VII
Mi batallón no tomó parte en las salidas de los días 22 y 24, ni en la defensa del Molino de Aceite, y de las posiciones colocadas a espaldas de San José. En una de éstas, que bien podían llamarse escaramuzas, fue gravemente herido el hijo mayor de Montoria, Manuel. Su esposa y su madre, doña Leocadia, con solícitos cuidados, le sacaron adelante, y en febrero se le vio nuevamente en los lugares y ocasiones de mayor peligro. Por mi parte, tuve algún descanso después de las horribles jornadas del Reducto del Pilar. Durante unos días, mi única tarea fue acompañar a don José Montoria en la requisa que se hizo en toda la ciudad para remediar la escasez de provisiones de boca. La Junta de Abastos previno que sin demora se recogiera lo que los generosos vecinos quisieran dar, obligando a los reacios a vender el género a los precios que tuvo antes del sitio.
Sin dificultad, acopiamos diversos artículos, harina, embutidos, lana, sal, cecina, cebada, vino, etc…, ofrecidos con largueza patriótica por tenderos y comerciantes. Pero resistencia encontramos, y la más tenaz y vil fue la de aquel tío Candiola que antes os di a conocer, el padre de la novia de mi amigo Agustín Montoria. Hombre más sórdido, más cerrado a los requerimientos del patriotismo y la caridad, no he visto en mi vida. Creo que era, en toda Zaragoza, el único que se mostraba insensible al sacrificio heroico de los defensores de la ciudad.
Sabida por el gran Montoria la tacañería del aborrecido balear nos llevó a la casa de éste, llamamos a la puerta con estruendo, asomó por un ventanuco la espeluznante vieja doña Guedita, la cual quiso despedirnos con avinagradas expresiones, vimos después una hermosa mano que levantaba la cortina, dejando ver una carita inmutada y pálida, unos ojos grandes y vivos que dirigieron hacia la calle miradas de terror. Mi compañero Agustín, en cuanto vio la dulce imagen de Mariquilla, se escabulló bonitamente por no exponerse ante su padre a una escena desagradable y embarazosa con la doncellita de sus juveniles amores. Repetimos, a una orden de Montoria, los furibundos porrazos en la puerta. Esta se abrió al fin, y apareció el ogro, el maldito avariento y tirano doméstico, don Jerónimo de Candiola, echando veneno por ojos y boca. A la conminación de don José, pidiendo que se le entregaran los costales de harina al precio de cuarenta y ocho reales, señalado por la Junta de Abastos, contestó que no daría por menos de ciento sesenta y seis reales el costal de cuatro arrobas. Las atrocidades que uno a otro se echaron a la cara no son para reproducirlas. Injurioso y procaz estuvo el vejete usurero, tan insensible a la caridad como al patriotismo; severo y contundente se mostró el gran ciudadano Montoria, de cuya boca salieron aquel día, entre la andanada de vituperios y anatemas, todas las porras que almacenaba su alma fogosa para los casos de cumplimiento del deber en el orden militar y cívico.
El resultado fue que sacamos los costales de harina, pagándolos en buena plata al precio de cuarenta y ocho reales. Terminó la dramática escena con coletilla ballanguera y cómica. La mucha gente que se había reunido en la calle impidió al viejo Candiola entrar en su casa. Rodeándole al punto los chiquillos, que en alegre y marcial vanguardia llevábamos por delante, tomáronle por su cuenta. Unos le empujaban hacia adelante, otros hacia atrás; hacíanle trizas el vestido, y los más, tomando la ofensiva desde lejos, le arrojaban en grandes masas el lodo de la calle.
En cuanto depositamos los costales de harina en el almacén de la Junta de Abastos, busqué a mi amigo inseparable Agustín Montoria. Después de dar mil vueltas por la ciudad, le hallé, a la caída de la tarde, en el molino de pólvora, instalado hacia San Juan de los Panetes. Ayudaba con febril actividad a los que ponían en sacas y en barriles la cantidad fabricada en el día, que era de nueve a diez quintales. Horriblemente atribulado estaba el pobre chico por el atropello de la casa de su novia: aquel desagradable suceso agrandaba el inmenso abismo que le separaba de la realización de sus amorosos deseos. La idea de morir se posesionaba de su espíritu. Su mayor gusto sería rodearse de aquella enorme masa de pólvora, y darle fuego, y volar hasta el quinto cielo para caer mego hecho cenizas… Yo me reí. Por apartar de su mente tan lúgubres ideas, me le llevé a las Tenerías, donde se habían emprendido grandes obras de fortificación, para contrarrestar las cincuenta bocas de fuego que los franceses habían emplazado desde San José a la desembocadura de la Huerva. Defensas eran, como veréis luego, de mazapán y guirlache; pero las endurecía y amargaba el alma aragonesa que llevaban dentro.
Del trabajo en las fortificaciones descansábamos, ¡parece mentira!, transportando heridos al Pilar o a la Seo, desalojando casas incendiadas o bien llevando material a los señores canónigos, frailes y magistrados de la Audiencia, que hacían cartuchos en San Juan de los Panetes. El bombardeo, que no había cesado en todo el día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio. De vez en cuando los proyectiles horadaban casas y destruían familias. Mi amigo Montoria declarábame a cada momento su inquietud, no por el estrago de las bombas, sino por el temor de que en la casa de su novia Mariquilla hubiese ocurrido algún desastre. A todo trance quería llevarme hacia la Torre Nueva, pero yo, con firme tenacidad, me resistía por no abandonar nuestras obligaciones.
Ibamos por el Coso, serían las nueve de la noche, cuando se nos presentó Pirli, con su hábito de fraile ya en mil partes agujereado, y el morrión francés tan lleno de abolladuras y desperfectos en el pelo que el héroe, portador de tales prendas, más que soldado parecía una figura de Carnaval.
—¿Van ustedes al acarreo de heridos? —nos dijo—. Ahora se nos murieron dos que llevábamos a San Pablo. Allá quieren gente para abrir la zanja en que van a enterrar los muertos de ayer; pero yo he trabajado bastante y voy a descabezar un sueño en casa de Manuela Sancho… Dicen que los muchos difuntos envenenan el aire, y que por eso hay tanta gente con calenturas, las cuales despachan para el otro barrio más pronto que los heridos. Al paso que vamos, pronto seremos más los muertos que los vivos. ¿Queréis divertiros? ¡Pues no vayáis a abrir la zanja, sino a la cartuchería, donde hay unas mozas!…