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Episodios Nacionales para Niños: IX

Episodios Nacionales para Niños
IX
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

IX

Viéndome desmontado, me dirigí a buscar un puesto entre las escoltas de la Artillería o en el servicio de municiones, que se hacía precipitadamente por los tambores entre los carros y las piezas. Al dar los primeros pasos advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas físicas: no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre, llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo. No es propio decir que hacía calor, porque esta frase, común al verano de todos los países europeos, es inexpresiva para indicar la espantosa inflamación de aquella atmósfera de Andalucía en el día infernal que presenció la batalla de Bailén.

Cuando me encontré a pie y a regular distancia del combate, empecé a sentir vivamente y de un modo irresistible el aguijón candente de la sed que horadaba mi lengua, y la corriente de fuego que envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal desesperación que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber la sangre de mis propias venas.

Por un rato perdí toda la exaltación guerrera y el furor patriótico que antes me dominaban, para no pensar más que en la posibilidad de beber, previendo las delicias de un sorbo de agua, y anhelando apagar aquellas ascuas pegajosas que en mi boca revolvía. Vi con alegría que desde el pueblo venían corriendo algunos hombres con cubos; pero al punto se nos dijo que aquella agua no era para nosotros: era para otros sedientos, cuyas bocas necesitaban refrescarse antes que las nuestras, si el combate había de tener buen éxito; era para los cañones.

La resistencia enérgica de las dos piezas del ala derecha, combinadas con las seis de la batería central, y el auxilio de la caballería atacando por el franco la línea enemiga, hizo que ésta fuese rechazada, a pesar de su incomparable bravura. Los franceses se retiraron, dejándose perseguir y desposicionar por la infantería y caballos de nuestras derecha. ¡Oh momento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Pero dónde?

Después del avance de nuestras tropas, que no ocuparon enteramente las posiciones francesas por ofrecer esto algún peligro, los soldados del provincial de «Jaén» divisaron una noria, en el momento en que los franceses, que durante la acción habíanla ocupado, se hallaban en el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los defensores del agua escasa y corrompida que unos cuantos arcaduces arrojaban en un estallido. Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel tesoro, lo defendían con la rabia del sediento.

Oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!», y no necesité más. Lancéme, y conmigo se lanzaron otros en aquella dirección; tomé del suelo un fusil, que aún apretaba en sus manos un soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape hacia la noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de altos trigos secos, a trechos en rastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerrillas; acerquéme a la que me pareció más floja, y desprecié la vida, lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio, compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo.

Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego, azotándonos la cara. La desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo, porque nos asábamos, literalmente hablando, y por último, arrojándonos sobre el enemigo, resueltos a morir, la gota de agua quedó por nosotros al grito de «¡Viva España!».

Aplacada la sed, corrimos hacia el campo de batalla. Ya cerca de él pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante, vanaglorioso, con la crin al aire, algo azorado y aturdido. Le seguí, y apoderándome de sus bridas cuando volvía, me monté en él; después de ser por un rato soldado de a pie, tomaba a ser jinete. Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia del centro se formaba en columna con distancia el de «España». Entré en las primeras filas, y en ellas reanudo mi cuento, o si os parece mejor, mi lección de Historia de España.

Cuando la tropa francesa de línea retrocedió por tercera vez, extenuada de hambre, de sed y de cansancio; cuando los soldados que no habían sido heridos se arrojaban al suelo maldiciendo la guerra, negándose a batirse, insultando a los oficiales que les llevaran a tan terrible situación, el general en jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve consejo el estado de las cosas, se decidió intentar un último ataque con los marinos de la Guardia Imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todos los generales.

Delante de las primeras filas de caballería vi masas de tropa escoltando los seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y terrible había sido el nudo gordiano de la batalla. Servidos siempre con destreza y al fin con exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos minutos la pieza de dos cuartos arrojada por España y Francia, por la usurpación y la nacionalidad, en un corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Se dejarían los españoles aquellos cañones? ¿Quién podría más, nuestros valientes y hábiles oficiales de artillería o los quinientos marinos?

Yo vi a éstos avanzar por la carretera, y entre el denso humo distinguimos un hombre al frente del valiente batallón y blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, el rostro desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno, como si lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont, que había venido a Andalucía seguro de alcanzar el bastón de mariscal de Francia. El paseo triunfal de que al partir de Toledo habló, había tenido aquel tropiezo.

Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses. Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en cada claro asomaba otro soldado azul, y el frente de columna se rehacía sin demora, acercándose imponente y aterrador. Aceleraban su marca al hallarse cerca; iban a caer como legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y degollar sin piedad a los artilleros.

Los que asistían a aquel espectáculo, sin ser actores de él, estábamos mudos de estupor, con el alma y la vida en suspenso. De pronto, una conmoción inmensa, un estrépito indescriptible señalaron el momento culminante de la refriega. Vi a los marinos de la guardia próximos, casi tocando a las bocas de los cañones… Destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones a tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu porque en el cuerpo no las tenían ya. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de izquierda y derecha, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y del servicio de municiones encargábanse los paisanos…

La escena de furor y estruendo cambió de improviso… La furia se apagaba en un hondo y grave silencio… No sé lo que pasó. Corrimos fuera de la carretera; todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disipar se permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.

Nuestros soldados se abrazaban. Confundíanse los diversos regimientos y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera y los generales, confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como ésta. Los gritos de, ¡viva España!, ¡viva Fernando VII!, eran sublime concierto que llenaba el espacio, como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de la Francia, primera vacilación del orgulloso Imperio.

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