XXV
Con su hilera de casas y de recreos iluminados, frente a la oscuridad del Parque, tenía el paseo de Rosales aspecto de malecón a la orilla del mar.
La explanada, donde estaba el kiosko de la música, parecía una inmensa caldera, en la que burbujeaba la gente.
Niñas cogidas del brazo hablando alto para llamar la atención. Madres con paso tardo y aire aburrido… Hombres con gesto de pescadores de caña… Chicuelas que se enredaban en las piernas como las zarzas de la ciudad… Perros que parecían siempre buscar amo… Muchachas con tristeza de mal vestidas… Ojos ansiosos de mujeres, en la búsqueda de algo desconocido…, jovencitos elegantes sin sombrero, con aspecto de escapados del aula. Rubicundos rostros de hombres animados por el interés ante el desfile de tantas mujeres… Cabellos rizados… pies menudos… brazos al aire… descotes… collares… el airón de las echarpés fingiendo alas e incitando a sujetar por ellas a sus dueñas.
Los camareros, como malabaristas zigzagueando, entre la multitud…
Ruido de tapones de cerveza y gaseosa, mezclado al pregón cadencioso de los vendedores… voces de cantante y voces cascadas… Bandejas de chucherías: cangrejos, saladillas, caramelos y las cortezas de cerdo, que rivalizaban con el chicle en lo intragables.
Motores de autos, rastrilleo de alambres en las cajas de barquillos… ir y venir… gentes cruzadas, palabras cruzadas, vidas cruzadas.
—No hay ciudad más alegre en el mundo que Madrid —comentaba Julio—. Aquí la diversión es para todos, está en medio de la calle, no se necesita dinero para gozarla. Cada noche se celebra como una gran fiesta de cumpleaños.
—Si no fuera por el clima.
—El clima es mi encanto —saltaba Alfredo, que era un enamorado de Madrid—. Tenemos una altura media propicia. Esa vulgaridad de «frío como el hielo y caliente como fragua» es propia de los que no saben apreciar la fuerza de este corazón de la meseta castellana. Riman las estaciones con su carácter: El invierno es fosco, el verano agudo, la primavera agria; pero en otoño, la sierra, sin nieves, nos resguarda del Noroeste y los pinares del valle de Guadarrama nos envían emanaciones tonificantes.
Julio le daba la razón. A pesar de su amor a Isabel le agradaban sus vacaciones de marido.
—Si las mujeres no fueran tan absorbentes nos harían más felices —pensaba.
No le dejaba Isabel tiempo de pasar un rato con sus amigos un aquellas tertulias de las terrazas, de las que salían a veces jiras o comidas intimas, en alguno de los sitios típicos, un poco sórdidos, donde buscaban los restos de rudo clasicismo y los tradicionales manjares suculentos.
Ningún amigo se atrevía a proponerle diversiones en las que interviniesen mujeres. Tenía a gala Julio hacer alarde de su fidelidad. Hasta moralizaba de buena fe a sus amigos.
—El amor de nuestras mujeres —solía decirles— depende generalmente del nuestro. Por eso era tan sabía esa ley, que no debió abolirse, según la cual el marido infiel no tenía derecho a poderse quejar de lo que hiciera su esposa.
—Es que hay gran diferencia —decía Alfredo—. Las mujeres no nos engañan más que cuando no nos aman. Los hombres podemos engañarlas, a pesar de amarlas.
—¿Pero no negarás que hay casos de fidelidad?
—Bastante raros y sólo cuando existe un gran interés espiritual renovado, en tipos superiores, que se bastan a sí mismos. Ya sabes que creo inferiores, hasta como machos, a los hombros que quieren a todas las mujeres. La verdadera monogamia es propia sólo de organismos sanos y fuertes, en perfecto equilibrio con el espíritu.
A la enunciación de esta idea protestaban ruidosamente todos los amigos. Era como sí con ese concepto atacase Alfredo los privilegios y los timbres de gloria del masculinismo. Pero él se reía sin rectificar jamás.
—Pues yo, aunque me llaméis inferior —dijo Paco—, necesito tener siempre tres amores. El de mi mujer, que me da reposo; el de mi amante, que me hace sentir alegría y plenitud de vida; y el de mi novia, con la que conservo la ilusión de investigar en mi espíritu de mujer y de gozar las nimiedades románticas de los veinte años.
Las frecuentes carcajadas con que interrumpían su conversación, obligaban a volver la cabeza a los transeúntes.
En la mesa de al lado doña Araceli y sus tres hijas hacían esfuerzos por permanecer indiferentes, como si no oyeran las conversaciones.
Iban allí todas las noches a pasar un rato al fresco, con la secreta esperanza de pescar algún novio.
Doña Araceli era viuda de un empleado, y se le veía la honradez sólo con fijarse en la cara bonachona y serena, y en el aspecto tímido y sencillo.
Había sido bonita como lo eran las tres hijas, cuyas facciones juveniles reproducían sus rasgos marchitos.
No había dejado de despertar la cupidez de los amigos de Julio y Alfredo, el ver la insistencia de las cuatro mujeres, en ocupar la mesa próxima todas las noches.
Pero éstos las habían tomado bajo su protección.
—Precisamente vienen siempre a este sitio —dijo Alfredo— porque les inspiramos confianza. Nos toman por personas decentes.
—No creo que dejaría de serlo —respondía Paco— por hacerle el amor a una muchacha bonita.
—Si fueras soltero; pero no siéndolo, limítate a ser infiel, si así lo quieres, sin causar daño a una pobre mujer. Yo tengo en estas cosas la conciencia estrecha de los que no creen más que en sí mismos.
Julio le daba la razón. Eran de los últimos románticos que se habían contentado con su papel de encerradores, siguiendo a las jóvenes hasta dejarlas en su casa, sin ningún otro fin.
Poco a poco se había establecido de mesa a mesa una relación de amistad, de ese modo confianzudo y fácil con que se forman amistades en España. Julio y Alfredo solían invitarlas con frecuencia a tomar algún refresco y una noche, que estaban los dos solos, las habían llevado de paseo en auto.
Matildita, la mayor de las tres hermanas, fue sentada al lado de Julio. No llevaba perfumes. Olía sólo a jabón, a carne joven y a cabellos húmedos. Y aquel aroma se le subió a la cabeza. Deseaba disimular desde entonces cuanto le interesaba la muchacha. Departía más con la madre y con las otras hermanas. No podría nadie sospechar en él una segunda intención.
Les hablaba siempre de su mujer y del cariño que le profesaba.
Poro al mismo tiempo Matilde lo preocupaba más cada vez. Sus ojos grandes parecían cargados de amor y de promesas.
—¿Qué mal puede haber para nadie en esta simpatía?, —pensaba—. Las pobres mujeres necesitan quien las proteja. Yo lo haré desinteresadamente y podré dejar en el corazón de esta chiquilla el recuerdo de un afecto capaz de alegrar siempre su vida, sin mezcla de ninguna amargura.
Doña Araceli lo confesaba las dificultades con que venía luchando desde su viudez, como si lo conociera de siempre. Matilde había estudiado algo, en vida de su padre; fue la que alcanzó mejores tiempos. Sabía taquigrafía; pero no encontraba colocación. La segunda hija, que se llamaba Araceli como ella, era la única que ayudaba a la familia, bordando primorosamente. Sólo la pequeña, Anita, le causaba inquietud con sus ideas extrañas respecto al trabajo. Pasaba todo el día ante el espejo pintándose uñas y labios. Decía que deseaba ser cupletista o estrella de cine, para vivir su vida.
—Y quizás está en lo cierto —acababa por confesar doña Araceli en un suspiro, cuando no la oía la hija, con el desengaño de la mujer buena que con templa su fracaso.
Julio hubiera querido protegerlas. Consultó a Alfredo.
—En el Banco tengo mecanógrafas con buen sueldo y podía darle un puesto a Matilde. ¿Qué te parece? —le preguntó.
—Lo que le parecerá a Isabel una mecanógrafa tan guapa es lo que debes preguntar.
—Tengo siete, algunas muy lindas, y aunque va con frecuencia a buscarme, jamás se ha fijado en ninguna.
—Y lo mismo te ha pasado a ti.
Julio se quedó desconcertado. Era un caso distinto. Tuvo que confesarse que en su interés por Matilde había algo de pecado para con Isabel.
Quiso como acercarse más a su mujer escribiéndole diariamente. Ella no dejaba de escribirle también todos los días cartas llenas de pasión. ¿Eran ellos, en realidad, los destinatarios de aquellas cartas? Julio escribía mientras el recuerdo de Isabel se confundía con la figura de Matilde; pero no se le ocurría que a su esposa le sucediese lo mismo con otro. Isabel se quejaba en sus cartas de no encontrar la soledad que deseaba y de sacrificarse prolongando el Veraneo por darle gusto a su madre. «Para estar solos —le decía— hay que vivir en las grandes ciudades». Él la alentaba, pero no la llamaba. Prolongaban la ausencia que dependía de su voluntad.
Aun así triunfaba Isabel en el alma de su marido. Matilde no pasaba de ser una muchacha agradable por su juventud.
Se esforzaba en no darle más importancia de la que merecía una sencilla distracción pasajera. Una simpatía que había de acabar cuando la primera ola de frío que enviase el Guadarrama barriera el paseo, para dejarlo entristecido, añorando la alegría veraniega, en la soledad de las noches, cuya negrura no llegaban a disipar las luces, que parecían congeladas, guiñando como faros de unos transatlánticos aéreos, que debían navegar sobre la sierra.