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Episodios Nacionales para Niños: XII

Episodios Nacionales para Niños
XII
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

XII

Seguíamos navegando en el desmantelado «Santa Ana», prisionero de los ingleses, y en la mañana del 23 vimos en él un suceso, por demás, extraordinario. En aquel desastre, el desastre mismo se desarrollaba con sorprendentes e inesperados lances. Tan terrible tragedia no podía llegar a su desenlace sin estupendos episodios. Increíble parece, pero es verdad histórica indubitable que el general Alava, comandante del «Santa Ana», aprovechando una coyuntura favorable, intentó y logró el rescate de su navío, amparado por los fuegos del «Asís», el «Montañés» y el «Rayo», tres de los que se retiraron con Gravina, el 21, y volvieron a salir para auxiliar a las naves dispersas. Inaudito caso de bravura, pues para llevarlo a feliz término fue menester infundir la vida y el arrojo a tripulantes heridos o extenuados de hambre y fatiga. Pues este imposible fue posible, y los ingleses que custodiaban el barco se convirtieron de vencedores en vencidos y la bandera española volvió a flamear donde por breve tiempo había ondeado la inglesa.

Pero este singular resurgimiento de energía o galvanización de un cadáver no nos valió mucho, porque el furioso sudoeste que se desencadenó por la tarde hubo de amargamos el gozo del breve y casi milagroso triunfo. A cinco leguas ya del puerto, cuando veíamos nuestras vidas en salvo y nuestra libertad asegurada, fue menester trasbordar al «Rayo», porque nuestro pobre «Santa Ana» no tenía gobierno y era ya segura presa de la mar bravía.

La situación empeoraba por momentos. Teníamos a bordo gran número de heridos, entre ellos el desdichado y heroico Medio-Hombre, que en la corta refriega del rescate recibió varios balazos en la maltratada armazón de su cuerpo. El trasbordo se hizo a media noche, con mar gruesa y viento achubascado y violentísimo, empresa que parecía superior a las fuerzas humanas. Pasado aquel trance de suprema ansiedad, de angustiosas peripecias, y bien seguro yo de haberlo presenciado, no puedo dejar de verlo en mi memoria como una oprimente pesadilla.

Cuando me vi en la cubierta del «Rayo» creí despertar de un mal sueño, me sentí resucitado que vuelve al mundo de los vivos. Mi pobre amo, don Alonso, a quien metidos en la cámara, sacó su rosario y rezando estuvo hasta el amanecer, sin parar mientes en mí. Al pobre señor se le había ido el santo al cielo y no se daba cuenta de su triste situación. Marcial fue conducido al sollado, donde le acompañé y asistí lo mejor que pude. Sus heridas y contusiones me parecieron graves; su ánimo, que era en él lo más fuerte, se hundía como una casa quebrantada por terremotos o un barco deshecho por las olas.

Dios tenía dispuesto, sin duda, que nuestras desdichas no tuviesen término o que pereciéramos todos para que en la catástrofe de Trafalgar no quedase uno sólo que pudiera contarlo. Frente a Cádiz, el «Rayo» se plantó como un caballo loco, y ni por buenas ni por malas quería entrar en la bahía. El violento sudoeste, que barría la costa, se lo llevaba por delante, al empuje de su escoba furibunda. Sin gobierno de timón ni velamen, corría desbocado. Por estribor íbamos dejando atrás Rota, Punta Candor, Regla, Chipiona, y, al fin, nuestro pobre y alocado «Rayo» fue a embarrancar en un playazo próximo a Sanlúcar, donde quedó clavadito y en disposición de que el mar lo deshiciera tabla por tabla.

Al instante, se pensó en el salvamento que había de hacerse, trasladándonos a una balandra que se nos acercó por la popa, pues la gente de tierra no podía prestarnos auxilio. Y cuando dio principio el trasbordo de nuestros heridos a la balandra pensé en el pobre Marcial, de quien nadie se acordaba; verdad que él no pedía socorro, y silencioso agonizaba en un rincón oscuro, sin otro anhelo que descansar pronto en el seno de su amorosa madre: la mar. Encontré al pobre viejo casi exánime; en su rostro, lleno de chirlos y garabatos, como una vieja códice histórica, vi el sello de la muerte. Su mano helada estrechó la mía. Creyérase que el contacto de mi mano caliente le restituía el ánimo perdido, porque pudo incorporarse, y sus labios articularon estas bien concertadas razones:

«Gabriel, hijo mío, yo me muero… Dicen que cuando uno se muere y no halla cura con quien confesarse debe hacerlo con el primero que encuentre. Pues yo, Gabrielillo mío, en este trance, me confieso contigo, y voy a trasbordar todos mis pecados desde mi conciencia a tus oídos… Escúchame… Digo que siempre he sido cristiano católico, postólico, romano, y que siempre he sido y soy devoto de la Virgen del Carmen, a quien llamo en mi ayuda en este momento; y digo también que si hace veinte años que no he confesado no fue por mí, sino por mor del maldito servicio y porque siempre lo va uno dejando para el domingo que viene… Jamás he robado ni la punta de un alfiler ni he dicho más mentiras que alguna que otra, para bromear. De los palos que le daba a mi mujer, hace treinta años, me arrepiento, aunque creo que bien dados estuvieron, porque era más mala que las churras, y con un genio más picón que los alacranes. No he faltado ni tanto así a lo que manda la Ordenanza; no aborrezco a nadie más que a los casacones, a quienes hubiera querido ver hechos picadillo; pero, pues dicen que todos somos hijos de Dios, yo os perdono, y así mismamente perdono a los gabachos, que nos han traído esta guerra. Y no digo más, porque me parece que me voy a pique. Yo amo a Dios y estoy tranquilo. Gabriel, abrázame, abarlóate al costado mío. Tú no tienes pecados y vas a andar finiqueleando con los ángeles divinos. Más vale morirse a tu edad que vivir en este emperrado mundo… Con que ánimo, chiquillo, que esto se acaba… El agua sube, y el “Rayo” se acabó para siempre. La muerte del que se ahoga es muy buena: no te asustes…, abrázate conmigo. Virgen del Carmen, llévanos contigo al Cielo, que, según dicen, está alfombrado con estrellas… Morimos en la mar salada… Lo que yo digo: de la mar al Cielo…».

Gritos apremiantes me llamaron… Expiró Medio-Hombre y yo corrí a salvarme, saltando de un brinco en la última lancha.

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Madrid, 2 de mayo
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