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Episodios Nacionales para Niños: VI

Episodios Nacionales para Niños
VI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VI

En mi carrera no reparaba en los mil peligros que ofrecían las calles de Madrid. En la de Fuencarral el gentío era espeso. Oíanse fuertes descargas y cuando emboqué a la calle de la Palma por la casa de Aranda gritos de guerra llegaron a mis oídos.

Era entre doce y una. Con un gran rodeo pude entrar al fin en la calle de San José y desde lejos vi el alto balconcillo de mi casa, donde habían quedado don Celestino y la Princesita… Ésta salió un momento al balcón y al punto se retiró como asustada… Oí voces de triunfo.

Encontré a Pacorro Chivitos, que fue de los primeros en acudir a la jarana del Parque. Díjome que habían alcanzado una victoria, apoyados por las cuatro piezas que Daoiz echó a la calle. Pronto se convencieron de que los franceses no habían retrocedido sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue: cuando yo subía la escalera de mi casa sentí el rumor de la tropa cercana… Al verme entrar se alegraron extremadamente don Celestino y la niña y ésta me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual habían encendido dos velas.

—Aquí, Gabriel —me dijo el clérigo—, hemos presenciado actos de grande heroísmo. Los napoleónicos han sido rechazados.

Con rápida y temblorosa frase contó la Princesita lo que había visto. «Ha sido tremendo… Primero vimos que unos soldados daban golpes muy recios en la puerta del Parque… Después vinieron hombres y mujeres, muchos, muchos, pidiendo armas. Dentro del patio, un español con uniforme verde disputó un instante con otro de uniforme azul y luego se abrazaron, abriendo enseguida las puertas. ¡Ay, qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también ¡viva España! tres veces… Al momento, ¡pim!, empezaron los tiros de fusil y en seguida, ¡pum!, los de cañón, que habían salido empujados por mujeres… El del uniforme azul mandaba el fuego y otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor estatura, estaba dentro, disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora y las balas… ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre, y por todos lados el resplandor de esos cuchillos grandes que llevan en los fusiles».

Al decir esto, un terrible cañonazo hizo estremecer la casa. «¡Vuelven! —exclamó con grito de terror don Celestino—. Pero los nuestros ganan, ganan siempre… Virgen Santísima, y tú, Santiago, español santo, mirad por nosotros».

Tan excitado estaba yo que sin parar mientes en la Princesita ni en mi infantil leyenda abrí resueltamente la ventana. Desde allí pude ver los movimientos de los combatientes. Funcionaban cuatro piezas. Los artilleros me parece que no pasaban de veinte; tampoco eran muchos los de infantería, mandados por Ruiz, pero el número de paisanos no era escaso ni faltaban algunas heroicas amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial, de uniforme azul, mandaba las dos piezas colocadas frente a la calle de San Pedro la Nueva. Por cuenta del otro, del mismo uniforme y graduación, corrían las que enfilaban las calles de San Miguel y de San José, apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues por allí se esperaban más fuerzas francesas. La lucha estaba reconcentrada en la pequeña calle de San Pedro la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en considerable número. Para contrarrestar su empuje, los nuestros disparaban las piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los artilleros que los paisanos, y auxiliaba a los cañones la valerosa fusilería que, tras las tapias del Parque, en la puerta y en la calle, hacía fuego incesante.

Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta eran recibidos por los paisanos con una batería de navajas que causaban pánico y desaliento entre los héroes de las pirámides y de Austerlitz, al paso que el arma blanca en manos de estos aguerridos soldados no hacía gran estrago moral en la gente española por ser ésta de muy antiguo aficionada a jugar con ella.

Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos, pero esto no desalentó a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales de Artillería hacía uso de su sable con fuerte puño, sin desatender el cañón, cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos, el otro, acaudillando un puñado de hombres, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran los dos oficiales obscuros, sin historia, que en un día, en una hora, interpretando con alta inspiración la conciencia nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes mortíferos contra el gigantesco poder napoleónico. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la generosa embriaguez de los nuestros y también de los franceses, pues éstos evocaban sus recientes glorias para salir bien de aquel empeño, formaban un conjunto terrible ante el cual no existía el miedo ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador.

A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo comprendían, sin duda, los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva, y viendo que para meter en un puño a los veinte artilleros, ayudados de paisanos y mujeres, era necesario refuerzo de todas armas, trajeron más gente, trajeron un ejército, y la división de San Bernardino, mandada por Lefranc, apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artillería. Los imperiales daban al Parque, cercado de mezquinas tapias, las proporciones de una fortaleza y a la heteróclita pandilla las proporciones de un pueblo.

Hubo un instante de silencio durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por el continuo gritar… En aquel breve respiro me aparté de la ventana; pude observar el pánico de mis amigos y de las demás personas que llenaban la salita, a saber: nuestra patrona, Escolástica, otras dos mujeres y el hijo de aquélla, un niño de diez años llamado familiarmente Polo (Hipólito), travieso, espiritual, ávido de juguetes y diabluras patrióticas.

Súbitos disparos de cañón y fusilería nos aterraron. Creyérase que a nuestros pies reventaba un volcán. Las mujeres prorrumpieron en pavorosos chillidos e invocaciones a la Divinidad. Vi entonces que el inocente y el pacífico y angelical curita don Celestino se enardecía, se transfiguraba, como si en su mísero cuerpo se hubiera introducido un alma bravía, desalojando el alma de mansedumbre… Asomábase al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen y en sus labios se tropezaban al salir la plegaria y la imprecación. Así hablaba el buen clérigo: «¡Jesús, María y Santiago nos amparen! ¿No oís el grito de los pocos que aún viven? ¿No veis el arranque de esas bravas mujeres?… ¡Oh! Yo tiemblo…, sostenedme… No, no, dejadme que coja un fusil… Gabriel…, y tú también, también tú, Polo, y tú Inés, y vosotras, vamos todos a la calle… Asómate, Gabriel, verás que los hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa mas si no que un fusil cambia de mano… Mirad: avanza la artillería francesa… Ah, perros, todavía somos muchos, aunque seamos pocos…, venid, entrad… España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros…».

Y volviéndose a mí, y sacudiendo mi brazo y el del inocente Polo, gritaba: «¡Ah, si yo tuviera veinte años como vosotros…! Gabriel, Polo, ¿sabéis lo que es el deber…? ¿Sabéis lo que es el honor? Pues para que lo sepáis, oíd. Yo, que soy un viejo inútil; yo, que nunca he visto un combate; yo, que jamás he disparado un tiro ni aun para cazar; yo, que en mi vida he peleado con nadie; yo, que no puedo ver matar un pollo; yo, que siempre he tenido miedo a todo; yo, que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle no con armas, porque armas no me corresponden, sino con mi persona consagrada para decir: “Españoles, muramos todos antes que rendirnos a esta canalla”».

Abrazáronse a él las mujeres, llorando para contener su loco frenesí. Yo no pude contenerme más. Salí como un rayo. Escaleras abajo sentí tras de mí un golpeteo de pasos infantiles. Era Polo, que no descendía, sino rodaba de escalón en escalón… Pero no pudo alcanzarme.

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