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Episodios Nacionales para Niños: VI

Episodios Nacionales para Niños
VI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VI

Lo que os he referido se repitió algunos días. Después vinieron circunstancias distintas, y todo cambió. Los franceses, escarmentados con la vigorosa y nunca vista defensa del 19 de septiembre, no se atrevían al asalto. Conocían la imposibilidad de abrir las puertas de Gerona por la fuerza de las armas, y se detuvieron en su línea de bloqueo, con intención de matarnos de hambre. El 26 de septiembre llegó al campo enemigo el mariscal Auguerau, que se había distinguido en las guerras de la República y en el Rosellón; trajo consigo más tropas, puso por todos lados cerco estrecho, encerrándonos de modo que no podía entrar ni una mosca.

Ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires. Ya no teníamos el triste recurso de buscar la muerte en las murallas, porque el enemigo no se cuidaba de asaltarlas; era forzoso cruzarse de brazos y dejarse morir, mirando la efigie impasible de don Mariano Alvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca, observando aquí y allí nuestras caras, por ver si alguna tenía trazas de cobardía o desaliento. Estábamos mortalmente aprisionados entre las garras de acero de su carácter, y no nos era dado exhalar una queja ni un suspiro, ni hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amábamos la libertad, la vida, la salud. En suma, le teníamos más miedo que a todos los ejércitos de Napoleón juntos.

Llegó el mes de octubre, y se acabó todo, señores: faltaron en absoluto la harina, la carne, las legumbres. No quedaba sino algún trigo averiado, que no se podía moler porque nos comimos las caballerías que movían los molinos. Se pusieron hombres; pero los hombres, extenuados de hambre, se caían al suelo. Quedaba el recurso de comer el trigo como lo comen las bestias: crudo y entero. Algunos lo machacaban entre dos piedras y hacían tortas, que cocían en el rescoldo de los incendios. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje, y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos, y se mantenían comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que enflaquecieran más; y al fin la carne de asno, que es la más desabrida de las carnes, se acabó también. Muchos vecinos habían sembrado hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aún en las calles; pero las hortalizas no nacieron. Todo moría: humanidad y naturaleza; todo era esterilidad dentro de Gerona, y empezó una guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor.

Yo padecía crueles penas, no sólo por mí, sino por la infeliz Siseta y sus tres hermanos. Estos eran al principio los mejor librados, porque ellos salían a la calle, y merodeando, husmeando aquí y allá, siempre sacaban alguna cosa. Pero llegó también el día en que Badoret, Manalet y Gasparó se cansaron de sus correrías por las calles, porque de todas partes eran expulsados los muchachos vagabundos, por la mala opinión que había respecto a la limpieza de sus manos. Flacos y casi desnudos, los tres chiquillos inspiraban profunda compasión, y formando lastimero grupo junto a Siseta, permanecían largas horas en silencio, sin juegos ni risas, tan graves como ancianos decrépitos, inertes y quebrantados.

Yo estuve tres días sin verles, porque mis obligaciones me impedían ir a la casa. Cuando fui, encontréles en la situación que he descrito. Siseta, no pudiendo contener su dolor, empezó a llorar amargamente, registrando después los últimos rincones de la casa por ver si parecía de milagro alguna vianda. Yo salí, volví a entrar, salí de nuevo y regresé, después de dar mil vueltas, con la terrible evidencia de que no podía encontrar nada.

Repentinamente, me ocurrió una idea salvadora. Teníamos en casa una preciosa gata con tres gatitos muy monos. No había más remedio que sacrificar al pobre animal y sus criaturas, sin reparar en que eran seres adherentes a la familia. Contestando a mis planes de matanza, Siseta me contestó lloriqueando:

«No te lo quería decir. En estos últimos días que has faltado de casa, don Pablo bajaba con frecuencia. Una tarde se me puso delante de rodillas, rogándome que le diera algo para su hija, pues ya no tenía víveres ni dinero para comprarlos. Cuando esto me decía, uno de los gatitos me saltó al hombro, y don Pablo, echándole mano con mucha presteza, se lo guardó en el bolsillo. Al día siguiente bajó de nuevo y me ofreció los muebles de su sala si le daba otro de los hijos de Pichota, y sin aguardar mi contestación, entró en la cocina, después en el cuarto obscuro, púsose en acecho, y lo mismo que un gato caza al ratón, así cazó él al gato. Cuando salió, tuve que curarle los arañazos que en la cara traía. El tercero pereció de la misma manera, y después de esto la gata huyó de la casa, tal vez por haber entendido que no está segura».

Siseta y yo convinimos en que era urgente rezar, con la esperanza de que, a fuerza de ruegos, nos enviase Dios, por sus misteriosos caminos, algo de lo que tanto necesitábamos. Pero rezamos, y Dios no nos mandó nada.

Por Badoret supe que la gata se había refugiado en el desván de una cuadra que había en el fondo del patio. Sin decir nada a Siseta ni a los chicos, fui a la cacería del pobre animal. Juzgad de mi sorpresa cuando en el camaranchón obscuro me encontré a don Pablo armado de escopeta y cuchillo de monte. Ambos íbamos a lo mismo… El doctor pareció muy contrariado de mi presencia: la necesidad, razón de razones, me obligó a ser adusto ante el venerable señor, y a mostrarle mi propósito de no dejarme ganar la partida.

Movimos algunas cajas vacías; arrojamos a un lado pedazos de silla y un tonel… Sentimos el roce de un cuerpo que se deslizaba en el fondo de la pieza atropellando los hacinados objetos. Era la gata. Vimos en el fondo obscuro sus dos pupilas de un verde aurífero, vigilando con feroz inquietud los movimientos de sus perseguidores.

No os cansaré refiriéndoos la cacería. Nomdedéu, reservándose la escopeta, con la cual creía cobrar fácilmente la pieza, me dio el cuchillo de monte. Después de varias peripecias venatorias en que el buen doctor, sin disparar su arma, fue horriblemente rasguñado, la gata pereció ensartada en el cuchillo, que supe esgrimir rápidamente, cogiendo al animal en uno de sus saltos furibundos… Dueño de la res, propuse a mi compañero de caza que la partiéramos. Esto era lo justo y razonable. Pero Nomdedéu, invadido del feroz egoísmo que desvirtuaba su natural bondadoso, la quiso toda para sí, y con salvaje furia me dijo, apuntándome con su escopeta: «Ladrón, suéltala o te asesino». También yo fui bárbaro y locamente egoísta por ley de la necesidad mía y de los míos; mas tuve bastante entereza para dominar mi anhelo ardiente, y sintiéndome más fuerte que él, le arrebaté el arma, arrojé al suelo el cuerpo del animal, y con generoso arranque dije al pobre señor, desesperado y loco: «Tómela usted entera, don Pablo. Se ha vuelto usted tigre. No quiero imitarle».

Sin pronunciar una palabra, mostrando la horrible agitación y crisis de su alma en un sordo mugido, recogió Nomdedéu el animal, y abriendo la puerta, se marchó.

Pasada la irascibilidad de aquel cuarto de hora, apenas me podía tener; volví junto a Siseta; en pocas palabras contéle lo ocurrido, y los tres muchachos me oyeron con espanto.

«No hay nada por hoy —les dije con angustia—. Voy a la calle a ver si encuentro una persona caritativa».

Siseta se abrazó a sus hermanos, lloraron en coro, y yo corrí desalado fuera de la casa. A mi paso por las calles vi familias desvalidas, formando horrorosos grupos de desolación en medio de la vía pública, los pies en el lodo, guarecida la cabeza del sol y la lluvia bajo miserables toldos de sucias esteras. Se arrancaban de las manos unos a otros la seca raíz de legumbre, el fétido pez del Oña, las habas carcomidas y los huesos de animales no criados para la matanza. Diestros carniceros, improvisados por la necesidad, perseguían por todos los rincones de Gerona a los pobres perros, que, bastante inteligentes para comprender su trágica suerte, buscaban refugio en lo más recóndito, y aun se atrevían a traspasar la muralla, corriendo a escape hacia el campo francés, donde eran acogidas con aplauso y algaraza tales pruebas de nuestra penuria.

En la calle de Ciudadanos y en la plaza del Vino vi muchos enfermos que habían sido sacados de los sótanos para que se murieran menos pronto. Su mal era de los que llamaban los médicos fiebre nerviosa castrense, complicada con otras muchas dolencias, hijas de la insalubridad y del hambre.

La calle o callejón de la Forsa, que conduce desde la Zapatería Vieja a la catedral, era una horrible sentina, una acequia angosta y lóbrega, donde algunos seres humanos yacían como en sepultura, esperando quien les socorriese o quien les matase. Entramos en ella, conducidos por el intendente don Carlos Beramendi, y recogimos los cuerpos vivos y medio vivos, muertos y medio muertos, sacándolos a las gradas de la catedral, donde les bañasen aires menos corruptos. La catedral ya no podía contener más enfermos, y la plaza se fue convirtiendo en hospital al descubierto. Allí, en lo alto de la gradería, vi aparecer a don Mariano Alvarez, que daba algunas disposiciones para el socorro de los heridos. Gran número de gente le rodeaba, y entre ellos vi con sorpresa a don Pablo Nomdedéu con otros médicos, individuos de la Junta de Salubridad y varias personas influyentes. La multitud vitoreó a Alvarez, quien no dijo nada, absteniéndose de manifestar disgusto ni alegría por la ovación, y descendió tranquilamente.

En esto llegó junto a mí don Pablo, que se había separado un poco de la comitiva. «Andrés —me dijo—, no me guardes rencor por lo de esta mañana. Se trata de vivir, amigo del alma, y el pícaro instinto de conservación convierte al hombre en fiera… Indigno linaje humano, ¿qué eres? Un gran estómago y nada más… ¡Ay de mí!… ¿Es posible que esto se prolongue? No, no puede ser. Mira qué horroroso aspecto presenta la gradería cubierta de cuerpos humanos».

Alvarez, con su comitiva, seguía bajando, y la multitud apartábase para abrirle paso.

«Señor —le dijo Nomdedéu, volviéndome la espalda—. Olvidé decir a vuecencia que los medicamentos que tenemos no bastan ni para la décima parte».

Don Mariano miró fríamente y sin marcada expresión al médico. ¡Qué bien vi entonces al célebre Gobernador, y cuán presentes se quedaron desde entonces en mi mente sus facciones, su mirar y sus palabras! La cara pálida y curtida, los ojos vivos, el pelo cano, la figura delgada y enjuta, la contextura de acero, la fisonomía imperturbable y estatuaria, la tranquilidad y la serenidad juntas en su semblante: todo lo examiné y todo lo retuve en la memoria.

«Si no hay bastantes medicinas —replicó—, empléense las que hay, y después se hará lo que convenga».

—Pero señor —indicó tímidamente don Pablo—, los enfermos no admiten espera. Si no se les cura… podremos tirar un día, dos…

Alvarez paseó serenamente la vista por el anfiteatro, y después, volviéndose a Nomdedéu, le dijo:

«Ninguno de ellos se queja. Pronto recibiremos auxilios. La plaza no se rendirá, señor Nomdedéu, por falta de medicinas».

—¡Oh, señor! —dijo el médico temblando—, yo me atrevo a decir a vuecencia que Gerona ha hecho ya bastante por la Religión, la Patria y el Rey. Ha llegado ya al límite de la constancia, señor, y…».

Alvarez agitó ligeramente el bastón de mando en la mano derecha, y sin inmutarse dijo a Nomdedéu:

«Veo que sólo usted es aquí cobarde. Bien: cuando ya no haya víveres, nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después resolveré lo que más convenga».

Siguió Alvarez su camino. Nomdedéu se quedó atrás, y llevándome en dirección de la plaza de San Félix, me dijo:

«¡Oh, si yo fuera solo en el mundo, Andrés! Si yo no tuviera más que mi indigna persona, si no tuviera otro cuidado que la visita al hospital y el recorrido de los enfermos que están en la calle, yo mismo le diría a don Mariano: “Señor, no nos rindamos mientras haya uno que pueda vivir, almorzándose a los demás”». Pero mi hija no tiene la culpa de que una nación quiera conquistar a otra… Sin embargo, humillemos la frente ante este inflexible Gobernador, más valiente que Leónidas, más patriota que Horacio Cocles, más enérgico que Scevola, más digno que Catón. Es un hombre que en nada estima la vida propia ni la ajena, y como no sea el honor, todo lo demás le importa poco. En las jornadas de septiembre, cuando Vives el capitán de Ultonia se disponía para una pequeña excursión al campo enemigo, preguntó a don Mariano que a dónde se acogería en caso de tener que retirarse. El Gobernador le contestó: «Al cementerio». ¿Qué te parece? ¡Al cementerio! Es decir, que aquí no hay más remedio que vencer o morir; y como vencer a los franceses es imposible, porque son ciento y la madre, saca la consecuencia…

El doctor detúvose a examinar varios enfermos, y corrí a casa de Siseta para llevarles lo poco que había recogido.

Juntamente conmigo entró Badoret, que había salido a hacer una excursión por la plaza de las Coles, y volvía tan alegre y saltón, que le juzgué portador de víveres para ocho días. A las preguntas de Siseta contestó abriendo los puños para mostrar algunas piezas de cobre, y cerrábalos después bailando de contento en medio de la sala.

—¿De dónde traes esos cuartos? ¿Los has cogido en alguna parte?

—Me los han dado por el ratón… Andrés, un ratón tan grande como un burro. En cuanto llegué con él a la plaza, un viejo soltó tres reales por él. Mi hermana no lo quiso. Pues lo vendí.

—Mira, Andrés —me dijo Siseta—, luego que tú te fuiste, estos condenados bajaron al patio, y por la puertecilla que está junto al pozo, se metieron en la casa del canónigo don Juan Ferragut, que está abandonada, como sabes. A poco volvieron con una rata tan grande como de aquí a mañana… ¡Qué uñas! ¡Qué rabo!

La necesidad me obligó a encarecer y ponderar la carne de ratón, disputándola por una de las más sabrosas y nutritivas. Siseta rechazó con repugnancia mis ratoniles opiniones. Después comimos de las menudencias que yo llevé, y atendimos al pobrecito Gasparó, que estaba enfermo. Llamamos a don Pablo, el cual no nos tranquilizó. «Dadme aire puro —dijo—, dadme alimentos sanos, dadme drogas que no estén inficionadas, y curaré al niño. Aquí no hay ya más médico que don Mariano Alvarez, el cual nos ha dicho: “comeos los unos a los otros”».

Se retiró bufando. Parecía loco. Siseta destrozó un mueble para convertirlo en leña; calentó agua; aplicó al enfermo en diversas formas una terapéutica de su invención, compuesta de agua tibia en bebida, en friegas, en rociadas, en compresas.

Por la noche, cuando volví al lado de Siseta, la encontré más tranquila, engañada por el aparente alivio del pobre niño. Su principal inquietud consistía entonces en la ausencia de Badoret y Manalet, que, a pesar de lo avanzado de la hora, no volvían a casa. Los traviesos chicos aparecieron al siguiente día tras larga ausencia, llenos de rasguños, contusiones, magulladuras y mordidas; pero muy contentos con los cuartos que recientemente les había proporcionado su industria venatoria. A pesar de este refuerzo pecuniario, aquel día fue el abastecimiento de la casa más penoso y difícil que otro alguno, y Siseta, desmejorándose por grados, perdía robustez y salud de hora en hora.

Funestísimo fue para nosotros aquel día, porque en él cayeron dos granadas en la casa del canónigo Ferragut, medianera con la nuestra, y la explosión fue tal, que el tejado bajó a confundirse con los cimientos. Tuve noticia del siniestro hallándome en Alemanes, y estuve en horrible ansiedad hasta que terminado mi servicio pude correr a la calle de Cat-Real. Con alegría vi que la casa en que morábamos estaba intacta, aunque en peligro de caerse también por la repentina falta e apoyo de la contigua. Di mentalmente gracias a Dios, y hallando a Siseta junto al lecho de su hermanito, que había empeorado sensiblemente. Los vagabundos Badoret y Manalet continuaban ausentes. ¿Habrían perecido entre los escombros de la casa del canónigo? No hallaba yo medio de tranquilizar a Siseta, ni en lo humano había consuelo posible para tal serie de infortunios, ensarzados en un fatal hilo como las cuentas de un rosario. Sin que le llamáramos, se nos presentó el infeliz don Pablo, que, después de pulsar y examinar al chiquillo, pronunció la escueta y desconsoladora formulilla terapéutica: «Agua, agua…». Luego, desarrugando el ceño, repitió sus jeremíacas peticiones de socorro.

—Andrés, Siseta, queridísimos amigos míos, vosotros que nadáis en la abundancia, socorred a este mendigo. Nada me queda ya: he vendido todos mis libros, y con las plantas de mi magnífico herbario, que he reunido durante veinte años, he hecho un cocimiento para dárselo a ella. Sólo me restan las plantas malignas o venenosas y la incomparable colección de polipodiums, que os puedo vender… ¿De veras no tenéis nada?

A nuestras reiteradas afirmaciones de penuria contesto de este modo:

—Sin duda tenéis vuestras arcas llenas de comestibles; lo menos tenéis ahí diez onzas de cecina y un par de docenas de garbanzos. Siseta, Andrés, amigos míos, ¿queréis el perrito que bordó en cáñamo mi difunta esposa cuando estaba en la escuela? ¿Lo queréis? Pues os lo daré, aunque es una prenda que he estimado como un tesoro, y de la cual hice propósito de no deshacerme nunca. Os cambio el perrito por lo que está guardado en el arca.

Abrimos el arca, mostrándole su horrenda vaciedad; pero ni aún así se dio por convencido. Estaba frenético, con apariencias de trastorno semejante a la embriaguez, y al hablar su lengua sin fuerza chasqueaba las palabras entonándolas a medias, como un badajo roto que no acierta a herir de lleno la campana.

Retiróse el afligido señor, que nos parecía un espectro, y yo, accediendo a los deseos de Siseta, corrí a la desplomada mansión de don Juan Ferragut, canónigo de la catedral, que desde los primeros días del sitio huyó de Gerona buscando lugar más seguro. Aunque este veterano de las milicias decentes de Cristo no figura en mi relación, debo indicar que era el primer anticuario de Cataluña; hombre eruditísimo, incansable en esto de reunir monedas, escarbar ruinas, descifrar epígrafes y husmear todos los rastros de pisadas romanas y carolingias en nuestro suelo.

Entrábase en la desierta casa por una puertecilla que comunicaba ambos patios, y que los vecinos solían tener abierta para venir a tomar agua en el pozo del nuestro. Cuando penetré en el patio hallé que una gran parte de éste se había trocado en recinto cubierto, por la acumulación de vigas y tabiques atascados en un ángulo antes de llegar al suelo. Aquel accidental techo no necesitaba sino ligero impulso, una voz fuerte, una trepidación insensible, para caer al suelo. Adelantando cuidadosamente llegué a la caja de la escalera, abierta a la luz y al aire por el hundimiento de las salas de la fachada y de una parte del techo, por donde penetraron las granadas. Cubrían el suelo muebles confundidos con trozos de pared, vidrios y mil desiguales fragmentos de preciosidades artísticas, materia caótica de la historia, que ningún sabio podía ya reunir ni ordenar. La escalera había perdido uno de sus tramos y para el ascenso era preciso trepar, saltando abruptas alturas.

En la imposibilidad de subir di voces al pie de la escalera por ver si desde aquellas solitarias cavidades me respondía alguno de los muchachos a quienes buscaba. Grité con toda la fuerza de mis pulmones:

—¡Badoret, Manalet!

Pero nadie me respondía. Recorrí todo lo bajo, explorando lo más escondido y lo más peligroso de los escombros… Por último, regresando al hueco oí un agudo silbido, que resonaba en lo más alto del tejado, y poco después apareció una figura, que desde arriba, con evidente peligro, se inclinaba para mirar hacia el fondo. Era Badoret, el cual, haciendo caracol con las manos, gritaba:

—¡Manalet, alerta!

Y luego, forzando la voz, añadió:

—¡Allá van! ¡Allá va Napoleón con toda la guardia imperial y la tropa menuda!

Dicho esto desapareció, y yo me quedé absorto esperando ver a Napoleón con toda la guardia imperial. En efecto, por la rota escalera, a escape tendido, descendía un inmenso rebaño de innumerables seres compuesto. Saltaban de peldaño en peldaño por entre los pedazos de vigas, y con ligereza suma franqueaban los claros de la escalera, gruñendo, chillando, escarbando, describiendo piruetas, curvas, círculos, y empujándose, confundiéndose y precipitándose unos sobre otros.

Delante iba el mayor de todos, individuo de privilegiada magnitud y belleza entre los de su clase, y seguíanle otros de menor talla, y muchos pequeños, entre los cuales los había jovenzuelos, juguetones, y no faltaban graciosos niños. No eran docenas, sino cientos, miles, ¡qué sé yo! Un verdadero ejército, una nación entera, masa imponente que en otras circunstancias me habría hecho retroceder con espanto. Las oscilaciones de sus largos rabos negros eran tales que parecían culebras corriendo en medio de ellos, y sus brillantes ojos de azabache expresaban el azoramiento y la ansiedad de retirada tan vergonzosa. Seguíalos yo con la vista, y por una oscura puertecilla que vi en la pared sumergiéronse todos en un segundo, como chorro que cae al abismo. Acerquéme a dicha puerta y grité:

—Manalet, ¿estás ahí?

Al principio no sentí rumor alguno, sino un lejano y vago son de hojarasca, que me pareció producido por las pisadas de la guardia imperial sobre montones de yerba seca. Pero al poco rato creí escuchar voces y lamentos que al principio parecieron aprensión mía el eco de mis propios gritos. Como se repitieran más acentuados, resolví aventurarme en lo interior del aposento oscurísimo que ante mí se abría.

Nada puede ver en los primeros momentos, mas a poco de estar allí distinguí las formas robustas de las tinajas y toneles, cajones rotos, arreos de caballerías y carros y mil objetos de indefinible configuración, que iban saliendo poco a poco de la oscuridad a medida que mis ojos a ella se acostumbraban.

De pronto sentí que las hojas sonaban pisadas por mil patitas, y los cabellos se me erizaron de espanto. ¿Por qué, si allí no había leones, ni tigres, ni culebras, ni ningún animal verdaderamente fuerte y temible? Lo cierto es que tuve miedo, un miedo inmenso que heló la sangre en mis venas, dejándome atónito y paralizado. Quise huir, y hundíme en la hierba seca. Revolví los ojos en tomo mío, y aumentó mi terror al ver que se disponía para acometerme por distintos lados, con la rabia de mil bestias feroces, todo el ejército imperial.

En un instante me sentí mordido y rasguñado en los tobillos, en las piernas, en los muslos, en las manos, en los hombros, en el pecho. ¡Infame canalla! Sus ojuelos negros y relucientes como cuentas, me miraban gozándose en la perplejidad de la víctima, y sus hocicos puntiagudos se lanzaban con voracidad sobre mí. Grité, pateé, manoteé… La turba insolente, aguijoneada por el hambre, me atacaba furiosa. Hallándome sin defensa exclamé con angustia:

—¡Badoret, Manalet, venid en mi auxilio! ¡Socorro!

Por último, sacudiendo manotadas a diestro y siniestro, logré aminorar el vigor del ataque. Corrí de un lado para otro y me siguieron; subíme a un gran tonel, y veloces como el rayo subieron ellos también. Su estrategia era admirable: adivinaban mis movimientos antes de realizados, y como saltara de un punto a otro, me tomaban la delantera para recibirme en la nueva posición.

¡Terrible animal! ¡Qué admirablemente le ha dotado la Providencia para que viva a despecho del hombre! Le ha hecho omnívoro para que encuentre alimento en todas partes; le ha dado ligereza para que huya; blandura para que no se sientan sus alevosos pasos; finísimo oído para conocer los peligros; vista penetrante para que atisbe las máquinas preparadas en su daño, y agudo instinto para burlar con hábiles maniobras las vigilancias exquisitas.

Además posee infinitos recursos, y como bestia cosmopolita, que igualmente se adapta a la civilización y al salvajismo, posee vastos conocimientos en diversos ramos: es ingeniero, y sabe abrirse paso por entre paredes y tabiques para explorar nuevos mundos; es arquitecto habilísimo, y se labra grandiosas residencias en los sitios más inaccesibles, en los huecos de las vigas y en los vanos de los tapiales; es audaz navegante, y sabe recorrer a nado largas distancias de agua, cuando su espíritu aventurero le obliga a atravesar lagunas y ríos; se aposenta en las cuadernas de los buques, dispuesto a comerse el cargamento si le dejan, y a echarse al agua en la bahía para tomar tierra si le persiguen; es insigne mecánico, y posee el arte de transportar objetos frágiles y delicados; es geólogo insigne y minero, pues si advierte que no disfruta de grandes simpatías a flor de tierra, se mete allí donde jamás respiró pulmón humano, y construye bóvedas admirables por donde entra y sale orgullosamente, comunicando casas y edificios, y huertas y fincas, con lo cual abre ricas vías al comercio y destruye rutinarias vallas.

Poseyendo un gran sentido civilizador, se acomoda al carácter de las comarcas y regiones que escoge para desarrollar su genio activo… Nada respeta: en el tocador de la dama elegante se come los perfumes, y en casa del boticario las medicinas. En la iglesia engulle las reliquias de los santos, y en los teatros se apropia de los coturnos de Agamenón y la loriga de don Pedro el Cruel. Artista a veces, si el destino le lleva a los museos, se almuerza a Murillo y cena con algo de Rafael, y en los gabinetes de los anticuarios y eruditos se convierte en uno de éstos por la influencia de la localidad, es decir, que se traga los libros.

Todas estas eminentes cualidades las desplegó contra mi la inmensa falange. Reponiéndome, al cabo de algún tiempo, de mi primitivo susto, arrebaté un palo que al alcance de mi mano vi, y haciendo pie firme sobre el tonel, comencé a descargar golpes a todos lados, increpando a mis enemigos con todos los vocablos insultantes, groseros y desvergonzados de la lengua española. Al fin, amiguitos míos, a fuerza de trabajo y constancia, pude adquirir el convencimiento de que no sería devorado.

Cuando me vi libre de la guardia imperial (pues no renuncio a darle este nombre), me hallaba tan cansado, que di con mi cuerpo en tierra.

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