XII
Doña Milagros entraba en el invierno como en un túnel del cual no sabía si podría salir.
Era como si en la encrucijada de los fríos esperase agazapado el asesino que había de matarla.
Gorda, calvicana, abotargada a consecuencia de los excesos gastronómicos, doña Milagros se pasaba todo el invierno en la cama. Allí comía y recibía a las amigas, que iban a acompañarla en su partida de juego.
Presidía la reunión sentada sobre almohadas, apoyada en un respaldo de rejilla y con un tablero colocado sobre el lecho a guisa de mesa. Tenía el aire de una convaleciente grotesca, con el rostro maquillado, que conservaba una rara movilidad juvenil.
La llegada de Isabel ponía en conmoción toda la casa. Se interrumpían todas las conversaciones, de política, de arte, de feminismo, de sucesos y de vecindad, pues no había cosa a la que no pusieran un comentario absurdo. La miraban todas con una especie de desconfianza, conociendo que no se entendían bien con ella.
Rosita salía, para recibir a su hermana, de su gabinete donde se pasaba el día entero, ocupada en algún bordado primoroso, o de la cocina, encantada de hacer algún plato para Antonio, que sólo paraba en casa a las horas de comer.
Las visitas de Isabel eran casi siempre breves. Se limitaba a darle a su madre unas cuantas docenas de besos; traquetear con sus caricias a Julito, lo que hacía palidecer a Rosa, y salir huyendo con su «Kees» en los brazos.
Era como si opusiera su lulú a la maternidad de su hermana. El perrito resultaba como otro adorno del auto, cuando asomaba la cabeza inteligente por la ventanilla. En verdad, Isabel no distinguía mucho entre el cariño de «Kees» y el de Julito.
Realmente era hermoso Julito. Falto de aire y de luz, padeciendo el agobiante amor de la madre y de la abuela, que se aferraba a él con absorbente maternidad senil, tenía una blancura mate y una languidez de azucena marchita. Su cabello rubio, en rizos alrededor de la cabeza y sus ojos de azul marino, le daban el aire de un pajecito recortado del cromo de una novela romántica.
Todas las contertulias de su abuela y las amigas de su madre se lo comían a besos. Estaba siempre entre ellas, y para que no diese tormento, Rosa lo ponía a coser o a bordar a su lado.
Antonio solía protestar en vano.
—No eduques al chico como una niña. Estamos en un tiempo en que se debería ponerle a los muchachos bigote postizo desde la cuna —decía—. Hay que acostumbrarlos a mantener su sexo.
Tuvo una alegría en encontrar allí a Berta y accedió gustosa a la invitación de su madre para quedarse a merendar.
Berta era la única que le agradaba de todas las amigas que rodeaban a doña Milagros e iban todas las tardes a tomar con ella el chocolate.
Doña Pepita fue a sentarse a su lado. La buena señora era una especie de institución en el barrio. Tenía la manía de no mudarse de casa. Había alquilado una habitación a la dueña del piso en que vivía, y cuando dos años después, la propietaria cambió de piso, doña Pepita se negó a dejar su habitación, y como tenía su contrato en regla, no pudieron echarla. Se veían en la precisión de alquilar el piso con doña Pepita dentro.
Tuvo Isabel que resignarse a que la enterara del precio de todos los alimentos. Era una costumbre adquirida hacía ya muchos años por doña Pepita, la de ir al mercado para enterarse del precio de langostas, truchas, faisanes, perdices y todas las frutas y verduras tempranas, más caras.
Le quedaba ese resabio de la época en que podía comprarlo todo y desconfiaba de las criadas, porque tenía a gala ser una dueña de casa modelo y capaz de administrar al céntimo.
Ahora, que apenas tenía para comer todo el día nada más que un pedazo de pan y ensalada, excepto los domingos, que reponía las fuerzas con una chuleta y un vaso de vino, gracias a los ahorros de la semana, continuaba saliendo todos los días para saber el precio de las cosas y decírselo a las amigas.
El servicio que les prestaba era completamente desinteresado, pues desde que estaba en la pobreza su altivez le impedía aceptar ninguna invitación. El chocolate de doña Milagros era la única excepción que hacía.
Extrañó a todas que Isabel rechazase el chocolate.
—Es demasiado pesado para mi estómago. Sólo quiero una taza de té.
Se escandalizaron deque no tomase aquel chocolate españolísimo, que doña Milagros mandaba fabricar expresamente, y servían espeso, como crema, en las enormes tazas.
—¿Cómo puedes tomar el té sin azúcar?, —dijo la hermana.
Todas atracaban torradas, emparedados y dulces.
—¡Parece mentira que te prives de todo por mantener la línea!, —añadió la madre.
Isabel se vengó asustándolas.
—Al chocolate se le deben una gran parte de las muertes de los niños presas de convulsiones. Tiene propiedades epilépticas.
Doña Pepita salió a la defensa de su manjar predilecto.
—Está casi probado —dijo— que el maná de los israelitas no era más que una especie de chocolate.
Su manía era conocer la Biblia y llevaba trabajando para refutar las interpretaciones que ella creía erradas más de diez años, cuando una inesperada tormenta de verano dio al traste con todos los pedacitos de papel, fajas de periódicos y sobres vueltos del revés en que escribía su obra, y que había dejado sobre la mesa, cerca del balcón abierto.
Desde entonces estaba desconsolada y no hacía más que hablar de las cosas que había escrito y perdido.
Todas convenían en que estaba un poco loca. Su debilidad fomentaba su extraña monomanía religiosa. Estaba continuamente preocupada con los versículos bíblicos que conocía y que no pasaban de la primera parte del Génesis.
El problema que ahora trataba de resolver era el contenido en el versículo: «Dios creó todos los animales y los presentó a Adán, que les puso a cada uno su nombre».
Doña Pepita quería averiguar ¿en qué idioma bautizaría Adán a los anímales? ¿Con qué ortografía se escribirían sus nombres? Ella creía que siendo tantos no perduraría el nombre primitivo por tradición oral y le inquietaba mucho pensar si estarían los nombres bien traducidos.
Doña Manuela se reía de las interpretación es de su amiga.
—La Biblia —decía— es un libro inmoral. En ninguna parte he leído atrocidades mayores.
Doña Milagros la llamaba al orden. Ella era ferviente católica y no lo gustaba que doña Manuela hablara así y escandalizase a las demás señoras con sus juicios radicales de republicana y librepensadora.
—Eso está feo —le decía. Hasta a los hombres más radicales no les gusta que las mujeres sean así.
—¡Qué desgracia ser mujer!, —exclamaba convencida doña Manuela.
Casi todas las demás estaban conformes con ese deseo, menos Rosa, que no concebía otra vida distinta de la suya.
La más entusiasta era doña Rosario, una señora larga, seca como un látigo, bigotuda y patilluda, con vello cerdoso hasta dentro de la nariz, y una rigidez que aumentaba su sordera. Se mostraba en teoría tan gran enemiga de los hombres como lo era en realidad de las mujeres.
Iba siempre acompañada de otra señora gordita a la que parecía haberle comunicado su aislamiento, según lo lenta y helada que era para hablar y para moverse. Siempre que le preguntaban algo tardaba en contestar lo bastante para dar tiempo a que resolviera doña Rosario.
Isabel se sentía molesta en aquel medio. Berta la había dejado sola y conversaba muy complacida con doña Luisa en un ángulo de la habitación.
Contemplaba Isabel el perfil de doña Luisa, pequeña, menuda, con rostro dulce, tímido, rosado e infantil. Una carita de niño. Había acumulado a sus cincuenta años de edad otros cincuenta de narraciones que los antepasados habían depositado en ella. Era como la crónica viva de anécdotas interesantes e íntimas de todo un siglo. Sabía referirlas con un gran encanto de sencillez, pero de un modo tímido. A fuerza de hablar de las grandes figuras del pasado se había identificado con ellas y resultaba la mujer de otro siglo. Exageraba la cortesía de manera que daba el tratamiento de caballero y señora a todas las personas con prodigalidad de americano recién enriquecido. Si iba de visita, cogía las pesadas sillas de tapicería para dejarlas colocadas en su sitio y hasta parecía pedirles perdón a los chóferes cuando les daba propina.
Sin duda contaba alguna de sus historietas a Berta, pues ésta la oía con el encanto que tienen, generalmente todas las evocaciones del pasado.
Se disponía Isabel a ir a escucharla, cuando se le acercó doña Concha, una solterona, algo parienta, la cual conservaba de la ruina de su cuerpo, que se había secado, unos hermosos ojos claros y saltones y una cabellera ondulada, muy blanca, con blancura de harina de trigo.
Vivía la buena señora animada sólo de dos pasiones: comer bien e ir al cine. El verano iba con doña Milagros y el invierno tenía que marcharse sola. Le parecía una infidelidad a su amiga, pero la recompensaba contándole la película, con una serie de detalles tan minuciosos, que podía hacerse cuenta de que ella la había visto.
El día que no iba al cine se sentía muy desgraciada y no hacia más que suspirar, con una especie de asma, y lamentar su soledad.
—¡Por qué no me habré yo casado!
Estaba en uno de esos días e hizo víctima a Isabel de su tristeza, recordando su pasado con nostalgia de superviviente. Se apoderaba de ella una manía depresiva de la que sólo el cine lograba sacarla.
Y mientras Isabel soportaba todo aquello, Julito aumentaba su malestar subiéndose y bajándose de su falda, rodeándole con los brazos el cuello, besuqueándola y apretándola, sin respeto a sus vestidos ni a su peinado.
Cuando Berta se puso de pie, se apresuró a ofrecerle un puesto en su auto y aprovechar el pretexto para escaparse.
—No sé cómo mi madre tiene valor para soportar todos los días a estas señoras —le confesó.
Berta rió maliciosa y dijo:
—¿No adivinas el secreto?
—No.
—Porque todas están sordas o casi sordas. No hay nada mejor para que logren entenderse.