I
Relación de Andrés Marijuán.
Entré en Gerona a principios de febrero del año 9 y me alojé en casa de un cerrajero de la calle de Cort-Real. A fines de abril salí con la expedición que fue en busca de víveres a Santa Coloma de Farnés, y a los pocos días de mi regreso, murió a consecuencia de las heridas recibidas en el segundo sitio aquel buen hombre que me había dado asilo. Creo que fue el 6 de mayo, es decir, el mismo día en que aparecieron los franceses, cuando al volver de la guardia en el fuerte de la Reina Ana, encontré muerto al señor Mongat, rodeado de sus cuatro hijos que lloraban amargamente.
Hablaré de los cuatro huérfanos, que ya lo eran completamente por haber perdido a su madre algunos meses antes. Siseta o como si dijéramos Narcisita, la mayor en edad, tenía poco más de los veinte, y los tres varoncillos no sumaban entre todos igual número de años, pues Badoret (Salvadorillo) apenas llegaba a los diez; Manalet (Manolín) no tenía más de seis y Gasparó (Gaspar) empezaba a vivir, hallándose en el crepúsculo del discernimiento y de la palabra.
Cuando penetré en la casa y vi cuadro tan lastimoso no pude contener mis lágrimas y me puse a llorar con ellos. Yo les amaba, y como mi buen humor y franca condición propendían a enlazar el alma de aquellos inocentes con la mía, en algunos meses de trato Siseta, Badoret, Manalet y Gasparó correspondían a mi leal cariño. Cuando yo iba de guardia, bien a Montjuich, bien a los reductos del Condestable o del Cabildo, los tres muchachos, incluso Gasparó, me seguían con sendas cañas al hombro, remedando con la boca el son de cajas y trompetas, o relinchando al modo de caballos.
Como digo, al verles sin padre y en completa soledad y abandono les consolé como pude, y al día siguiente, después que echamos tierra al buen cerrajero, tomé por la mano a Siseta y llevándola a la cocina le dije:
—Durante cuatro meses he comido vuestro pan. Verdad que también os he dado el mío… Ahora, con la muerte del buen Mongat os habéis quedado huérfanos… No importa…, quiero decir, no hay que apurarse. Tú serás la madre de tus hermanos, y yo seré su padre, porque…, ya te lo he dicho, Siseta…, he decidido ahorcarme contigo… Más claro: nos ahorcaremos tú y yo delante de un altar.
Oído este discursillo Siseta, sin decir cosa alguna, entregóse al arreglo de los trastos míseros, y ordenarlo todo y limpiar el polvo. Los chicos me rodearon al punto, corriendo precipitadamente a traer sus cañas, palos y demás aparatos de guerra, viéndome yo obligado, en razón de esta diligencia, a recomendarles gran celo en el servicio de la patria y el Rey, pues bien pronto, si los franceses apretaban el cerco, Gerona necesitaría de todos sus hijos, aun de los más pequeñitos. Por último, después que durante media hora pusieron armas al hombro y, en su lugar, cebaron, cargaron, atacaron e hicieron varias descargas imaginarias, pero que retumbaban en el angosto taller, les vi soltar las armas, decaído el marcial ardor y volver a su hermana con elocuente expresión los ojos: —¿Qué? —pregunté yo, comprendiendo lo que significaba aquel mudo interrogatorio. Siseta, ¿no hay qué comer?
Siseta, disimulando su emoción, registraba los negros andamios de una alacena, en cuyas cavernosas profundidades la infeliz se empeñaba en ver alguna cosa.
No necesité saber más. Corrí al cuartel a pedir que me adelantaran la ración del día siguiente, y con esto y siete cuartos que ahorrados tenía saldríamos del paso. «Mañana, Dios dirá». Cuando yo estaba de vuelta con mi ración y mis cortos dineros pasó por delante de la tienda el señor don Pablo Nomdedéu, habitante en el piso superior de la casa, y trabamos conversación desmayada y triste sobre la escasez de vituallas que padecían los pobres gerundenses. Invitóme don Pablo a subir con él a su casa, lo que acepté gustoso, porque me agradaba platicar con hombre tan erudito de cosas de la guerra y del terrible asedio que nos esperaba.
Don Pablo Nomdedéu era médico. En el respetábamos al excelente vecino, al sabio y al hombre caritativo y bondadoso. Más aventajado que viejo se hallaba en aquellos días, por obra del estudio y de los pesares. Vivía en apacible medianía, consagrado fuera de casa al trato facultativo de los enfermos del hospital, dentro a las prolijas atenciones y exquisitos cuidados que ponía en su hija única, enferma de doloroso, incurable mal. Era Josefina una belleza consumida, un ángel marchito en la flor de la edad. De una fuerte y pavorosa impresión provenía su desorden nervioso y la irreparable turbación de su espíritu. Estaba sorda y casi paralítica.
—Su existencia, que ha venido a ser de plomo —decía don Pablo—, pende de una hebra de seda.
Según consta en un Diario escrito por el doctor Nomdedéu, y que luego vino a parar a mis manos, el trastorno y grave dolencia de la señorita databan del año anterior, relacionándose fatídicamente con un ruidoso hecho histórico. Ruidoso lo llamó porque fue el bombardeo de Gerona por el general Duhesme, que al acercarse a la plaza se dejó decir estas arrogantes palabras: «El 24, llego; el 25, ataco; el 26, la tomo, y el 27, la arraso». El hombre que tales bravatas decía, igualándose a César, era forzosamente un necio. Llegó, en efecto, y atacó; pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna como fuese su propia soberbia. Víctima del bombardeo fue la familia de mi don Pablo en las circunstancias horripilantes que voy a ir refiriendo.
Vivía entonces la familia en la calle de la Neu, cerca de la plaza. Un día en que los franceses redoblaron el mortífero fuego contra la plaza, mi buen don Pablo, creyéndose más seguro cuanto más lejos del techo estuviera, se instaló en el portal de la casa, y allí se hizo servir la comida. Acompañábanle Josefina y el prometido de ésta, su primo Anselmo Quixols. A medio comer, una granada penetró por la techumbre, y horadando tablas y cielorrasos, cayó en el portal, donde estalló con horrible estruendo, causando estragos espantosos. Anselmo quedó muerto en el acto, el criado fue mortalmente herido, el ama de llaves, señora Sumta, también, aunque sin gravedad; don Pablo recibió un golpe; sólo Josefina resultó ilesa en apariencia. ¡Pero qué trastorno en su organismo, qué desquiciamiento, qué perturbación en su pobre alma!
La horrenda explosión, el súbito peligro, la muerte de su primo y futuro esposo, el riesgo de que ardiera toda la casa, hirieron con golpe tan rudo la débil naturaleza de Josefina, que desde entonces ya no fue la señorita graciosa, discreta y amable, sino un ser lastimoso, que se aniquilaba entre el dolor y la melancolía. Los cuidados del padre lograron atenuar en ella el desorden epiléptico, los aplanamientos con desvarío sosegado. Cuando yo la conocí, Josefina era un alma doliente y tristísima, encerrada en la menor cantidad posible de materia. Mostrábase a veces su inteligencia con repentinos fulgores, que se iban apagando hasta llegar a una oscuridad casi completa.
Pasaba los días la interesante inválida en un sillón junto a la ventana, dejándose acariciar por los rayos del sol. En su falda ponía don Pablo los libros que había de leer: Don Quijote, Gil Blas… A su lado tenía una mesilla con papel y lápiz, pues estaba enteramente sorda y por medio de la escritura se comunicaba con su padre. Todo el empeño de éste era hacerle creer que vivíamos en un mundo de delicias, que Gerona era toda paz, abundancia y alegría, que no había guerra, ni bombas, ni tiros de fusil y cañón, que Francia no pensaba ya en conquistarnos, y que el Imperio Napoleónico no existía ya más que en la Historia. Empleaba el buen don Pablo el ardid de estas sutiles ficciones para sostener a su enfermita en un equilibrio nervioso y mental indispensable para su existencia, pues en cuanto la pobre olía guerra o sospechaba bombas, o veía en los rostros inquietudes o cavilaciones, recaía en sus violentos espasmos.