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Quiero Vivir mi Vida: XLVII

Quiero Vivir mi Vida
XLVII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XLVII

La sierva de María se quitó lentamente su manto. Lo dobló. Se puso el delantal blanco y los manguitos. Se sentó a la cabecera de la cama de Isabel.

Tomó su libro de oraciones y se quedó inmóvil, como una figura de cera. Parecía poner una mayor paz en torno de la enferma.

Berta entró de puntillas y se acercó al lecho. No distinguía el rostro de Isabel en aquella media luz. Esa luz rara de las habitaciones de los enfermos graves, en que parece que se revuelven la claridad y la sombra y hay marañas de tinieblas y madejas luminosas.

Miró a su alrededor con el recelo de quien cree percibir presencias invisibles en la atmósfera enrarecida.

Isabel abrió los ojos y la acarició con una mirada dulce.

—¿Te sientes bien? —preguntó Berta.

—Sí.

—¿Te duele algo?

—No… debo tener mucha fiebre.

—¿Por qué crees eso?

—Me siento feliz… y sólo la fiebre me da esta sensación de bienestar… De que no tengo cuerpo… y que me pesa menos el alma.

La brillaban los ojos exaltados.

—Tranquilícese, hija mía —intervino la monja.

—Si estoy tranquila, hermana, y pienso que si a todos los enfermos les pasa lo que a mí los hospitales no encierran tanto dolor como creemos.

—Es Dios Nuestro Señor que da el consuelo.

Isabel se volvió hacia Berta.

—¿Y Julio? —preguntó.

—Le hemos hecho que se acostase un rato, mientras tú descansabas. En todo el tiempo que has estado grave no hemos logrado que se separe de ti.

—¿Pero es verdad que estoy fuera de peligro?

—Así lo afirma el médico, si no haces ninguna imprudencia.

Isabel guardó un momento de silencio y luego preguntó:

—¿Cuántos días estoy ya en cama?

—Doce.

—No me he dado cuenta. ¿Dicen que he sufrido mucho?

—Sí… estabas tan nerviosa… te querías levantar… tirabas la ropa… No había medio de hacerte tomar las cosas… y luego la tos…

—Pues yo no me he enterado de nada de eso.

—La hermanita ha tenido una paciencia de santa.

—Cuánto se lo agradezco.

—Pues es preciso que se lo pruebes no volviendo a hacer locuras.

—He sido impulsada por un dolor tan grande que bien me podéis perdonar. ¡Soy una mujer tan ávida de amor y comprensión! —dijo con voz mimosa.

—Eso lo somos todas —aseguró Berta—. Quisiéramos hacer cuna de los brazos de un hombre y nos encontramos con que nos mecen demasiado fuerte.

—Sí… es cierto… los hombres no nos comprenden. No nos entenderán jamás. Sólo cuando nos aproxima la pasión el deseo parece compenetración y a nosotras nos sucede lo mismo…

—Sí —respondió Berta—, pero no por ser un mal común es menos sensible. No hay nada tan doloroso como después de muchos años de convivencia y de mostrar el corazón desnudo, encontrar que las personas con las que hemos tenido toda la sinceridad nos desconocen por completo, y, lo que es más doloroso, no las conocemos a ellas. Es como si hubiesen estado ocultas detrás de un gran espejo, en el que nos veíamos nosotras mismas, cuando creíamos contemplarlas.

Isabel cerró los ojos sin decir nada. Se había buscado aquella enfermedad impulsada por su amor-odio hacia julio; por un vago deseo de venganza, del ultraje femenino común que había que vengar en el hombre y dejarle un remordimiento y una amargura; y al par con un deseo de reavivar su cariño y que no la olvidara.

Luego, a pesar de su voluntad de suicidarse, cuando se vio grave, no quiso morir. Pidió que llamaran a los doctores más notables, y fue dócil para sujetarse a sus prescripciones.

Parecía haberle otorgado a Julio un perdón tácito, conmovida por su ternura y sus cuidados. En aquellos momentos era cuando podía realizar la unión llena de castidad y de dulzura, que ella había soñado en el matrimonio.

Ahora, cuando le aseguraban que estaba fuera de peligro, se entristecía.

Era como si la vida le hubiera hecho retroceder en el camino que ya había andado y que tendida que recorrer de nuevo. Con la salud volvían las malas pasiones que habían tenido tregua en la enfermedad: celos, rencor hacia Julio… descontento de vivir.

Berta la creyó dormida y salió lentamente.

En la antesala estaban doña Milagros y dos o tres señoras de las que venían habitualmente a preguntar por Isabel.

Se notaba también allí la presencia de algo invisible, como un aura de la enfermedad. Hablaban todos en voz baja. Sobrecogía el ánimo un sentimiento de final de drama.

La conversación entenebrecía más el espíritu. Sólo se hablaba de enfermedades. Dona Manuela, que no dejaba de visitar a todos los amigos enfermos, había hecho ya aquella tarde diez y ocho visitas. Tenía muchas escenas trágicas que contar para distraerlas y proporcionarles el placer de la compasión.

En cuanto salió Berta, Isabel volvió a abrir los ojos.

—¡Hermanita! —llamó.

La sierva aprovechó la ocasión para verter una medicina en el aguamanil y acercarlo a los labios de la enferma. Ella no se atrevió a rechazarla. La monja arregló las ropas del lecho con instinto de madre que arregla la cuna y volvió a su asiento.

Sentía Isabel la paz de la religiosa. Su perfil tenía una línea de reposo que se contagiaba.

—Me ha dicho Berta que le he hecho sufrir mucho —dijo.

—No lo crea. Estamos para eso.

—¿Es usted de Madrid?

—No… soy andaluza… de Huelva.

—¿Y no tiene familia?

—Sí… Padre, madre y dos hermanos.

—¿Y no los ve?

—Vienen de vez en cuando.

—¿Están contentos de que sea usted monja?

—Mire… eso… al principio no querían. Ahora comprenden que yo soy feliz así. Era mi vocación.

—Pero sentirán que los haya dejado…

—Ha sido por seguir a mi Divino Esposo… Mis hermanas los dejaron para casarse con los que aman y no son tan perfectos.

—Y dígame, hermana… ¿Cree que es bueno dejar la familia para profesar?

—No puede haber comparación entre el amor de Dios y el amor de los hombres.

—¿De modo que si yo, aunque tarde, quisiera ser religiosa?…

—Usted es casada.

—Pero no tengo hijos.

—Si su marido le diera permiso…

—¿Podría ser admitida?

—Sí… hay algunos casos… y de viudas… Si Dios toca al corazón… para abrazar un estado más perfecto… Pero ahora duérmase…

—No tengo sueño.

—Descanse… no quiero que se fatigue.

Cedió Isabel al acento persuasivo de la sierva y cerró los ojos.

Entre sueños oía el susurro del rezo de la monja.

Mater purisima.

Mater castisima.

Mater admirabilis.

Mater amabilis.

Ella pensaba que había encontrado la manera de no ser la mujer de Julio, sin tener que condenarse por eso. Se persuadía de que tenía vocación de monja. Su imaginación le hacía creerse ya en el convento. Se miraba en un gran espejo, colocado para ella en el claustro, y se sentía dichosa de ver lo hermosa que estaba con las tocas.

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