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Episodios Nacionales para Niños: III

Episodios Nacionales para Niños
III
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

III

¡El Arapil Grande! Era la mayor de aquellas dos esfinges de tierra, levantadas la una frente a la otra, mirándose y mirándonos. Entre las dos debía desarrollarse al día siguiente uno de los más sangrientos dramas del siglo, el verdadero prefacio de Waterloo, donde sonaron por última vez las trompas épicas del Imperio. A un lado y a otro del lugar llamado de Arapiles se elevaban los dos célebres cerros, pequeño el uno, grande el otro. El primero nos pertenecía; el segundo, a nadie pertenecía en la noche del 21. A nadie pertenecía, por lo mismo que era la presa más codiciada.

A la derecha del Arapil Grande, y más cerca de nuestra línea, estaba Huerta, y a la izquierda, en punto avanzado, formando el vértice de la cuña, Cavarrasa de Arriba. El de Abajo, mucho más distante, y a espaldas del Gran Arapil, estaba en poder de los franceses.

La noche era como de julio, serena y clara. Acampó la brigada Pack en un llano, para aguardar el día. Como no se permitía encender lumbre, los pobrecitos ingleses tuvieron que comer carne fría; pero las mujeres, que en esto eran auxiliares poderosos de la milicia británica, traían de Aldea Tejada y aun de Salamanca fiambres muy bien aderezados, que con el ron abundante devolvieron el alma a los desmadejados cuerpos. Gran martirio era para los highlanders que no se les consintiera en aquel sitio tocar la gaita entonando las melancólicas canciones de su país; y formaban animados corrillos, en los cuales me metí bonitamente, para tener el extraño placer de oírles sin entenderles. Erame en extremo agradable ver la conformidad y alegría de aquella gente, transportada tan lejos de su patria, sostenida en su deber y conducida al sacrificio por la fe de la patria misma… Un escocés fornido, alto, hermoso, de cabellos rubios como el oro y de mejillas sonrosadas como una doncella, levantóse al ver que me acercaba al corrillo, y en chapurrado lenguaje, mitad español, mitad portugués, me dijo:

—Señor oficial español, dignaos honrarnos aceptando este pedazo de carne y este vaso de ron, y brindemos a la salud de España y de la vieja Escocia.

—¡A la salud del Rey Jorge III! —exclamé yo.

Sonoros hurras me contestaron.

—El hombre muere y las naciones viven —dijo dirigiéndose a mí otro escocés que llevaba bajo el brazo el enorme pellejo henchido de una zampoña—. ¡Hurra por Inglaterra! ¡Qué importa morir! Un grano de arena que el viento lleva de aquí para allá, no significa nada en la superficie del mundo.

—¡Viva España!

—¡Viva lord Wellington! —grité yo.

Las mujeres lloraban, charlando por lo bajo. Su lenguaje, incomprensible para mí, me pareció un coro de pájaros picoteando alrededor del nido.

Los escoceses se distinguían por el pintoresco traje de cuadros rojos y negros, la pierna desnuda, las hermosas cabezas ossiánicas cubiertas con el sombrero de piel, y el cinto adornado con la guedeja que parecía cabellera, arrancada del cráneo del vencedor en las salvajes guerras septentrionales. Mezclábanse con ellos los ingleses, cuyas casacas rojas les hacían muy visibles a pesar de la obscuridad. Los oficiales, envueltos en capas blancas y cubiertos con los sombreritos picudos y emplumados, nada airosos por cierto, semejaban pájaros zancudos de anchas alas y movible cresta.

Con las primeras luces del día, la brigada se puso en marcha hacia el Arapil Grande. Pack distribuyó sus fuerzas, y las guerrillas se desplegaron. Los ojos de todos fijábanse en la ermita situada como a la mitad del cerro.

Subieron algunas columnas sin tropiezo alguno, y llegábamos como a cien varas de Santa María de la Peña, cuando la ondulación del terreno, descendiendo a nuestros ojos a medida que adelantábamos, nos dejó ver, primero, una línea de cabezas, luego una línea de bustos, después los cuerpos enteros. Eran los franceses. El sol naciente, que a espaldas de nuestros enemigos aparecía, nos deslumbraba, siendo causa de que los viésemos imperfectamente. Un murmullo lejano llegó a nuestros oídos… Rompióse el fuego. Las guerrillas lo sostenían, mientras algunos corrieron a ocupar la ermita.

A ésta precedía un patio, semejante a un cementerio. Entraron en él los ingleses; pero los imperiales, que se habían colado por el ábside, dominaron pronto lo principal del edificio con los anexos posteriores; así es que aún no habían forzado la puerta los nuestros, cuando ya les hacían fuego desde la espadaña de las campanas y desde la claraboya abierta sobre el pórtico.

El brigadier Pack, uno de los hombres más valientes, más serenos y más caballerosos que he conocido, arengó a los highlanders. A los míos hablé yo en español el lenguaje más apropiado a las circunstancias. Tengo la seguridad de que me entendieron.

El 23 de línea no había entrado en el patio, sino que flanqueaba la ermita por su izquierda, observando si venían más fuerzas francesas. En efecto, no tardó en aparecer otra columna enemiga. Esperarla, darle respiro, aparentar, siquiera fuese por un momento, que se le temía, habría sido renunciar de antemano a toda ventaja.

—¡A ellos! —grité a mi coronel.

—¡All right! —exclamó éste.

Y el 23 de línea cayó como avalancha sobre la columna francesa. Trabóse un vivo combate cuerpo a cuerpo; vacilaron un poco nuestros ingleses, porque el empuje de los enemigos era terrible en el primer momento; pero tornando a cargar con aquella constancia imperturbable que si no es el heroísmo mismo, es lo que más se le parece, toda la ventaja estuvo pronto de nuestra parte. Retiráronse en desorden los imperiales, o, mejor dicho, variaron de táctica, dispersándose en pequeños grupos, mientras les venían refuerzos.

Realmente no debíamos envanecernos, pues ignorábamos la fuerza que podían enviar los franceses detrás de las anteriores. Veíamos enfrente el espeso bosque de Cavarrasa, y nadie sabía lo que se ocultaba bajo aquel manto de verdura. ¿Serán muchos, serán pocos? Mirábamos el bosque, y el obscuro ramaje de las encinas no nos decía nada. Era una masa enorme de verdura, un monstruo chato y horrible que se aplanaba en la tierra con la cabeza gacha y las alas extendidas, empollando quizás bajo ellas innumerables guerreros.

De pronto vimos que el monstruo se movía; que alzaba una de sus alas; que echaba de sí un enjambre de homúnculos, los cuales distinguíanse allá lejos al costado de la madre, pequeños como hormigas. Luego iban creciendo, íbanse acercando…; de pigmeos tornábanse en gigantes; lucían sus cascos; sus espadas semejaban rayos flamígeros; subían en ademán amenazador columna tras columna, hombre tras hombre.

Con la presteza del buen táctico, Pack, sin abandonar el asedio de la ermita, nos mandó más gente y esperamos tranquilos. El bosque seguía vomitando gente.

—Es preciso combatir a la defensiva —dijo el coronel.

—A la defensiva, sí. ¡Viva Inglaterra!

—¡Viva el Emperador! —repitieron los ecos lejanos.

—¡Ingleses, Inglaterra os mira!

El clamor que antes nos contestara de lejos diciendo «¡Viva el Emperador!» resonó con más fuerza. El animal se acercaba y su feroz bramido infundía zozobra…

Ocupáronse al instante unas casas viejas y unos tejares que había como a sesenta varas a un lado y otro de la ermita, estableciéndose imaginaria línea defensiva, cuyo único apoyo material era una depresión del terreno, una especie de zanja sin profundidad, que parecía marcar el linde entre dos heredades. Pack dispuso sus fuerzas a la defensiva; con ojo admirable y rápido se hizo cargo de todos los accidentes del terreno, de las suaves ondulaciones del cerro por aquella parte, del peñón aislado, del árbol solitario, de la tapia ruinosa, y todo lo aprovechó.

Llegaron los franceses. Nos miraban desde lejos con recelo, nos olían, nos escuchaban.

¿Habéis visto a la cigüeña alargar el cuello a un lado y otro, de tal modo que no se sabe si mira o si oye, sostenerse en un pie, alzando el otro con intento de no fijarlo en tierra hasta no hallar suelo seguro? Pues así se acercaban los franceses… Instantáneamente la cigüeña puso los dos pies en tierra. Estaba en terreno firme. Sonaron mil tiros a la vez, y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre.

Yo había visto cosas admirables en soldados españoles y franceses tratándose de atacar; pero no había visto nada comparable a los ingleses tratando de resistir. Yo no había visto que las columnas se dejaran acuchillar. El viejo tronco inerte no recibe con tanta paciencia el golpe de la segur que lo corta, como aquellos hombres la bayoneta que los destrozaba. Había gente para todo: para morir resistiendo y para matar empujando. Por momentos parecía que les rechazábamos definitivamente; pero el bosque, sacando de debajo de su plumaje nuevas empolladuras de gente, nos ponía en desventaja numérica.

La mortandad era grande por un lado y por otro, más por el nuestro, y a tanto llegó, que nos vimos en gran apuro para retirar los muchos muertos y heridos que imposibilitaban los movimientos. El contrapeso sostenido a fuerza de arrojo no podía durar mucho. Que los franceses enviasen gente; que, por el contrario, las enviase Wellington, y la cuestión había de decidirse pronto; que la enviasen los dos al mismo tiempo, y entonces… sólo Dios sabía el resultado.

El brigadier Pack me llamó, diciéndome:

—Corred al Cuartel General y decid al lord lo que pasa.

Monté a caballo, y a todo escape me dirigí al Cuartel General. Cuando bajaba la pendiente en dirección a las líneas del ejército aliado, distinguí las masas del ejército francés moviéndose sin cesar; pero entre el centro de uno y otro ejército no se disparaba aún ni un solo tiro. Todo el interés estaba todavía en aquella apartada escena del Arapil Grande; en aquello que parecía un detalle insignificante, un capricho del genio militar que a la sazón meditaba la batalla decisiva. Los jefes, todos en pie sobre las elevaciones del terreno, sobre los carros de municiones y aun sobre las cureñas, observaban, ayudados de sus anteojos, la pericia del Arapil Grande, junto a la ermita.

—¿Por qué toda esta gente no corre a ayudar al brigadier Pack? —me preguntaba yo lleno de confusiones.

Era que ni Wellington ni Marmont querían aparentar gran deseo de ocupar el Arapil Grande, por lo mismo que uno y otro consideraban aquella posición como la clave de la batalla. Marmont fingía movimientos diversos para desconcertar a su enemigo; luego afectaba retirarse como si no quisiera librar batalla, y en tanto Wellington, quieto, inmutable, sereno, atento, vigilante, permanecía en su puesto observando al francés, y sostenía con poderosa mano las mil riendas de aquel ejército que quería lanzarse antes de tiempo.

Marmont quería engañar a Wellington; pero Wellington no sólo quería engañar, sino que estaba engañando a Marmont. Fingiendo no hacer caso del Arapil Grande, colocaba bastantes tropas en la derecha del Tormes para hacer creer que allí quería poner todo el interés de la batalla. En tanto, tenía dispuestas fuerzas enormes para un caso de apuro en el gran cerro. Pero ese caso de apuro, según él, no había llegado todavía, ni llegaría mientras hubiera carne viva en Santa María de la Peña. Eran las diez de la mañana. Cuando llegué al Cuartel General vi a Wellington a caballo, rodeado de multitud de generales. Antes de acercarme a él, ya había dicho yo expresivamente con el gesto, con la mirada:

—No se puede.

—¿Qué no se puede? —preguntó con calma imperturbable, después que verbalmente le manifesté lo que allá pasaba.

—Dominar el Arapil Grande.

—Yo no he mandado a Pack que dominara el Arapil Grande, porque es imposible —replicó—. Los franceses están muy cerca, y desde ayer tienen hechos mil preparativos para disputarnos esa posición, aunque lo disimulan.

—Entonces…

—Yo he mandado a Pack que impidiese al enemigo establecerse allí definitivamente. ¿Se establecerán? ¿No existen ya el 23 de línea, ni el 3.° de cazadores, ni el 7.° de highlanders?

—Existen… un poco todavía, mi General.

—Con las fuerzas que han ido después basta para el objeto, que es resistir, nada más que resistir… No creo que falte gente para entretener al enemigo unas cuantas horas.

—En efecto, mi General —dije—. Por muy aprisa que se mueran, ochocientos cuerpos dan mucho de sí.

Cuando esto decía, atendiendo más a las lejanas líneas enemigas que a mí, observé en él un movimiento súbito; volvióse al general Alava, que estaba a su lado, y dijo:

—Esto cambia de repente. Los franceses extienden demasiado su línea. Su derecha quiere envolverme…

Hacia el Tormes se extendía formidable masa de franceses, dejando un claro bastante notable entre ella y Cavarrasa. Era necesario ser ciego para no comprender que por aquel claro, por aquella juntura, iba a introducir hasta la empuñadura su terrible espada el genio del ejército aliado.

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