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Episodios Nacionales para Niños: VIII

Episodios Nacionales para Niños
VIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VIII

Pero con la desbandada del numeroso ejército no abandonaron el campo todos los combatientes; no: allí, enfrente de mí, arrastrando por el suelo su panza formidable, estaba uno, el más grande, el más fuerte, ¿por qué no decirlo?, el más hermoso de todos, fijando en mí el chispeante rayo de sus negras pupilas, con la oreja atenta, el hocico husmeante, las garras preparadas, el pelo erizado, y extendida la resbaladiza cola, escamosa y parduzca.

«¡Ah, eres tú, Napoleón! —exclamé en voz alta como si el terrible animal entendiese mis palabras—. Ya te reconozco. Eres el mayor y el más fuerte de todos… Infame, tu corpulencia y tu saber profundo te han dado el imperio».

Corrí hacia él; pero se escurrió ligeramente y le perdí de vista. Esta exploración me llevó muy adelante en la larga bodega. En un rincón de la última crujía había un tonel de los que llaman tercerolas, en pie, tapado con una baldosa, con aspecto muy parecido al de una colmena. Cierto vago rumor que de allí salía me hizo fijar la atención… La boca del tonel estaba de frente. Por dicha boca apareció un dedo; después, dos. En el mismo momento una voz infantil y cavernosa llegó a mis oídos diciendo:

—Andrés, ya te veo. Aquí estoy. Soy yo, Manalet. ¿Se ha ido esa canalla? Me metí aquí para que no me comieran, y he tapado mi casa con una baldosa. ¿Tienes algo de comer?

—No; ya puedes salir. No tengas miedo.

—Están ahí todavía. Siento sus patadas. Son cientos de miles. Ayer no había tantos; pero Napoleón se fue esta mañana y ha vuelto con no sé cuántos miles más. Toma este eslabón y esta yesca, Andrés. Prende fuego en un manojo de hierba, teniendo cuidado de que no se encienda todo, y verás como echan a correr.

Diome por el agujero el pedernal, eslabón y pajuela, y al punto hice fuego. Cuando el resplandor de la llama iluminó las obscuras bóvedas y muros, todos los caballeros corrieron despavoridos, y bien pronto no quedó uno.

—Se han ido, Manalet. Ya puedes salir.

Entonces vi que se levantaba la baldosa que tapaba el tonel, y aparecieron los cuatro picos negros de un bonete de cura. Debajo de este tocado sonreía con expresión de triunfo la cara de Manalet.

—Si tú no vienes —dijo—, ¿qué hubiera sido de mí?

—¡Bonito sombrero!

—Perdí la barretina, y como tenía frío en la cabeza…, ya ves.

—¿Y Badoret?

—Está en el tejado. Oye lo que nos pasó. Ayer cazamos algunos; pero no pudimos coger a Napoleón, que así le llamamos por ser el más grande y el más malo de todos. Cuando anocheció anduvimos dando vueltas por la casa y nos encontramos una cama… Nos acostamos en ella; pero no pudimos dormir, porque al poco rato sentimos un rum de dientes y uñas… Eran esos pillos que se estaban cenando la biblioteca. Nos levantamos, Andrés, y les apedreamos con los libros y con los muchos cacharros y figuritas de barro que el canónigo tiene allí.

De este modo, con estilo pueril y picaresco, siguió Manalet contándome la ratonil aventura, en que los dos hermanos mostraron habilidad estratégica y venatoria. Situados en la bodega, acosaban al menudo ejército y algunas piezas lograban coger con ingeniosas artes. Tuvieron la suerte de que la explosión de las granadas y el derrumbamiento del edificio les cogiera en los subterráneos. El susto fue grande; pero ningún daño sufrieron. Repuestos de su pavura, lanzáronse a divagar por las ruinas, advirtiendo que, destruida la casa, aumentaba desmedidamente la grey ratonil, y que ésta, con Napoleón al frente, audazmente recorría lo alto y lo profundo. Por un agujero que había debajo del tonel pasaban a los almacenes de la Argentería, y de aquí a la plaza de las Coles, donde tenían comunicación subterránea con el río…

Oída la relación de Manalet le propuse que subiésemos en busca de su hermano, y trepando por la destrozada escalera llegamos a un cuarto interior, el único aposento que en habitabilidad relativa se encontraba. En una cama, perteneciente sin duda a la servidumbre del señor canónigo, encontramos a Badoret profundamente dormido. Despertámosle no sin trabajo. El travieso rapaz, que en su rudo aprendizaje de la vida y en su vagabunda actividad había llegado a la perfección picaresca, me llevó a que viese los despedazados vestigios de la biblioteca, y allá me dijo: «Si el señor Marijuán quiere unas hojitas de manuscrito de ochocientos años y una copita de tinta superior, se lo puedo servir». Después me mostró un Niño Jesús de alfañique, regalo de las monjas al señor Montagud. Lo habían encontrado en el cajón de una cómoda. Destinaban este pequeño regalo a su hermano Gasparó; pero no en toda su integridad, porque ya Manalet se había comido una pierna del Niño, y Gasparó la mitad de la otra. Entendí que acabarían por comérselo todo.

Explicáronme luego sus planes para coger vivo al tremendo Napoleón. Badoret lo expuso en esta forma: «¿Ves este gran artesón? Pues lo ponemos boca abajo, levantado por un lado con una cañita; se ata a la punta alta de la cañita un hilito; se ponen debajo unos pedazos de ratoncillos muertos que hay en la escalera, los cuales quemaremos antes para que huelan; plantamos en el patio todo este artilugio, y nos escondemos en la escalera con el hilo en la mano para poder tirar sin que nos vean. Hacemos humo en el sótano. Salen todos, con el gran Napoleón a la cabeza, y éste los lleva al artesón, que es España; empiezan a roer, diciendo: “Qué buena conquista hemos hecho”; entonces tiramos del hilo, y España se les cae encima, cogiéndolos vivos».

Dicho esto, cargaron con el artesón y bajáronlo al patio, y en un instante el industrioso aparato quedó muy bien instalado, con el cebo dentro y el hilo en su sitio. España estaba dispuesta; no faltaba más que la invasión francesa. Entré con Badoret en la bodega, y vimos que allí estaba la inmensa caterva ratonil, como en deliberación de la campaña que había de emprender. Rápidamente tapamos el agujero que les servía de comunicación con la calle de la Argentería, y mientras yo apaleaba con rápidos golpes a todo bicho viviente, acorralándolos entre las pipas, Badoret prendió fuego a una buena porción de hojarasca, y cuando el denso humo nos impedía la respiración, salimos al patio.

Pronto la puerta de la obscura cueva empezó a vomitar guerreros inflamados en bélico ardor. Corrieron por el patio en distintas direcciones, subieron la escalera, tomaron a bajar, y no pocos de ellos se acercaron al artesón, en quien veían los chicos nada menos que la representación genuina de nuestra querida y desgraciada madre España. Badoret, de improviso, impúsonos silencio, diciendo:

—Ahí viene; apártense todos, y abran paso a su grandeza. En efecto: el más grande, el más hermoso, el más gordo de aquellos guerreros, apareció en la puerta del subterráneo. Desde allí revolvió con orgullo a todos lados los negros ojos, y moviéndose despacio, arrastraba con elegantes ondulaciones el largo rabo. Contrajo el hocico, mostrando sus dientes de marfil, y rasguñó el suelo con majestuoso gesto. Anduvo largo trecho entre la turbamulta de los suyos, que con desdén miraba, y al llegar a mitad del patio vio aquel inusitado artefacto que teníamos dispuesto. Acercóse y estuvo mirándolo por diversas partes, sorprendido sin duda por su extraña forma. Muy por lo bajo, dije yo a Manalet:

—Este emperador tiene demasiado talento para meterse aquí.

Napoleón se acercó con paso resuelto. Aunque dotado de inmensa previsión y de penetrante vista, el humo de gloria que llenaba su cerebro había enturbiado sus poderosas facultades, y encontrándolo todo fácil, sin ver más que a sí mismo y a su feliz estrella, precipitóse decididamente dentro de España. El hilo funcionó, y cayendo con estrépito la artesa, su majestad cayó en la trampa.

—¡Ah, pícaro, tunante, ladrón! —gritó Badoret saltando de gozo—. Ahora las vas a pagar todas juntas.

—Irá vivo al mercado —añadió el otro—, y nos darán por tu cuerpo nueve reales. Ni un cuarto menos, hermano Badoret.

Atado por el rabo el vencedor de Europa, los chicos querían llevarlo al mercado; pero yo lo tomé para mí, diciéndoles:

—Si trabajáis un poco más, no os faltarán reses bien gordas que llevar a la plaza.

Quedáronse allí. Harían sin duda nuevas y valiosas presas.

Atravesé la puertecilla que comunicaba el patio de la casa de Ferragut con el de la mía, cuando tropecé con un duro cuerpo. Era Nomdedéu, que, sin ninguna insinuación cortés, poseído de brutal egoísmo, pretendió que le diese la hermosa presa que yo llevaba. Mi furor repentino no me dio tiempo ni aun para una negativa verbal. Yo no era hombre; era una bestia rabiosa que carecía de discernimiento para reconocer su estúpida animalidad… Me arrojé sobre Nomdedéu; le derribé sin trabajo; le increpé con bárbaro rugido; clavé mis dedos en el cuello enjuto del doctor, le sofoqué hasta que los brazos de éste se extendieron en cruz… Exhaló don Pablo un gemido, y cerrando los ojos quedó mudo, inerte.

Me levanté jadeante, y sin lástima miré al hombre sin ventura que a mis pies yacía. Napoleón, que durante la lucha se había visto libre, huyó arrastrando la cuerda que era como prolongación de su cola… Pasé yo a mi casa, y en el taller encontré a Siseta acurrucada y llorosa. A su lado vi el cadáver de Gasparó, y más al fondo advertí la presencia de una tercera persona.

Era Josefina, que, hallándose sola por largo tiempo en su casa, había bajado arrastrándose. A la vista de Siseta, me sobrecogió un temor inmenso, una angustia de que no puedo dar idea, y mi conciencia, que poco antes estuvo en sombras, me inundó de improviso con espantosas claridades. Un gran impulso de llanto se determinaba en mi interior; pero no podía llorar. Retorciéndome los brazos, golpeándome la cabeza, exclamé sin poder contener el grito de mi alma irritada:

—Siseta, soy un criminal. He matado al señor Nomdedéu. Soy una bestia feroz. El quería quitarme lo que yo guardaba para ti.

Siseta no me contestó. Estaba estupefacta y muda, y la extenuación, juntamente con el profundo dolor, la tenían en situación parecida a la estupidez. Josefina me miraba con espantados ojos, que me parecieron los ojos de su padre.

Anhelando arrojar lejos de mí las terribles imágenes que me acosaban, volvíme a Siseta y le dije:

—Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó? ¡Pobre niño! Y tú, ¿cómo estás? ¿Te hace falta algo? ¡Hay! Huyamos de esta casa, salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia a descansar a la sombra de mis olivos.

Un extraordinario y vivísimo ruido exterior no me dejó lugar a más reflexiones ni a más palabras. Sonaban cajas, corría la gente; la trompeta y el tambor llamaban a todos los hombres al combate. Siseta alargó lentamente el brazo y con su índice me señaló la calle.

—Ya, ya lo entiendo —dije—. Don Mariano nos llama. Vamos a morir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí están los chicos…, Badoret y Manalet, que entraron diciendo:

—Hermana Siseta, trece reales, traemos trece reales. ¿Has arreglado a Napoleón? ¿En dónde está Napoleón?

Manalet llevaba el Niño Jesús de alfeñique con las piernas y brazos de menos, y el cuerpo y cabeza muy lamidos.

Con mi fusil al hombro corrí por las calles. Estaba ciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo desfallecido apenas podía sostenerse; pero lo cierto es que andaba, andaba sin cesar… Fui a la muralla de Alemanes, hice fuego, me batí con desesperación contra los franceses que venían al asalto, gritaba como los demás y me movía como los demás. Era la rueda de una máquina y me dejaba llevar engranado a mis compañeros. No era yo quien peleaba; era una fuerza superior, colectiva, un todo formidable que no paraba jamás. Lo mismo era para mí morir que vivir. Este es el heroísmo, a veces un impulso deliberado y activo; a veces un ciego empuje, un abandono a la general corriente, una fuerza pasiva, el mareo de las cabezas, el mecánico arranque muscular…

En el fragor de aquel pugilato entre gigantes pude darme cuenta, sin dolor alguno, de que todo daba vueltas en derredor mío: combatientes, muralla, cielo y tierra giraban… Sin saber cómo, quedé apartado del conjunto activo. Fuerza poderosa me arrojó hacia atrás, y al caer, bañado en sangre, exclamé en voz alta:

—¡Gracias a Dios que me he muerto!

Un paisano, que por no tener arma se contentaba con arrojar piedras, arrancó el fusil de mis manos inertes, y ocupando mi puesto gritó con alegría:

—Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fusil!

Fui primero hollado y pisoteado… Después, manos piadosas me apartaron… Las monjitas diéronme de comer y curaron mi lacerado cuerpo, diciéndose unas a otras:

—El pobrecillo no vivirá.

Ignoro dónde estaba, y no me era posible apreciar el tiempo que transcurría. Sólo en una ocasión recuerdo haber abierto los ojos adquiriendo la certidumbre de que me rodeaba obscurísima noche. En el cielo, tristes estrellas fulguraban con blanca luz… Otra vez abrí los ojos, y un accidente harto original me obligó poco después a empeñarme en usar la palabra. Entre la mucha gente que por allí en distintas direcciones discurría vi un muchacho en quien hube de reconocer a Badoret…

Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de un niño de pocos años, cuyas piernas y brazos colgaban hacia adelante. Así cargaba comúnmente a su hermano cuando vivía, y así lo llevaba muerto. Hice un esfuerzo y llamé al muchacho. Éste, que se inclinaba a examinar a los que allí en diversos puntos yacían, acercóse a mí y me dijo:

—Andrés, ¿tú también te has muerto?

—¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tu hermano?

—¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara al hoyo que hay en la plaza del vino; pero no quiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobre ya no llora ni chilla.

—¿Y tu hermana?

—Hermana Siseta no se mueve, ni habla, ni llora tampoco. La llamamos y no nos responde.

Algo más quise decirle; pero se me extinguió el don de la palabra…, nubláronse mis ojos cuando vi desaparecer a Badoret con su lúgubre carga.

La fiebre traumática me tomó por su cuenta, y uno tras otro diferentes delirios caldearon mi cerebro, reproduciendo los hechos anteriores a la situación en que me encontraba. Hablé con Siseta, hablé con Nomdedéu. A éste le dije: «Ah, señor don Pablo, los dos hemos muerto, y ahora nos juntamos en lo que llamábamos allá la otra vida; sólo que usted camina hacia el Cielo y yo voy derecho a los Infiernos…». Hablé también con Napoleón, persiguiéndole en su fuga… Cuando alcanzaba yo la cuerda, que era como prolongación de su rabo, el pícaro se me escabullía, volviéndose de vez en cuando para escarnecerme con groseras burlas…

Turnaban luego en mi cerebro los delirios horrorosos con los gratos, hasta que un día me reconocí en el uso normal de mis sentidos, y con el entendimiento en apacible claridad. Vi el cielo encima, en derredor mío mucha gente, y a mi lado un fraile. No se oían cañonazos, y el silencio, con serlo, parecía un ruido indefinible.

—Joven —me dijo el fraile—, ¿estás mejor? ¿Te sientes bien? Esa herida del pecho no es mortal.

—¿Qué ocurre, padre? ¿Qué día es hoy? ¿A cuántos estamos?

—Hoy es el 9 de diciembre, y ocurre una inmensa desgracia. Está enfermo don Mariano Alvarez. Hoy le ha entrado el delirio, y ha traspasado el mando al teniente de rey don Juan Bolívar. Desde que Alvarez está en cama, nadie considera posible la defensa. Sólo hay mil hombres disponibles, y aun éstos también están enfermos. A estas horas se celebra junta de jefes para ver si se rinde o no Gerona en este día.

Seguimos hablando. Yo puse a mis palabras acento de confesión cuando dije al fraile que me sentía muy arrepentido de haber dado muerte al doctor Nomdedéu, porque quiso quitarme un ratón gordo y lucido. «Hijo mío —repuso el fraile—, o estás aún delirando o confundiste con otro el señor Nomdedéu, pues tengo la seguridad de haber visto a éste hoy mismo, si no bueno y sano, al menos con vida».

Gozoso de la resurrección del buen doctor, pregunté al fraile si algo sabía de Siseta, y así me contestó: «Hijo, nada puedo decirte de esa joven. Sólo sé que la casa donde vivía el señor Mongat y el señor Nomdedéu ha sido destruida por una bomba ayer mismo. Tengo idea de que todos sus habitantes se salvaron, excepto alguno que se ha extraviado, y no se le puede encontrar».

¡Oh, ansiedad peor que la muerte; oh, incertidumbre peor que la certeza de las mayores desdichas! ¡Y yo clavado en aquella cama más lúgubre que un ataúd!

Alvarez, según oí, se agravaba por instantes, y recibió los sacramentos el mismo día 9; pero aún en tal situación insistía en no rendirse, repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto. Por la tarde corrió el rumor de que al día siguiente entrarían los franceses. La multitud acudió a la residencia del general y alborotó largo rato pidiendo a su excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza.

Dicen que Alvarez, en su delirio, oyó los populares gritos, e incorporándose dispuso que resistiéramos a todo trance. A pesar de esto ya no se hablaba más que de capitulación. ¡Capitular! Parecía imposible tal cosa cuando aún existía pegado a las esquinas el bando de don Mariano: «Será pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga la palabra capitulación u otra equivalente».

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