IX
Cuando el espíritu, calmada la agitación del combate, tuvo tiempo de dar paso a la compasión, al frío terror producido por la vista de tan grande estrago, se presentó a los ojos de cuantos quedamos vivos la escena del navío en toda su horrenda majestad. El «Santísima Trinidad» se hundía, amenazando sepultarnos a todos, vivos y muertos, en el fondo del mar. Apenas entraron en él los ingleses, un grito resonó unánime, proferido por nuestros marinos:
—¡A las bombas!
Todos los que podíamos acudimos a ellas y trabajamos con ardor, pero aquellas máquinas imperfectas desalojaban una cantidad de agua bastante menor que la que entraba. De repente, un grito, aún más terrible que el anterior, nos llenó de espanto. El agua invadía rápidamente el último sollado y algunos marinos asomaron por la escotilla gritando:
—¡Que se ahogan los heridos!
La mayor parte de la tripulación vaciló entre seguir desalojando el agua y acudir en socorro de aquellos desgraciados, y no sé qué habría sido de ellos si la gente de un navío inglés no hubiera acudido en nuestro auxilio. Estos no sólo transportaron los heridos a la tercera y a la segunda batería, sino que también pusieron mano a las bombas, mientras sus carpinteros trataban de reparar algunas de las averías del casco.
Rendido de cansancio, y juzgando que don Alonso podía necesitar de mi, fui a la cámara. Entonces vi a los ingleses ocupados en izar el pabellón británico en la popa del «Santísima Trinidad». Os diré que aquel acto me hizo pensar un poco. Siempre se me habían representado los ingleses como piratas o salteadores de los mares, gentezuela aventurera que no constituía nación y que vivía del merodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándolo con vivas aclamaciones; cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surco los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir como en España, muchas gentes hornadas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria.
En la cámara encontré a mi señor más tranquilo. Los oficiales ingleses que habían entrado allí trataban a los nuestros con delicada cortesía, y según entendí querían trasbordar los heridos a algún barco enemigo. Uno de aquellos oficiales se acercó a mi amo como queriendo conocerle y le saludó en español medianamente correcto, recordándole una amistad antigua. Contestó don Alonso a sus finuras con gravedad y después quiso enterarse por él de los pormenores del combate.
—¿Pero qué ha sido de la reserva? ¿Qué ha hecho Gravina? —preguntó mi amo.
—Se ha retirado en el «Príncipe de Asturias»; mas como se le ha dado caza ignoro si habrá llegado a Cádiz.
—¿Y el «San Ildefonso»?
—Ha sido apresado.
—¿Y el «Santa Ana»?
—También ha sido apresado.
—¡Vive Dios! —exclamó don Alonso, sin poder disimular su enojo—. Apuesto a que no ha sido apresado el «Nepomuceno».
—También lo ha sido.
—¡Oh!, ¿está usted seguro de ello? ¿Y Churruca?
—Ha muerto —contestó el inglés con tristeza.
—¡Oh! ¡Ha muerto! ¡Ha muerto Churruca! —exclamó mi amo con angustiosa perplejidad—. Pero el «Bahama» se habrá salvado, el «Bahama» habrá vuelto ileso a Cádiz.
—También ha sido apresado.
—¡También! ¿Y Galiano? Galiano es un héroe y un sabio.
—Sí —repuso sombríamente el inglés—; pero ha muerto también.
—¿Y qué es del «Montañés»? ¿Qué ha sido de Alcedo?
—Alcedo…, también ha muerto.
Mi amo no pudo reprimir la expresión de su profunda pena, y como la avanzada edad amenguaba en él la presencia de ánimo propia de tan terribles momentos hubo de pasar por la pequeña mengua de derramar algunas lágrimas, triste obsequio a sus compañeros. Mi amo lloró como hombre, después de haber cumplido con su deber como marino; mas reponiéndose de aquel abatimiento, y buscando alguna razón con que devolver al inglés la pesadumbre que éste le causara, dijo:
—Pero ustedes no habrán sufrido menos que nosotros. Nuestros enemigos habrán tenido pérdidas de consideración.
—Una, sobre todo irreparable —contestó el inglés con tanta congoja como la de don Alonso—. Hemos perdido al primero de nuestros marinos, al valiente entre los valientes, al heroico, al divino, al sublime almirante Nelson.
Y con tan poca entereza como mi amo el oficial inglés no se cuidó de disimular su inmensa pena: cubrióse la cara con las manos y lloró, con toda la expresiva franqueza del dolor, al jefe, al protector, al amigo.
Nelson, herido mortalmente en mitad del combate, según después supe, por una bala de fusil que le atravesó el pecho y se fijó en la espina dorsal, dijo al capitán Hardy: «Se acabó; al fin lo han conseguido». Atormentado por horribles dolores no dejó de dictar órdenes, enterándose de los movimientos de ambas escuadras, y cuando se le hizo saber el triunfo de la suya exclamó: «Bendito sea Dios; he cumplido con mi deber».
Un cuarto de hora después expiraba el primer marino del siglo.