I
—¿Vas contenta, mi alma?
—Mucho.
No se dijeron más.
Ella experimentaba un desconcierto que no la dejaba ciarse cuenta exacta de las cosas. Julio le parecía otro distinto desde que dejó de ser su novio para convertirse en su marido.
Él no veía más que el camino… baches… piedras… árboles. Otro auto que pasaba… Iba embriagado por el perfume del campo y el perfume de la mujer sentada a su lado. Sentía la atracción poderosa del olor femenino, mezclado a las esencias y a las emanaciones de la tierra, abonos y fermentos. Pero no podía separar la atención del volante.
El camino largo… largo… quedaba atrás como una cinta que se desliara del carrete del auto y se hiciera más interminable conforme rodaba más.
Al frente senda blanca… blanca… polvorienta, estrechándose a lo lejos… siempre igual.
Isabel miraba a su esposo. Le parecían más grandes y más velludas sus manos aferradas al volante. Le daba la sensación de que sus facciones se habían agudizado y hecho más enérgicas… de que todo en él era más fuerte y más brusco.
Quería fijarse en el paisaje: árboles… muchos árboles… en grupos unas veces, solitarios otras. De vez en cuando casas… lugarcillos que le dejaban vagas imágenes: Una ventana… una terraza… gallinas… un perro… un carro… un labriego…
Otro auto… Mujeres dentro… risas… Sintió vagos celos de las desconocidas.
Un eucalipto con las ramas tronchadas… Una tapia. Otras casas.
Las curvas del camino daban la esperanza de hallar, al pasarlas, un cambio de panorama.
Un valle… Un tejado rojo… Gallinas… Manadas de guarines que parecían chiquillos juguetones y grupos de muchachos medio desnudos, revolcándose en la tierra, con hozar de guarrinillos.
El sol convertía en estrellas los guijarros del despoblado. El paisaje árido se llenaba así de titileos de estrellas.
El frescor del viento bañaba su cara y convertía su nariz y sus pómulos en clavellinas rosas.
Labios resecos del vientecillo frío. Sensación de sed en los poros y en la raíz del cabello.
Un perro… Otra tapia… plantas en un ribazo. El panorama se hacía más amplio y más frondoso. Pervincas azules fijaron su atención un momento… ramas de saúco… Campanillas multicolores, enredadas en árboles y tapias, daban optimismo al paisaje, como si sus minúsculos esquilones repicasen a gloría, estremecidos por el viento.
Un trébol amarillo cerraba su comía, haciendo un guiño, para guardarse el último rayo de sol.
El aire parecía más húmedo, de mayor frescor. Pasaban aldeanas con sensualidad de manzanas verdes…
Veía paredones viejos, desconchados, con carroñas lazarinas.
Más pinares. Las copas apretadas, vistas desde abajo, formaban una especie de bóveda al valle. Desde los altozanos parecían una alfombra verde.
Se detuvo el coche. Julio se volvió hacia su mujer y pasó por su hombro la mano cariciosa.
Isabel miró por donde había pasado la mano como si le hubiera dejado huella en el vestido claro.
Él abrió la portezuela. Parecía que llevaba dobladas las piernas, que se las habían empaquetado, según el trabajo que le costó estirarlas y salir andando, casi sentado aún, con movimiento de araña zancona.
Luego prestó ayuda a su mujer para saltar a tierra, abrazándola más bien que sosteniéndola. Lo notaron los carreros que abrevaban allí las caballerías. A Isabel le pareció que todos la miraban y se avergonzó de que notasen su turbación. Quisiera poder decirles que iba con su marido.
Un chorro de agua brotaba de la gran ubre de la tierra que formaba el monte. Saltaba entre dos peñas y caía en el hueco de una roca. La cobijaba el ramaje sediento de un sauce.
Burbujeaba y hacía bailar a las burbujas una ronda saltarme, de enanitos encapuchados.
Acercó los labios ansiosa y le halló sabor a montaña.
Era preciso continuar… Vuelta a plegarse en el asiento… Maniobra de arranque… carrera nueva… Crujieron los huesos del esqueleto del auto.
El viento apagaba la respiración como apaga una luz. Se inhibía el pensamiento en la carrera. Sentía una voluptuosidad en la raíz del cabello, como si la fecundasen el frescor y el aire.
Se sensibilizaba todo su cuerpo igual que tierra regada.
Todo eran visiones repetidas… Una casa… un ribazo… flores… plantas… Un campanario con prestigio de miniatura de reloj antiguo.
Sentía cómo el automóvil clavaba la dureza de sus codos en las caderas.
No podía precisar bien nada. Faltaba tiempo para hacer un cuadro del paisaje. Al correr del auto se desplegaba sólo en línea recta.
Las gentes pasaban envueltas en la capa de su impersonalidad.
—Estamos cerca —dijo Julio.
Al disminuir la marcha todo comenzó a precisarse. Parecía que el «Hotel de la Sierra» era una especie de nido, cobijado en la hondonada.
Se abrió la verja del jardín y el coche se detuvo al pie de una escalinata.
Experimentó Isabel el miedo a lo desconocido. Pasaba con su matrimonio de su vida de siempre a una vida distinta. Le parecía que acababa de saltar el puente que separaba todo su pasado de todo su porvenir. Algo que venía a interrumpir la continuidad de sus días.