Skip to main content

Quiero Vivir mi Vida: VII

Quiero Vivir mi Vida
VII
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeCarmen de Burgos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

VII

—¿Por qué he hecho yo estos nudos?, —se preguntaba Isabel. Miraba el minúsculo pañuelo rodeado de encaje que anudado en tres puntas, parecía un gorro pequeño.

Le era infiel aquel libro de apuntaciones en el que había querido grabar cosas que ahora escapaban de su memoria.

Resultaba peor que si no las hubiera anotado. Los nudos de su pañuelo se convertían en inquietante testimonio de que existía algo que debía recordar. Los miraba sin atreverse a deshacerlos, con la vacilación de quien tiene que borrar de la pizarra el problema sin resolver.

—¿Qué querría yo recordar con estos nudos?, —se volvía a preguntar.

Escudriñaba ansiosamente en sus recuerdos, como sí revolviera, con el brazo de la memoria, las más recónditas circunvoluciones de su cerebro, deseosa de encontrar la idea perdida entre ellas. Sus magníficos ojos oscuros buscaron el almanaque clavado en la pared del gabinete.

—¡Viernes!

Cuatro días que no salía de noche. A los tés y las visitas había llevado carteras y por las mañanas el gran bolso de piel. Le parecía raro haber olvidado tan por completo, en sólo cuatro días, nada menos que tres cosas. Tal vez no usó el pañuelo y éste permanecía en el fondo de la bolsita mucho más tiempo del que pensaba. Lo acercó a la nariz y la memoria olfativa le hizo conocer la verdad de su última suposición. Conservaba el persistente aroma oriental del Chin-li y hacía más de un año que no lo usaba.

Le parecía ahora que aquellos nudos tenían la misión de recordarle cómo había cambiado de costumbres, de aficiones, de modo de pensar.

Hizo un gesto de disgusto ante la idea que acababa de surgir, y, presa del deseo de borrarla, sus uñas minadas en nácar mordieron en los nudos. Los deshizo y arrojó el pañuelo, al mismo tiempo que se encogía de hombros con un gesto de nadador cansado.

El espejo le enfrentó la silueta de su marido. Extendió, sin volverse, el brazo, con un aire lánguido, en señal de bienvenida. Él se inclinó, tomó la mano que se le ofrecía y la besó con amor repetidas veces.

—Te he esperado en el comedor para tomar juntos el desayuno, Isabel, hasta que Adela me ha dicho que no te habías vestido.

—No me siento bien, Julio.

Él notó entonces la frialdad húmeda de las manos de su mujer. La miró un momento con inquietud, pero en seguida se serenó y dijo:

—Pues estás bellísima. Tienes la hoja de la rosa en la cara.

Ella hizo un mohín de impaciencia.

—Es desesperante esto de que no la crean a una enferma porque tiene buena cara y piensen que es chillona o que se queja de vicio. Me siento cansada, nerviosa, y no me meto en averiguar a qué llamáis buena cara.

—A tu aspecto general… luz en los ojos… animación… buen color…

—Y tú dices lo del vulgar proverbio: «Para creer en dolor hay que creer en color». Como si las mujeres no tuviéramos la salud en el tocador.

—Tú no debes nada al maquillaje.

—No seas niño. Me reía oyendo decir a Alfredo que él, para no engañarse con el color de las mejillas y de las uñas, les miraba las encías a sus enfermas. No ha llegado a sus noticias la pasta de esmalte que las enrojece.

—No eres justa en burlarte siempre de Alfredo, Es poco ducho en elegancias, pero tiene talento. Debíamos llamarlo.

—¿Para qué? Saldría con la socorrida neurastenia; me recetaría tila o azahar, como si me mandara que rezase un padrenuestro. Se necesita estarse muriendo para que los médicos crean que una tiene algo. Es preciso llamarlos con pulmonía, con cáncer, con viruelas, cuando ya se ha declarado la enfermedad incurable… pero nada de prevenirla.

—Alfredo no es un médico rutinario.

—Pero no tengo fe en él.

—Si las mujeres hacéis del médico cuestión de fe, van a triunfar los charlatanes sobre los hombres de ciencia.

—¡Te crees que soy una fanática ignorante!

—No te exaltes…

—¡Eso faltaba! Que tú tampoco me dejes quejarme, que te creas que me exalto… como si estuviera loca.

—No pienso tal cosa.

—¡Claro!… Por eso hacen tanta falta los médicos. Siquiera ellos tienen paciencia y piedad para oír nuestras quejas… y tomarnos en serio… Por lo menos en apariencia.

—Pero si estoy de acuerdo contigo.

Unos golpecitos dados en la puerta hicieron que Isabel serenase instantáneamente el rostro y dejase asomar a los labios frescos y gordezuelos una sonrisa, apacible. Se verificó en toda ella una mutación de artista en escena. Había conocido a su hermana en el modo de llamar y no quería que la viese disgustada. Tenía ante ella más amor propio que con las demás personas.

—Adelante, Rosita.

Se parecían las dos hermanas, a pesar de tener rasgos distintos. Eran como dos cerezas de diferente tamaño y color, cuyos pedúnculos brotasen de la misma yema.

En la familia se decía que Isabel le había salido al padre y Rosita a la madre, cosa que debía marcar una gran diferencia, porque don Ricardo era andaluz y doña Milagros asturiana.

Las dos eran morenas, pero de una morenez diferente. Isabel tenía el moreno pálido, propio de las razas del sur, ricas en iodo, que daba a su piel algo de alagartado, con reflejo de escantillas plateadas.

El moreno de Rosita era norteño, colémico, con un ligero barniz aceitunado.

Isabel debía a su cabello negriazul y a sus cejas espesas algo de dureza en las facciones. Los magníficos ojos color tabaco, almendrados y un poco a flor de piel, suavizaban la expresión exaltada gracias a la orla de pestañas, largas, fuertes y arqueadas que los velaba.

Rosita tenía un aspecto más dulce y plácido, debido a las cejas menos pobladas, el cabello más claro y ondulado, los ojos más hundidos y de color azul porcelana.

En los caracteres no existía ningún rasgo común. Eran dos temperamentos distintos. Se amaban con el rutinario amor de familia, engendrado por la costumbre y la convivencia; sin llegar a entenderse.

Sin darse cuenta, existía entre ellas una especie de emulación latente, por la que ambas se esforzaban en distinguirse y sobrepasarse.

—Me perdonarás que venga tan temprano —dijo Rosita besando a su hermana ruidosamente—, pero tengo que consultar contigo una cosa importante.

—Me alarmas.

—No hay motivo. Se trata sólo de que Antonio quiero invitar a comer a su corresponsal de París, a su esposa y a algunas otras personas… Vosotros no nos faltaréis…

—¿Y qué deseas?

—Que me aconsejes. Yo no soy mujer de sociedad como tú. No estoy al tanto de ciertas elegancias. Tengo siempre cosas más graves en qué pensar. ¡Cuando se tienen hijos!

Trató Isabel de ocultar el mohín de impaciencia que le producía la condición materna que su hermana invocaba constantemente.

—No se si podremos ir —contestó Julio—. Isabel no está buena.

Se volvieron las tornas. Ahora que su marido aseguraba su enfermedad Isabel la negó, un tanto airada de que hablase de ella. La enfermedad era una cosa íntima, nada estética; debía ocultarse por pundonor. Nada le parecía más ridículo y enojoso como las mujeres que hablaban en público de sus males. Hallaba encantadora la frase «Estar sufriente» con que las francesas dignifican, pasivamente, el concepto de las miserias físicas.

—No tengo nada que merezca la pena de inquietarse —dijo.

Estuvo de acuerdo con ella Rosita, por esa facilidad con que se aceptan las opiniones que ofrecen monos molestias.

—Eso creo yo. No hay más que verte.

—Pues no está buena —afirmó Julio—. Insomnios, nervios…

—Mimos… que está acostumbrada a que la chacharees demasiado. Es natural, porque no tenéis más que estar contemplándoos el uno al otro. Yo siempre digo que los matrimonios sin hijos no saben lo que son inquietudes y tareas.

Cuando después de charlar durante un largo rato de todos aquellos temas, que tanto desagradaban a su hermana, Rosita se decidió a marcharse, tan de improviso como había llegado, Isabel dio un suspiro de satisfacción.

—Es insoportable mi hermana —dijo—. Cuando viene, deja aquí, para todo el día, una mancha de resignación ovejuna, sombría. Dan ganas de abrir los balcones.

—Exageras un poco.

—Para ti siempre exagero. Parece que soy una mujer autoritaria, que te molesto… lo sé… y quizás tengas razón… Yo no me debía haber casado.

—¿Y qué sería mi vida sin ti? Lo único que siento es que te mortifiques con esas ideas cuando no hay mujer en el mundo que pueda estar más satisfecha del cariño que inspira.

—Sí… Julio… Lo sé… Sé que me quieres… pero temo que no me vas a poder seguir queriendo… No puedo evitar ser así… No me debía haber casado… créelo… Hay en mí como dos naturalezas antagónicas… Yo misma no sé lo que deseo.

—Es que no me quieres.

—Te quiero… pero te guardo rencor.

—Quizá por el delito de amarte tanto.

—Porque me parece que desde que nos casamos tienes algo de amo… No te das cuenta… me tratas como si las mujeres fuéramos algo muñecas. Como si no me creyeras tú igual.

—Me sorprende que se te ocurran esas ideas. No tienes motivo…

—¡Lo ves! Ya estás enojado. Y yo no puedo remediarlo. Soy rara.

—Eres un encanto, que ofreces hasta el de tener que conquistarte cada día.

Unió la acción a la palabra para abrazar a su mujer.

Ella se enfureció más.

—¿Lo ves? ¿Lo estás viendo, cómo no me tomas en serio?

Otros golpes en la puerta.

Fue Julio el que preguntó con mal humor a Adela.

—¿Qué deseas?

—El peluquero…

Se precipitó hacia la alcoba para no cruzarse con el enojoso recién llegado, que interrumpía sus momentos de intimidad.

Isabel lo siguió con la mirada, que se había dulcificado. Lo veía bello, con su silueta gallarda y su rostro franco; pero instantáneamente pasaron por sus pupilas celajes de odio. No podría decir si amaba o aborrecía a su marido en aquel momento. Se reflejaba en su rostro la mezcla de apasionamiento y de rencor que había confesado. Tuvo una sonrisa indefinible: un poco amarga, un poco irónica, un poco melancólica. Una mezcla de elementos antagónicos que bullían en su interior.

El peluquero respetaba la distracción de la señora y seguía en la puerta, inclinado, con el estuche de cuero bajo el brazo.

—Adelante, Mr. Luis. Hoy tiene también que cortar… Deseo cambiar la forma del peinado. Algo raro… nuevo… Algo que escandalice un poco… ¡Me gusta tanto variar!

Annotate

Next / sigue leyendo
VIII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org