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Quiero Vivir mi Vida: XI

Quiero Vivir mi Vida
XI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XI

Julio besó las manos de Lina y de su mujer y quedó parado hasta perder de vista el automóvil.

Estaba convencido de que había sido injusto, un poco celoso del afecto de Isabel a su amiga.

Había rogado él mismo a Lina que la acompañase.

Gozaba con la alegría de su esposa y le parecía haber cometido una grave falta enturbiándola.

Isabel estaba apasionada de su automóvil. Era el regalo que más le había agradecido a Julio. Le parecía que la bocina de su auto tenía un ladrido de perro alegre, penetrante, capaz de poner en conmoción al barrio. Eran inconmensurables la alegría y el orgullo que experimente las primeras veces que al oír el grito de la bocina le anunció Adela:

—EL coche espera a la señora.

Salía con un paso distinto de su paso ordinario; más rítmico, más entonado, más seguro; y la cabeza gallardamente levantada, con esa gallardía propia de las mujeres españolas, tan acostumbradas a llevar el peso de flores y de altas peinas. Sus ojos inquietos y fugitivos miraban a todos lados, espiando el placer de ser vista.

No era el suyo un automóvil vulgar, era un Packard elegantísimo, último modelo, todo forrado de piel, con espejos y búcaros como un gabinete de coqueta; donde la iluminación eléctrica le permitía lucir su lujo y su belleza.

Las primeras semanas apenas dejó entrar el auto en el garaje, ni descansar al chófer, especie de gigantón, de cara colorada y cabellos rubios, elegido por decorativo, como si formase también parte del coche. Lo tuvo ocupado de teatro en teatro, de visita en visita y de paseo en paseo.

No sabía hablar más que de su auto; de la marcha en primera o en tercera; del motor; de las bielas. Fundaba su orgullo en la belleza de su coche.

—Es el mejor que se pasea por Madrid —decía a las personas de su confianza—. Como que Julio lo encargó a Nueva York, la ciudad más grande de la tierra; la que tiene las casas más altas, mayor número de habitantes, y, por lo tanto, los mejores autos.

Los que deseaban congraciarse con ella le hablaban de su coche como a las madres extremosas se les elogian los hijos.

Se sentía como en un trono llevando a Lina a la izquierda. Consideraba a ésta, como al chófer, un complemento de su automóvil.

Tenía Lina la habilidad de saber disimularse y dejarle a ella el primer lugar. Parecía que toda la belleza y la gracia de Lina servían sólo de fondo para hacer resaltar la belleza de Isabel.

Se apoderaba de ésta, cada vez más, un excesivo narcisismo, una degeneración de espíritu que se traducía en un culto exagerado a su morfología y a su hermosura.

Aunque en realidad Lina no era tan hermosa como Isabel hubiera podido competir con ella y hasta vencerla con su mayor arte de coquetería, y con la frescura de juventud que se desbordaba en ella. Poseía la sugestión de feminidad voluptuosa que despierta el deseo: cabellos rubios y rizados, tez blanca y rosa; boca grande, de labios linos, rojos, jugosos, incitantes; y un conjunto picaresco; de nariz chatilla y ojos pequeños, hundidos, llenos de malicia, con más luz que color.

Habían salido de la población y el auto corría por la carretera del Pardo.

Daba la sensación de hallarse muy lejos de toda gran ciudad, por lo solitario y sin paseantes que estaban los alrededores.

Lina se lo hizo observar.

—Mira, no encontramos más que automóviles en este paseo. Parece que Madrid está solo habitado por potentados y que nadie va a pie.

—No digas eso —respondió Isabel—; acuérdate de que hace un momento no podíamos transitar entre tanta gente en las calles.

—No me entiendes. Hablo de la sensación que da en cuanto se sale de entre las casas. Desaparece hasta la ciudad, que carece de perspectiva. La gente se queda encerrada en ella, como si no tuviera necesidad de sol, de aire, de respirar.

—Quizás sea verdad lo que nos decía Mlle. Dufresne, que los españoles abrimos tanto la boca para hablar que no necesitamos tomar más aire.

Lina ya no prestaba atención a lo que hablaban. Había mandado al chófer que se detuviese.

—Voy a manejar yo un rato —declaró.

—Te tengo un poco de miedo —dijo Isabel.

—Haces mal; no hay cosa que tranquilice los nervios como el cuidado del volante. Sin el auto yo me hubiera suicidado. He tenido veces de escapar como una loca de casa y correr, correr sola por los caminos, con deseos de estrellarme… Luego, al cabo de un rato, la carrera inhibía el pensamiento y volvía a casa tranquila, casi feliz. Ven a guiar tú. Debías aprender.

Isabel se negó. Sabía que sacaba más partido a su belleza, de aire reposado y majestuoso, conservándose reclinada en los almohadones de su coche o de su salón, que en el dinamismo de cualquier deporte.

Lina se entregó al placer de manejar el coche durante una hora, y al fin fue a detenerse delante de Fuente la Reina. Tomar allí el té le parecía una patente de elegancia.

La llegada de las dos amigas produjo sensación. Las mujeres las miraban con envidia, lo que no impidió que las saludasen cariñosamente.

Muchos galanteadores se acercaron.

Isabel parecía no darse cuenta de los sentimientos que inspiraba.

Sabía fingir la ingenuidad para disimular su coquetería y la vanidad que experimentaba al sentirse hermosa y deseada.

Era hipócrita hasta consigo misma.

—Yo no lo falto en nada a Julio —pensaba— con gustarle a los demás. No me interesa ninguno. Me agrada ser elegante y bella para hacer rabiar a las mujeres y para rechazarlos a ellos. Nada me divierte tanto como vencerlos y hacerles sufrir.

Había algo de cierto en eso. La lucha de su temperamento le hacía buscar los homenajes con coquetería femenina y al mismo tiempo sentía repugnancia hacia todos los que la cortejaban.

La proximidad del hombre no la turbaba como a Lina. Permanecía serena, tranquila, como asexuada entre todos los que la rodeaban. No experimentaba conmoción de ninguna clase. Dulce, sonriente, dueña de sí misma, sin esfuerzo alguno, paseaba una mirada dominadora sobre las personas y sobre el paisaje, árido y duro, que se extendía ante su vista.

En cambio Lina se convertía en otra mujer. Su aire de cansancio, casi de aburrimiento se había trocado en despierto y vivaracho.

Se había embellecido como flor abierta al sol. Sus mejillas se coloreaban, su mirada se hacía más brillante. Palpitaba en ella la hembra, con toda su capacidad amorosa, vehemente y exaltada.

Sus ojos se encandilaban bajo la influencia de las miradas que buscaban la suya. Era como si todo su cuerpo se empinara sobre la punta de los pies.

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