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Quiero Vivir mi Vida: VIII

Quiero Vivir mi Vida
VIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

VIII

Julio estaba sentado ante una gran mesa absorto en el examen de los papeles que tenía sobre la carpeta. Su aspecto era el del hombre que no puede pensar sólo en sí mismo y se encuentra satisfecho, sereno y tranquilo, entregado a su trabajo.

Adelantó Isabel silenciosamente, esparciendo un suave airecillo perfumado y dejó caer sus manos sobre los ojos de Julio.

—¡Mi Isabel!, —exclamó éste, al mismo tiempo que besaba las manos juguetonas.

Lanzó ella una alegre carcajada.

—¡Atrevido! ¿Y si no hubiera sido yo?

—No podía ser otra. Mi corazón no se equívoca.

Se inclinó Isabel y lo besó en los cabellos, donde lucían algunas canas prematuras, cuya vista pareció aumentar su ternura. Era una mujer distinta de la que había sido horas antes.

—Venía a proponerte que no trabajaras hoy tanto —dijo.

Julio miró el reloj.

—Necesito ir al Banco.

—Telefonea que no puedes. Vamos a hacer novillos como dos chicos.

—¿Qué deseas?

—Dar un largo paseo en automóvil hasta Toledo… cenar allí… deambular por sus calles románticas a la luz de la luna… ¿Te gusta?

Él sonrió. Estaba ya acostumbrarlo al modo de ser cambiante y caprichoso de su mujer. No lograba saber nunca lo que pensaba o quería. Las cosas que le gustaban un día las odiaba otro, y le sucedía lo mismo con las personas. Cambiaba con igual facilidad de amigas y de sirvientes, sin volver a recordarlos.

Pero Julio tenía fe en su cariño.

Isabel había sabido reaccionar del profundo disgusto y el gran desaliento que experimentó en su matrimonio. La astucia femenil, única arma de defensa de la mujer, transmitida de generación en generación, le advertía que su interés estaba en mantener viva la pasión de Julio; y eso la obligaba a fingir una adaptación que no existía, y a buscar caricias que no le agradaban, como si fuese una mujer enamorada y sensual.

En el fondo de su espíritu existía una gran inquietud. Hubiera querido que cada día le trajese una impresión o una sensación nueva. La energía viriloide que se oponía a su instinto maternal no evitaba una voluptuosidad latente que necesitaba los triunfos de amor propio y las constantes diversiones.

Chachareaba a su marido para lograr con mimos sus caprichos.

—Hay que disfrutar ahora que todo encanta y satisface —le decía—. Cuando pasen los años ya no necesitaré joyas ni adornos. Ya no seré bella.

—Tú lo serás siempre, y cuando pasa el tiempo es cuando se necesitan mayores comodidades. Tal vez hay mayores ilusiones.

—Pero no es cosa de dar a rédito la felicidad real de hoy por un mañana, que quizás no tendremos.

Julio acababa por ceder siempre e Isabel lo recompensaba con su alegría y sus cariños. Mientras estaba ocupada en buscar un nuevo modelo de traje, un sombrero o un adorno, se la veía contenta y encantadora. Acostumbrada a no encontrar resistencia a sus deseos, oyó sorprendida que Julio se negaba a complacerla.

—No puedo faltar hoy a la reunión que vamos a celebrar —le dijo.

Se acercó a él, se sentó sobre sus rodillas y le hizo collar de sus brazos.

—¿Estás disgustado conmigo?, —preguntó mimosa—. ¿No me quieres ya?

—¡Te adoro siempre!

Tuvo un acceso de alegría.

—¡Maridito mío! ¡Qué bueno ores! ¡Cuánto te quiero!

Julio la contemplaba, feliz de verla tan bella. Olvidaba en esos momentos de pasión todo lo que tenía de insoportable a lo largo de los días.

—No me quites el gusto de este paseo —insistió ella.

—¿Crees que no lo desearía yo tanto como tú? —dijo él.

Pero Isabel, en lugar de responderle, preguntó a su vez, cambiando de tono:

—¿Te gusta mi nuevo peinado?

Le mostraba su cabeza con el polo corto.

—Sí… ¡Pero eran tan bellos tus rizos!

—Así parezco un muchacho… Me ha rejuvenecido. Mírame bien.

Se alejó de su lado y comenzó a pasear por el despacho. Julio la miraba en silencio. Apreciaba la feminidad de su modo de andar. La disposición del esqueleto, en la amplitud de toda su fuerza vital, hacía que convergiesen sus piernas e imprimía así al tronco una especie de rotación, que le daba un balanceo garboso y lleno de languidez.

Sentía la atracción de la novedad con que el cambio de atavío, en contraste con la feminidad, exaltaba su pasión. Se levantó y atrayéndola hacia sí le dijo:

—Bueno…, haremos lo que tú quieras… Nos iremos donde desees.

Isabel sonrió satisfecha en su amor propio, y, en vez de devolver el beso a su marido, sus ojos buscaran el espejo, como para convencerse de la razón de su triunfo.

Quedó satisfecha de su examen.

—Verdaderamente, este peinado me sienta bien…, pero parezco otra… Julio va a hacerme traición conmigo misma —se dijo.

Julio, a su vez, estaba contento con la alegría de su mujer, y pensaba:

—Cuando se la deja hacer lo que quiere está encantadora. Mientras pueda ¿por qué no he de complacerla y proporcionarme esta dicha?

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