse sino muerto.

Cuando llegué a la calle de Cort-Real vi en casi total ruina, ¡ay, dolor!, la casa donde se albergaban los míos. Dijéronme los vecinos que el señor Nomdedéu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; de Siseta nada se sabía; Badoret y Manalet vagaban aún por las calles. Contristado con tales noticias, y viendo que no había para mí otro guión de mis pesquisas que el dédalo de las calles, a éstas me lancé animoso. La suerte me favoreció, pues a la media hora de correr preguntando di con los dos muchachos que de Mercadal venían jadeantes, la ropa en andrajos, los pies heridos, los rostros cadavéricos… Su mísero estado no me dio tiempo a la compasión; antes que ésta entró en mi alma el júbilo con la noticia que fue su saludo apenas me vieron: Siseta vivía, Siseta se hallaba en el aposento alto de la casa de Ferragut, el mismo donde encontré a Badoret dormido el día de la epopeya ratonil y de la captura de Napoleón.

Mi espíritu se iluminó; cesaron la incertidumbre y el horroroso miedo de quedarme viudo antes de casado…

—¡Adelante, hijos, arriba! Llevadme a donde está vuestra querida hermana.

Extenuada encontré a Siseta y dolorida de mi ausencia, pero al fin Dios nos reunía, y los cuatro nos abrazamos, lamentando la falta del pobrecito Gasparó, que se había ido conforme al Cielo… Como ya, rendida la plaza, teníamos sano alimento, Siseta no tardó en reponerse… Vivíamos, y esto no era poco en aquellos tiempos de trágica desolación. Acabo aquí mi cuento en lo que tiene de personal, añadiendo, para rematar el cuadrito, que don Pablo Nomdedéu perdió el juicio y su hija lo recobró. La intensidad de las impresiones en los días terribles de muerte y hambre fue para ella como heroico y decisivo medicamento. El buen don Pablo, que al ver razonable a su hija, desvariaba con graciosa locuacidad, no hacía más que reír y frotarse las manos, repitiendo como estribillo mental el famoso Similia similibus.

Pero aún me queda otra parte del cuento, y es que, como prisionero de guerra, tenía que partir a Francia con todos los defensores de Gerona. La razón de no haber partido al día siguiente de la rendición fue que me incluyeron entre los enfermos, y a éstos, como al propio Gobernador, don Mariano de Castro, se nos concedieron algunos días hasta que nos hallásemos en disposición de emprender el penoso viaje.

Salimos, pues, el 21 de diciembre (¡Adiós Siseta, adiós Badoret y Manalet, cara esposa y hermanitos míos! Volveré). Delante iba rodeado de gendarmes el coche en que llevaban al gran Alvarez; seguían los oficiales; detrás íbamos los sargentos y soldados, convalecientes de graves heridas o de la epidemia. La procesión no podía ser más lúgubre. No se oía más que lengua francesa, que hablaban en voz alta y alegre nuestros dominadores. Los españoles íbamos mudos y tristes… El 22, a las tres de la tarde, llegamos a Figueras. Al General encerraron en el castillo de Figueras, después de someterle a un necio, impertinentísimo interrogatorio. Se le pedían cuentas de su heroísmo, de su inaudita constancia y espartana entereza. Alvarez respondió: «Si sois hombres de honor, habríais hecho lo mismo en mi lugar».

Sin más que un descanso nocturno, seguimos el áspero camino: en Junquera nos detuvimos un poco; pasada la frontera llegamos a Perpiñán, y nos metieron en el Castillet, airosa fortaleza de ladrillo, obra del Rey don Sancho. Al héroe de Gerona le metieron en un tenebroso aposento a manera de calabozo. No pudo Alvarez contener su enojo, y a sus indignos carceleros increpó en esta forma: «¿Es este sitio propio para vivienda de un General? ¿Y son ustedes los que se precian de guerreros?».

Los demás fuimos aposentados en sitios inmundos, y el alcaide nos notificó que nos daría de comer, siempre que lo pagáramos en buena moneda española. Allí estuvimos hasta que con diciembre terminó el trágico año de 1809, enfermos todos, y más que enfermo moribundo el insigne Alvarez de Castro, que como caballero cristiano sufrió su cruel martirio corporal y las villanías y burlas de sus carceleros… En esto se recibió la orden de que fuésemos internados. De Perpiñán nos sacaron escoltados por tropa y gendarmería; hicimos noche en Sitjans, donde la culta Francia nos ofreció el caso de mayor vilipendio que podríais imaginar. Sacaron de su coche al General y le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza llena de estiércol, donde no había cama, ni sillas, ni nada que se pareciese a un mueble, siquiera fuese el más mezquino y pobre. Agotada la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel inmundo sitio para quien por su categoría, y además por su lastimoso estado, tenía derecho a extremadas consideraciones, no pudimos contener la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos al jefe de la gendarmería… Por último, el cochero, con orden o por simple tolerancia del jefe de la fuerza introdujo en la cuadra una cama en que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa resistencia parecía tocar ya al último límite.

A la mañana siguiente, cuando nos poníamos de nuevo en marcha, aparecieron guardias a caballo que traían una orden para el jefe que nos conducía. Éste, abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio a conocer su contenido, el cual era que Monsieur Alvarez debía volver a España. Nos alegramos de veras por la esperanza de ver pronto a la patria querida, y hasta sospechamos si nos dejarían en libertad luego que traspasásemos la frontera.

Pero Dios irritado y Francia vengativa no querían que nuestras desdichas tuviesen término. Es el caso que cuando con el mayor gozo pisábamos la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostróse muy contrariado, y habiéndose trabado ligera reyerta entre éste y uno de los portadores del oficio, oímos esta frase, que, aunque dicha en francés, fácilmente podía ser comprendida: «Monsieur Alvarez debe volver, pero los demás españoles no».

Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado General, dejándonos a todos en Francia, mientras él se le llevaba solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó desolación en la comitiva. Algunos, cerrando los puños y vociferando como insensatos, dijeron que antes se dejarían hacer pedazos que abandonar a su General; otros, creyendo mal camino para convencer a nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe de los gendarmes que nos dejase seguir. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir y consolar a nuestro querido Gobernador; pero todo fue inútil. Como complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba. Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su muerte, que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta era la rabia contra aquél que había detenido durante siete meses frente a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomos de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas, y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar, considerando que los franceses perdieron en ellos veinte mil hombres.

La separación era, por el implacable rigor francés, absolutamente inevitable. Despidiéndonos con ánimo sereno, el General nos dijo que renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa nacional, y que, aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba con aquella idea. Recomendónos la prudencia, la conformidad, la resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir, para poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el nuestro. El cupé partió a escape, y nos quedamos en Francia, sujetados por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir las demostraciones de nuestra ira. Seguimos desesperados y con los ojos llenos de lágrimas el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y cuando dejamos de verle, uno de los ayudantes, bramando de ira, exclamó:

—Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie lo vea.

¿Sucedió lo que temíamos? ¿Murió el general Alvarez en el castillo de Figueras? ¿Quién cortó aquella vida? ¿Dios o Francia? ¿La Historia no ha puesto en claro esta enorme y pavorosa cuestión?

Expiró Alvarez en su cárcel, sin que se diera explicación facultativa de aquel paso de este mundo al otro. El cadáver fue expuesto en unas parihuelas a la vista del pueblo del gran hombre muerto.

La muerte del héroe de Gerona, ya fuese criminal golpe asestado por la venganza, ya fuese consecuencia física de los padecimientos crueles a que le sometieron sus cautivadores, quedó y quedará siempre en la historia como indeleble borrón del Imperio.

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