III
El patrimonio de aquella casa era bueno, aunque muy inferior al de otras familias de Andalucía y de Castilla; pero en la mente de la condesa bullía el audaz pensamiento de entroncar su linaje con otro de los más alcurniados y poderosos, casando a don Diego con la heredera de una nobilísima casa, dueña de inmensos estados esparcidos por toda la redondez de España. Con tales planes y designios vivía la señora en constante soñación halagüeña, sin descuidarse en los tratos y negociaciones para concertar la suspirada alianza. En Córdoba residían a la sazón las damas que representaban la casa poderosa; tenían parentesco por afinidades cercanas con los Afán de Ribera; la amistad se estrechaba más de día en día; todo iba bien; los anhelos de doña María marchaban por fácil camino hacia los reinos de Himeneo.
Para que el éxito fuera completo y redondo, trataba la condesa de dignificar al hijo casadero, sacándole de su infantil simplicidad y haciéndole galán y caballero de arrestos varoniles. Cuando vio cómo cundía el fuego de la guerra y supo que Andalucía preparaba un grande ejército al mando de Castaños tomó una resolución dolorosa para su corazón de madre, pero muy en armonía con sus deberes de jefe de una familia ilustre. Una mañana de los últimos días de mayo tomó asiento con desusada solemnidad en el sitial de honor de un estrado, hizo que las niñas se sentaran en taburetes bajos a un lado y otro, a don Pedro le puso a su derecha, en pie, como canciller o guarda-sellos de la casa, mandó a don Diego que, frente a ella, se colocara con toda compostura y rigidez y le echó este entonado discurso, que debo a la buena memoria del preceptor:
—Hijo mío, mucho te quiero. Tu muerte no sólo nos mataría de pena, sino que aniquilaría nuestra casa y linaje. Eres mi único varón, eres el alma de esta casa y, sin embargo, preciso es que vayas a la guerra. Sangre valerosa corre por tus venas y estoy bien segura de que a pesar de tus pocos años dejarás en buen lugar el nombre que llevas. Todos los jóvenes de la nobleza se deben a su rey y a su patria en estos terribles días en que un execrable extranjero se atreve a conquistar a España. Hijo mío, prefiero verte muerto en los campos de batalla y pisoteado por los caballos franceses a que se diga que el hijo del conde de Rumblar no disparó un tiro en defensa de su patria. Los hijos de todas las familias nobles de Andalucía se han alistado ya en el ejército de Castaños; tú irás también, con una escolta de criados, que armaré y mantendré a mis expensas mientras dure la guerra.
Al decir esto la marmórea cara de doña María no se inmutó, pero Asunción y Presentación rompieron a llorar. El primogénito palpitó de entusiasmo al tomar parte en un juego que no conocía y que, visto de lejos, es muy bonito.
Marijuán y yo llegamos cuando se hacían los preparativos y el equipo de guerra del mayorazgo. Todos trabajaban en aquella casa y no eran las menos atareadas las hermanitas del señor conde, porque a más de la delicadísima ropa blanca que con sus propias manos y bajo la inspección de la madre aparejaron, se ocupaban a toda prisa en arreglar unos lindos escapularios no sólo para él, sino para todos los de la cuadrilla.
Me venía muy bien pertenecer a la legión del lindo don Diego, la cual se componía de cinco números, que luego se elevaron a siete. Doña María nos equipó a todos, singularmente a mí, cambiando mis destrozadas ropas por otras flamantes. Teníamos, por la señora, una peseta diaria de soldada y manos libres, como era de uso inmemorial en tropas adyecticias. Marijuán y yo nos conceptuábamos dichosos, y ya se nos hacían siglos los minutos que faltaban para que saliéramos a los anchos y alegres campos de la guerra.
Poco tardó el día de la partida. El traje y arreos del joven don Diego eran elegantísimos: marsellés de paño pardo con finos adornos rojos y azules, calzón de ante, ancha faja color de amaranto, botas de cordobán, ladeado sombrero portugués con moña de felpa roja y cordón de oro. Sobre la faja llevaba la charpa, con dos pistolas y un cuchillo de monte. Remataba el guerrero atavío la espada, que era de las antiguas de tazón, conservada, con otros magníficos objetos, en los arcones de la casa. Equipados todos se nos dio a cada uno, a más del excelente caballo, un sable y dos pistolas. El bagaje se repartió entre todos. Un criado antiguo de la casa, que llevaba categoría de mayor general, se encargó del dinero; otro, que iba como Mariscal o albéitar, guardaba las ropas del condesito; Marijuán y yo distribuimos en nuestras alforjas las provisiones de boca. La partida fue alegre por nuestra parte; por las niñas, lacrimosa; por doña María, grave y circunspecta. Entre mil cosas pertinentes a sus deberes militares, la condesa encargó a su hijo encarecidamente que su primera obligación en Córdoba era visitar a las primas. Estas eran las ilustrísimas damas con cuyo linaje, tan antiguo como el mundo, había de entroncar el no menos noble y añejo de los Afán de Ribera.
Hasta fuera de la villa fue en nuestra compañía don Paco, el cual recordaba a su discípulo las máximas de Alejandro sobre la guerra, recomendándole una y otra vez que las pusiera en práctica al pelear contra los franceses y que cuidase de sostener siempre el orden oblicuo, disponiendo una segunda línea para asegurar las espaldas y los flancos, porque a esto —decía— debió el gran Macedonio que siempre quedaran victoriosas sus difalangarquías y tetrafalangarquías.
Con tan sabia máxima, que el heredero de Rumblar juró cumplir al pie de la letra, despidióse el sabio maestro y seguimos nuestra marcha muy contentos. No tomamos el camino real desde Bailén a Córdoba por no tropezar con la retaguardia del general Dupont, y en vez de las diez y ocho leguas y media de que consta aquella vía, tuvimos que andar unas veinticuatro, pues en nuestro rodeo fuimos a Menjíbar; desde allí, por Torre Jimeno, pasamos a Martos, y de Marios, por Alcaudete y Baena, fuimos a buscar en Castro del Río la margen derecha del Guadajoz.
En el camino supimos la derrota de los paisanos y soldados de regimientos provinciales en el puente de Alcolea, y en Alcaudete nos informaron de la entrada de los franceses en Córdoba y de la evacuación de aquella hermosa ciudad después de un saqueo vandálico. En la mañana del 18 un inmenso caserío blanco, que destacaba sobre el verde azul de la lejana sierra, infinidad de torres, minaretes, espadañas y cimborrios.