XVII
Cuando entraron en el gabinete Julio y Alfredo, fueron recibidos con exclamaciones, mezcla de alegría y de censura.
—¡Ya están aquí!
—¡Por fin!
—Lo que se han hecho esperar.
Julio acusó a su amigo.
—Lo encontré descuidado, sin vestir. Si no voy a buscarlo no viene.
Alfredo se confesó culpable.
—No me puedo disculpar, porque un olvido, tratándose de ustedes, no es perdonable. Deseo un castigo para satisfacer.
Antonio vino en su ayuda:
—Los sabios y los seres superiores tienen privilegios que no son extensivos a los demás mortales.
—Acepto esa excusa porque así quedo castigado de mi falta, al verme obligado a pasar por sabio o por ser superior.
—Es que se le hace justicia.
—¡Justicia! Realmente no tengo una idea cierta de la justicia, que implicaría el conocimiento exacto de nuestro valer. No sé si amaríamos o temeríamos al ser que nos conociera.
Doña Milagros interrumpió:
—Dejémonos ahora de eso, que la comida nos espera.
—Representemos el drama de tener que comer sin descansar un solo día durante toda la vida —repuso Antonio con hipocresía.
Alfredo ofreció el brazo a doña Milagros y se sentó a su derecha.
La bulimia de la buena señora se sentía contenta de la tolerancia de Alfredo. Cada día se hacía más comilona, hasta el punto de llevar los bolsillos llenos de chocolate y golosinas.
—Usted es razonable —le decía doña Milagros a Alfredo—. Les temo a los médicos que a todos les recetan que no coman. Yo, si paso más de una hora sin tomar nada, me entra una debilidad que me muero.
Quiso intervenir Rosa, pero su madre la atajó:
—Nadie mejor que el propio cuerpo —dijo— sabe lo que necesita. Los médicos no hacen más que seguir modas y aplicar a todos lo mismo, les siente bien o no les siente. De pronto abominan de lo que venían haciendo años y años. ¿Se ve ya una sola burra de leche por las calles? Pues en mi tiempo eran la panacea para todas las enfermedades del pecho. Me acuerdo de que con el tifus mis abuelos guardaban dieta de caldo; mis padres de leche; yo de panatela y refrescos, y mis hijas resulta que se curan comiendo y alimentándose bien. Da miedo pensar cuántos se habrán muerto de debilidad y atormentados por prohibirles hasta el agua con la fiebre.
Alfredo asintió a las opiniones de la buena señora de ese modo amplio que se emplea cuando existe la certeza de hablar con personas que no están a bastante altura para la discusión.
Era una costumbre suya, conocida de Julio, que sonrió al oírlo; la de permanecer callado cuando estaba entre personas de cultura inferior o de darles la razón en todo.
—Le temo mucho a hablar en vano —solía afirmar—, pero si no hablásemos más que cuando nos entienden, callaríamos casi siempre. Por eso hay que aprender a decir vaciedades.
De acuerdo con eso trató de hallar la fórmula conciliadora.
—El mejor de los regímenes, olvidado entre la prisa de vivir de nuestra vida moderna —dijo—, es aquel que grabó Víctor Hugo en su comedor de Gernecey:
«Levantarse a las seis.
Acostarse a las diez.
Comer a las seis.
Almorzar a las diez.
Hace al hombre vivir
diez veces, diez».
Comenzó una acalorada discusión en la que doña Milagros se unía a las opiniones de Alfredo.
Él la contemplaba con su mirada observadora. Trataba de buscar en sus facciones abotargadas, en su cabeza tan desguarnecida de cabello como provistos de él se iban tornando la barba y el bigote, a cuál de las hijas se asemejaba, y contra la opinión general creía encontrar en sus rasgos viriloides parecido con Isabel.
Lo que hacía creer que Rosa era la más semejante a su madre, consistía en que estaba gorda como ella, con las cejas claras y las facciones desdibujadas. Había perdido el hábito de vestirse y de salir de casa y parecía mayor que Isabel. Pasaba la vida ocupada en alguna labor, que no acababa nunca, o en pesar gramos para hacer dulces y pasteles.
Julito estaba constantemente a su lado. El niño era víctima del cariño de la madre y de la abuela. No le dejaban salir, correr, ni jugar con los otros niños, Doña Milagros le hacía dormir en su misma cama abrigándole hasta la asfixia. Sentía por la pobre criatura una especie de maternidad senil. Todo el día resonaba en la casa el nombre del niño, para no dejarlo moverse, ni gozar un momento de libertad.
—¡Julio!
—¡¡Julito!!
—¡¡¡Julito!!!
—¿Julito?
Y el chico se hacía cada vez más arisco y voluntarioso. Huía de la madre y de la abuela, demostrándoles un desamor que era el comienzo de la venganza inconsciente de los niños tiranizados y tiranos.
Se oían desde el comedor los gritos de protesta del muchacho al que Antonio había mandado acostar.
La pasión del hijo traía las primeras nubes al matrimonio, que hasta entonces había marchado siempre de acuerdo; puesto que acuerdo era el no preocuparse ella de las tareas y problemas que atraían la atención de Antonio y contentarse él con hallar, en una casa cómoda y limpia, una mujer agradable, a la que oía hablar sin fijarse, de cosas pueriles y caseras.
Amenazó Antonio con su autoridad.
—Ese niño me va a obligar a castigarlo.
La abuela no pudo sufrir la amenaza. Se levantó naneando para ir a calmar al chico.
Rosa no perdió la ocasión.
—Figúrese usted —dijo dirigiéndose a Alfredo— que Antonio se ha empeñado en que comience ya a estudiar y, a pesar de ser listo y de tener talento, Julito no posee disposición para el estudio… Le falta memoria… se pone enfermo… le dará una meningitis… ¿No es cierto?
Alfredo se encontraba un poco confuso, pues conocía que su respuesta iba a tener importancia para la suerte del niño.
—Sí… verdaderamente… Pero poco apoco… debe habituarse… hay que pensar en su porvenir.
—¿A quién le puede interesar más que a mí?, —dijo Rosa—. Soy yo quien mejor conoce sus disposiciones. Da gusto ver las cosas que dibuja en cuanto coge un lápiz… Podrá ser un gran pintor… o un gran modisto… Un Duncan.
—¿No vendrán don Miguel y Lina esta noche?, —preguntó Antonio a su cuñada, con visible intento de variar el tema de la conversación.
A Rosa, le desagradó doblemente la pregunta. Su marido, desde que había adelgazado, tenía un aire de cupidez que la ponía celosa.
—¡Ojalá que no! Es una mujer que no me gusta —dijo.
—No sé por qué motivo —saltó Isabel, molesta de la apreciación de su hermana.
—No tiene el aire que corresponde a una señora.
—En eso tiene Rosa razón —apoyó Julio.
Alfredo salió en defensa de la ausente.
—Tiene el carácter alegre y es un poco neurótica —dijo—, pero en el fondo es buena. Como lo suelen ser casi todas nuestras mujeres.
—Gracias por la generalización.
—Es verdadera. La mujer de nuestra raza suele ser honesta por temperamento. Se la educa diciéndole que su misión en la tierra es sólo la de casarse y tener hijos. Así se las ve durante la juventud con los ojos muy abiertos y ansiosos preguntándose ante cada hombre: ¿Será éste?
—Creo que exagera usted —dijo Rosa.
—Hay excepciones, y porque Isabel y usted lo son me atrevo a hablar así; pero es lo general. Cuando se les señala el marido lo aman, se casan, lo siguen amando y le son fieles.
—¿Qué más se puede pedir?
—Que hubieran elegido. Aman al marido siendo él como lo amarían siendo otro.
—¿Pero qué tiene que ver eso con Lina?
—Que por ese fenómeno ama al marido que le dobla la edad. El derecho de propiedad influjo en el amor del matrimonio.
—Sin embargo —dijo Antonio—, hay un momento peligroso. Recién casados todo va bien, pero luego él envejece y ella se hace más mujer, que es como hacerse más joven, y busca otra juventud que rime con la suya.
—¡Vaya unas cosas que dices!, —exclamó Rosa.
—Es una verdad —dijo Alfredo—. En la madurez de la mujer, sus elementos viriloides las inducen, a buscar lo de femenino que hay en el adolescente.
—Según esa teoría tuya —dijo Julio— es por la misma razón por la que los viejos buscan para esposas las niñas jóvenes.
—Cosa de que nos debamos alegrar, —insistió Antonio en su papel de picaruelo—, porque así tenemos luego las deliciosas viuditas que alegran la vida de los que no quieren niñas bobas.
Isabel oía la discusión sin perder su aire tranquilo y sonriente. Parecía haberse asentado en la realidad de un modo sereno.
Contra lo que temían no había opuesto resistencia en dejarse tratar por Alfredo y parecía más satisfecha y equilibrada.
—Por ti ha entrado en mí casa el tesoro de la risa —solía decirle Julio agradecido.
Alfredo no respondía. Desconfiaba. Creía notar algo extraño en Isabel y no sabía explicarse el por qué se mostraba tan solícita con él, y disimulaba esa antipatía que suelen tener casi todas las mujeres por el amigo íntimo de su marido, como si se sintiesen humilladas ante el que conoce todos los secretos y confidencias que ellas no han podido penetrar.
A los postres entró Lina con su esposo.
—Llegas a buena hora —dijo Isabel—; tienes que salvarnos, porque los señores están esta noche en plan moralizador.
Sonrieron maliciosamente los ojuelos apachescos.
—Debe estar en el ambiente —repuso—, porque Miguel me viene predicando un sermón durante todo el camino.
—No —dijo el esposo con afectada cortesía—; venía diciéndole que es demasiado bella para pintarse tanto. La pintura afea a las mujeres bonitas. ¿No la encuentran mejor cuando luce su belleza natural?
—¡Vaya una pregunta!, —repuso ella con viveza—. Tú quieres obligar a los señores a decirme piropos.
—No —dijo Antonio—; yo la encuentro siempre igualmente bella.
—Pues no crean ustedes que se trataba de eso.
—¿No?
—¡Hazte el inocente! Se trataba de que crítica mi afición a fumar. Y como ha viste a Isabel con el cigarrillo no se atrevo a decirlo.
Enrojeció el buen señor hasta la raíz del poco cabello que le quedaba.
—Eso ya es cosa de mi competencia —dijo Alfredo—. Como médico, prohíbo en absoluto el fumar. Los únicos cánceres de la garganta que he visto en mujeres ha sido en las fumadoras.
—Lo mismo les sucederá a los hombres.
—Naturalmente.
—Y sin embargo, ustedes tres fuman.
—He dicho que hablaba en cuanto a médico.
—¡Ah! Vamos. Sutilezas. ¿En cuanto a hombre?
—Me gusta fumar y contemplar los lindos gestos de las damas que fuman.
Sacó su pitillera y se acercó a Isabel.
—No quiero, gracias.
—Mire usted que son egipcios y perfumados. Es un nuevo gasto que nos obligan a hacer las damas.
—Es que no tengo ganas de fumar más.
Lo ofreció a Lina.
—Tampoco quiero. Ya me he arrepentido. Han hecho mella en mi ánimo sus consejos científicos.
Todos reían del apuro de Alfredo.
—Es que no se consigue nada con que no fumen ustedes si no les molesta el humo, porque lo aspiran como sí fumasen.
—Entonces, ¿por qué no les gusta que fumemos, o dejan ustedes de fumar?
—Porque no tendríamos pretexto para irnos un momento y contarnos nuestras truhanerías.
—Somos nosotras las que los dejamos para ir al tocador —dijo levantándose.
Isabel y Rosa la imitaron.
—No tarden —exclamaron los hombres.
Las tres amigas salieron riendo enlazadas por el talle. Doña Milagros dormía olímpicamente en su feliz digestión.
Rosa se separó de sus amigas para ir a ver dormir a su hijo.
—Temía que no vinieras —le dijo Isabel a Lina.
—Por ti sólo he hecho el sacrificio. Pues la reunión en casa de tu hermana tiene poco de divertido, y más ahora, desde que tu marido no prescinde de Alfredo. No sé cómo lo toleras.
—¿Qué le voy a hacer? Creo que lo prefiere a mí. Es el amigo íntimo.
Se echó a reír Lina.
—¡Si yo estuviera en tu pellejo!
—¿Qué harías?
—El amigo íntimo es como un doble del marido. Hay que alejarlo o… enamorarlo.