VI
—¡Si yo fuese hombre!, —se repitió al ver a Antonio tan satisfecho y contento presidiendo la mesa.
Parecía ufano de su paternidad como de una gran proeza. Se indignaba de pensar que no había en él bastante ternura y bastante gratitud para la mujer que le había dado el hijo.
—¿Y Rosita?, —preguntó doña Milagros, que ya había comenzado a engullir un platazo de sopa.
—Duerme.
La buena señora apenas oyó la respuesta. Le interesaba ante todo La comida. Los años le habían dado una especie de bulimia, con tendencia a las gotitas de alcohol.
Una de las mayores alegrías de su vida era comer bien y beber mejor. Hablaba siempre de cosas relativas a la comida, se ocupaba continuamente del precio de los alimentos y de sus propiedades, sus vitaminas y sus calorías, aunque nada de esto tenía en cuenta cuando le agradaba una cosa.
En su gula no podía comprender cómo había mujeres desafectas a tan graves cuestiones. Ni siquiera Isabel se libraba de su censura. Experimentaba gran antipatía por las que se pintaban las uñas, refinamiento que creía incompatible con las tareas del hogar.
Se entendía en todo eso muy bien con Antonio, tan comilón como ella, apegado a todo conservadurismo, en su condición de pícnico satisfecho de la vida.
Recibió a su cuñada con una broma:
—A ver cuándo nos das tú un buen día.
No pudo ella ocultar su mal humor.
—¿Llamas buen día a esto?
—¡Naturalmente!
—Pues yo he pasado uno de los más malos de mí vida, viendo morir a Rosita. No comprendo cómo un hombre enamorado desee ver a su mujer en trance de muerte.
—En verdad —dijo doña Milagros, mascando a dos carrillos un muslo de gallina—, yo también he sufrido horriblemente…, ¡pero es la vida! Todas pasamos por lo mismo. Ahora nos queda la alegría de tener un Antoñito tan lindo.
—Antonio no —rectificó el padre—. Se llamará Julito como el compadre.
—Debe llamarse como tú —dijo Julio.
—Ya vendrán más —respondió Antonio—. Agotaremos el Santoral. Rosita quiere ser cadañera, como mi tía Lola, que tuvo veintiuno.
—Le costaría trabajo conocerlos —dijo burlona Isabel.
—No vivieron todos. Se le murieron diez y ocho.
—¿Para qué tener tantos entonces?
Fue doña Milagros la que respondió:
—Para hacer la voluntad del Altísimo. Van al cielo a rogar por nosotros. A mí los matrimonios sin hijos no me parecen benditos de Dios.
Berta vino en ayuda de Isabel.
—Eso es exagerar. Mi esposo y yo nos quisimos siempre mucho y fuimos felices hasta su muerte, sin haber tenido ningún hijo.
—Pero te hubiera gustado ser madre —insistió doña Milagros.
—No digo que no. Pero prefiero no haberlo sido a tener muchos hijos. No hubiera podido educarlos y atenderlos bien, y no existe espectáculo más doloroso que el de los pobres niños llenos de deseos incumplidos en una infancia atormentada.
La miró con simpatía Isabel. Berta, mayor que su hermano Antonio, poseía la belleza serena y matronil de las mujeres que tuvieron una vida noble y equilibrada. Parecía haber subido sin esfuerzo la cuesta de la vida y mirar serena desde arriba, con amable complacencia, lo que sucedía en torno suyo.
—Es que la mayoría de las gentes —dijo— no piensan la responsabilidad en que incurren al traer un ser al mundo. Hay quien cree que los hijos son muñecos que se fabrican para tener con qué jugar.
—Las mujeres no debéis pensar así —dijo Antonio—. Precisamente vuestra importancia en el mundo es la maternidad. Por eso tenéis que atrincheraros en ella como en una fortaleza.
—Eso es cierto —asintió Julio.
Se enfureció Isabel.
—Pues yo no deseo tener hijos —declaró con violencia—. Fisiológicamente la maternidad me parece una porquería. Se engaña a las pobres mujeres cantando alabanzas a la madre, para que no se nieguen a dar a luz y no falten ángeles para el ciclo y soldados para la guerra.
—¡No repitas eso donde te oigan!, —exclamó tan escandalizada doña Milagros, que se le cayó de la mano la cucharada de crema—. Dirán que estás loca.
—Son bromas —disculpó Julio.
—¡No lo creas!, —afirmó Isabel resuelta.
—¿Acaso no me quieres bastante para desear un hijo mío?, —preguntó él, herido ya en su amor propio.
—¡Como si eso tuviera que ver con el cariño!, —respondió ella—. ¡Como si los hijos se necesitaran para ser los Cirineos del amor!
Estaba exaltada, nerviosa, próxima a echarse a llorar.
De nuevo la auxilió Berta.
—Conozco bien lo que le sucede a Isabel —dijo—, porque lo he sentido yo misma. No es culpa nuestra el no ser madres y nos mortifica la idea de estar inferiorizadas por eso ante nuestros maridos. Queremos persuadirnos de que la maternidad no tiene importancia. Mejor dicho, que la maternidad no es dar a luz, sino tener ternuras de madre. En eso sale el marido ganando cuando no hay hijos.
—¿Y crees —preguntó Antonio— que todas las mujeres tienen esa ternura con el marido?
—Sí… A veces sentimos una especie de rabia celosa, inconsciente y, como si escucháramos un mal consejo, en vez de aumentar la ternura que atrae el amor, buscamos ocasiones de riñas y disgustos. ¡Mimos de enamorados que provocan chubascos; pero pasan pronto!
Julio se levantó y fue a besar las manos a su mujer.
—Mi Isabel vale más que todos los hijos —declaró—, y no quiero que sufra con esas ideas.
Ella se sintió conmovida por la paciencia de Julio.
—¡Qué bueno eres!, —dijo.
—¡Bah!, —exclamó Antonio—. Los hombres no somos nunca malos ni buenos. Queremos o no queremos. Eso es todo. No creas jamás en la piedad de los hombres.
Isabel no le prestaba atención; estaba en uno de esos momentos en que la ganaba la dulzura de Julio y se arrepentía de sus arrebatos.
En aquellas ocasiones solía caer en estados depresivos, de tristeza, de lágrimas, en los que hablaba de suicidio y de muerte. Julio tenía más miedo a estos accesos que a su cólera y sus contradicciones.
Pero de pronto, tan sin motivo aparente como había caído en la desesperación, tornaba a la alegría de un modo ruidoso; olvidaba los disgustos y envolvía a su marido en caricias violentas y apasionadas. Él era tan feliz con esas compensaciones del amor de Isabel, que ni siquiera se quejaba de su carácter arbitrario.
—Es más interesante así que una mujer gris y siempre igual —pensaba.
Sin saber cómo, no tardaba ella en sentirse de nuevo nerviosa, hostil para con su marido. Experimentaba una especie de deseo de vengar ofensas que no había recibido, como si fuese la representante de todo un sexo humillado por la fuerza y la arbitrariedad de otro sexo, cuando guardaba tantos elementos suyos que no se podía someter.
Llegaba a desear algo que los separase para siempre. Hubiera sido capaz de los mayores sacrificios por afrentarlo.
Luego, en sus ratos lúcidos, cuando lo veía triste y dolorido, se avergonzaba de sus sentimientos. Volvía entonces a encontrar su amor primero, los acentos de pasión y de ternura con que lo seducía y lo reconquistaba fácilmente. Ahora estaba en uno de esos momentos.
Hizo un esfuerzo sobre sí misma y le ofreció los labios a su marido.
—Tienes razón —dijo serenándose—. Las bromas con Antonio me han exaltado demasiado. Perdóname. Mis nervios han padecido mucho de ver sufrir a mi hermana y le guardo rencor.
Antonio se echó a reír con su bonachonería habitual.
Un vagido salía de la alcoba.
Todos corrieron hacia allí.
Rosita había despertado. Los sonrió con una dulzura de transfigurada. La expresión de sus ojos era más pura y más bondadosa, un poco bobina.
Berta cogió en sus brazos el paquetito de trapos y lo acercó a su hermano.
—¡Míralo! ¡Qué lindo! Te va a parecer… Me da cierto miedo ver cómo me mira. ¿No ves? ¡Qué cosa tan profunda tiene en los ojos!
En el espíritu contradictorio de Isabel mordía la envidia. Se sentía mal.
—Vámonos —le suplicó a su marido—. No estoy buena. Ponme la mano en el pecho. Siente mi corazón… Parece que va a estallar.
Era cierto. Julio experimentó pánico al pensar que la fuente de vida que sentía latir tan tumultuosamente se fuese aquietando y se pudiera quedar bajo su mano como un reloj sin cuerda.