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Quiero Vivir mi Vida: XL

Quiero Vivir mi Vida
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XL

Le parecía que cuantos entraban en el portal de la casa donde habitaba el medico especialista tenían aquella enfermedad.

Los miraba Isabel con recelo, con algo de miedo. Le parecían los futuros pobladores de los manicomios y se sentía intranquila a su lado.

No había costado poco trabajo convencerla de que se dejase tratar por el doctor Nogales, el célebre neurópata, que ostentaba el prestigio de discípulo de los grandes maestros.

Jamás concedía ella que sus desigualdades de carácter tuvieran un origen puramente fisiológico. Lo único en que convenía era en la alteración de sus nervios, que le producía la neurastenia angustiosa.

Era por librarse de aquella sensación de ahogo, de los insomnios, de las visiones y de los terrores que llenaban sus noches, por lo que accedía a soportarla curación.

Ya era un martirio la antesala del doctor.

—Es molesto verse rodeada de enfermos —decía, no queriendo abdicar de su condición de enferma sana.

Tenía miedo al contagio. Pensaba que la clientela de cocainómanos, morfinómanos, neuróticos y desequilibrados de todos los géneros, desde los que sufrían taras fisiológicas, adquiridas o hereditarias, hasta los que se agotaban en un exceso de trabajo cerebral, debía dejar también microbios.

Los miraba a todos con inquietud. En la larga espera tomaba la antesala un ambiente de capilla de iglesia. De vez en cuando un criado abría la puerta para hacer entrar nuevos clientes o para avisar a otros que les tocaba su turno.

Se miraban con algo de hostilidad inconsciente unos a otros. Los que iban solos guardaban silencio, y los otros departían entre sí, siempre en voz baja.

Ya algunos se saludaban, a fuerza de verse allí, pero ninguno hablaba de su enfermedad.

Isabel se entretenía en pasar revista a todos, mientras Rosita, que la acompañaba, se quedaba dormida.

Le llamaban la atención los ojos de las mujeres. Ojos de exaltación, ojos ahuevados de hipertiroidicas, ojos brillantes de neurosis. Era como si las imágenes con que se piensa se asomaran a los ojos, revueltas, fragmentarias, iluminadas con luces extrañas y con colores insospechados.

Muchas caras demacradas, pálidas, como devoradas por los ojos.

Rostros descarnados que anticipaban la imagen de la calavera.

Bocas marchitas y caídas en rictus de cansancio.

Narices enrojecidas, carcomidas, en un constante catarro, destacándose en el amarillear de la tez.

Hubiera querido deletrear las historias de dolor y de miseria de todos aquellos enfermos, los más apiadables, porque su dolencia les había ya contaminado el alma.

No hubiera vuelto sin el prestigio del médico, el anciano de barba blanca y limpia. La impresionaba tanto el prestigio de su sabiduría como el prestigio de su barba.

—Debías dejarte la barba —le dijo un día a su marido—. Los viejos sin barba son unos viejos menos solemnes, menos de otra época. Y desde la juventud hay que preparar la vejez.

Era el doctor de la barba epopéyica el que calmaba con su presencia a los enfermos los días en que cualquiera de ellos, exacerbado, fustigaba los nervios de los demás.

¡Eran tan sensatas las dos señoras que se sentaban a su lado! La enferma debía ser la mayor. Quizás solo enferma de tristeza. La oía suspirar débilmente y quedarse como dormida.

Un día, que faltó a la consulta, le preguntó por ella a su compañera.

—Mi hermana —le respondió ésta— sufría un estado depresivo y le había entrado la monomanía del suicidio.

—¿Algún, disgusto?

—No, es una cosa rara. Tenemos que irnos a vivir a Málaga y se empeñó en suicidarse para no perder las cuotas que le llevaba abonadas a una Sociedad de Previsión. Tiene miedo de que la familia no le haga tan buen entierro como el que ella se tiene pagado.

—Es raro.

—No. El doctor asegura que en estos estados depresivos el suicidio se convierte en obsesión por cualquier futesa. A mi hermana, que es sencilla y normal bu todo, la deslumbraba la visión de su magnífica carroza fúnebre y la esplendidez de su entierro de tal modo, que era preciso estarla vigilando a todas horas. En la calle se arrojaba al paso de los tranvías; en la casa se quería tirar por la ventana o abrirse las venas con un cristal.

—¿Y está peor?

—No. Al contrario. No viene porque está curada y se ha marchado ya.

—Continuará en tratamiento.

—No ha hecho ninguno. Ha bastado que la Sociedad cancele el contrato. En cuanto perdió el derecho al entierro se acabó la manía del suicidio. Ella está buena. La que está grave soy yo.

—¿Qué tiene?

—No sé. El cuidarla sin descansar, las noches sin dormir; los sustos. Hoy he comenzado a agonizar y he venido a morirme aquí… Temo que el doctor tarde demasiado. Ya debe haber llegado el viático. He avisado que me lo traigan… y también he avisado a la funeraria… Voy a morirme en cuanto lleguen.

La exaltación de la pobre señora corrió entres los nerviosos como un reguero de pólvora.

La presencia del sacerdote con los últimos sacramentos y de los empleados de la funeraria aumentó la tragedia. El doctor no lograba calmar a su clientela. Unos pensaban que se iban a morir, y otros, que asistían a los últimos momentos de la enferma. Al fin, el doctor los tranquilizó a todos con el antiespasmódico de su aspecto sereno. Todo era efecto de una neurosis sin importancia, que había hecho sufrir a la enferma la sensación de la agonía. Le aconsejó que acabase la tarde en el teatro.

Una hora después, todos los enfermos, mezclados a la vida ordinaria, eran las personas corrientes, que se ven en todas partes. Pero Isabel estaba tan impresionada que tuvo al volver a su casa un ataque de nervios.

Como siempre, su malestar se volvía contra Julio.

—Eres tú, tú, quien, me ha obligado a ir allí… —decía— como si yo estuviese loca… y lo debo estar… Ya me parecerá loco todo el mundo… estoy convencida de que en la vida no se distinguen a los locos de los cuerdos… y no llegaré a persuadirme de que yo no esté loca también.

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