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Quiero Vivir mi Vida: Prólogo

Quiero Vivir mi Vida
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

Prólogo

Breve ensayo sobre el sentido de los celos,
Por Gregorio Marañón

Carmen de Burgos, atenta siempre a los progresos del pensamiento, ha escrito una novela en la que desarrolla un conflicto de la psicología y del instinto de la mayor modernidad, de un interés actual apasionante, En la literatura clásica, los hombres y las mujeres representaban, cada cual, un tipo de pasión sostenida y única: Otelo, era los celos; Hamlet, la duda; Don Quijote, la generosidad suprahumana a fuerza de ser radicalmente humana (obsérvese la coincidencia final de Don Quijote con los místicos, y sin embargo, la divergencia total de sus raíces respectivas); Werther, esa pasión sexual, sin escape hacia el sensualismo pagano, que caracterizó al romanticismo; y así sucesivamente.

Los últimos años del siglo pasado iniciaron la intervención en la literatura de elementos psicológicos más complejos que los puramente pasionales de las etapas anteriores del arte. Ya en Stendhal se encuentra, detrás del argumento de muchas de sus novelas, una psicología complicada, exenta de la simplicidad esquemática de los sentimientos. Pero el tipo de la literatura psicológica culmina en Flaubert, cuya Comedia Sentimental, es, a mi juicio (juicio de biólogo, no de crítico), una de las piezas representativas en la evolución del arte moderno. En ella se inicia ya lo característico de la fase actual, a saber: la comprensión de cada ser humano como un complejo infinitamente variable a través de su evolución, y no como un tipo representativo, invariable, sin otros cambios que los inherentes a la cronología de la edad, esto es, a la fragilidad juvenil, a la energía de la madurez y al abandono de las horas de la declinación.

Los seres humanos somos en lo morfológico «de una pieza»; cualquiera que sea nuestra edad somos altos o bajos, morenos o rubios, atléticos o enclenques. Pero en nuestra psicología somos un mundo complicado, lleno de fuerzas contrarias y diversas, que cambian con los momentos de la evolución y con las circunstancias de la vida, de un modo constante, y a veces radical. Una arquitectura simplicísima, de pocos rasgos invariables, encierra, dentro de la cáscara de barro mortal, el mundo agitado de nuestros instintos, de nuestros sentimientos y de nuestras actitudes psicológicas. Dentro del leve andamio, todas las fuerzas espirituales cambian y se renuevan de continuo, Hay momentos conocidos de crisis en la evolución, como la pubertad y el climaterio, en que todo se trastoca de un modo especialmente radical. Un hombre, a los veinte años, es ya un ser totalmente diverso de lo que fue a los diez; una mujer, a los cincuenta, apenas si lleva en si estigmas representativos de lo que la caracterizaba a los treinta. Pelo además de estas crisis fijas, sufrimos, a lo largo de la existencia, múltiples renovaciones más, que de continuo nos deshacen y rehacen. El alma que se exhala en el postrer suspiro de un ser humano de ochenta años, apenas tiene nada que ver con el alma entusiasta que estremeció su niñez y su juventud. Éste es el conflicto maravillosamente planteado por Flaubert en la Comedia Sentimental. Un hombre se enamora de una mujer en plena juventud. La vida les impide unirse hasta que la cabeza de los dos está llena de canas. Pero en este momento, cuando vuelven a encontrarse, les basta esa mirada profunda de los ojos cansados de los que empiezan a ser viejos —esa mirada que ya no se detiene como la de las pupilas ardientes del joven en la superficie de las cosas— para que comprendan que la vida ha renovado todo lo que hay dentro de la cabeza gris y del corazón color de hoja seca; sobre todo en ella, en la mujer.

Nuestra vida interior evoluciona sin cesar y tan profundamente en el breve espacio de nuestra existencia, como las civilizaciones en el transcurso de los siglos. Restos numerosos de almas diversas, de sexos distintos, forman el mosaico de nuestra alma. La de la madre y la del padre, con soberanía inmediata y enérgica. La de los ascendentes remotos, con huella más leve, pero a veces cargada de dinamismo latente, que explota y hace revivir en nosotros virtudes o defectos ancestrales. Estas fuerzas múltiples tienen, claro está, una carga sexual diversa. El hombre, más enérgico, soporta sofocados elementos de feminidad variables; como en la mujer, de feminidad más pura, alientan simientes de varón. En un trance determinado, estos elementos de acento sexual contrario al auténtico, pueden erguir su vitalidad y conducirnos por conductas insólitas. Y así transcurre nuestra historia individual, unas veces en paz, otras, erizada de revoluciones, como la historia de los pueblos; por la acción contrapuesta e inesperada de la humanidad múltiple y confusa que se encierra en el recinto de nuestra alma.

Este concepto de la complejidad de nuestro espíritu individual y de su transformación radical a lo largo de la evolución, domina la psicología moderna y, por lo tanto, empieza a influir sobre el arte actual. El escenario de nuestro arte de ahora no es el mundo externo, donde se mueven diversos protagonistas representativos de actitudes netas e invariables. El escenario es el alma de cada protagonista, y en él se agitan fuerzas encontradas, de signo distinto y sobre todo de profunda capacidad evolutiva; más aún en la mujer que en el hombre, por lo mismo que es una forma intermedia y en ella todo es, por lo tanto, en el fondo, evolución.

Carmen de Burgos conoce, repito, al pormenor todas estas orientaciones de la psicología de ahora. En su vasta cultura ocupan un sitio fundamental las contribuciones de los psiquiatras, de los naturalistas y de los literatos que han aportado tantos materiales a la ciencia; porque cuando el artista lo es de verdad, tienen mucho de aquellas dos cosas, de naturalista y de psiquiatra, en el sentido actual que damos a esta disciplina, hecha, no de elucubraciones teóricas, sino de datos recogidos en la confidencia más recatada, en la auscultación más fina del alma de los seres normales; porque es en éstos y no en los enfermos, donde se encuentra la raíz última de la anormalidad.

Esta conocimiento la ha llevado a imaginar la novela que prologan estas líneas, que no quiero elogiar porque está bondadosamente dedicada a mí. En ella se traza, con fina intuición, la trayectoria del alma de una mujer, desde su fase de feminidad intacta, hasta que esta feminidad es resquebrajada por el crecimiento oculto de sordas raíces de virilidad. Una Isabel equívoca, enérgica, se va trasluciendo lentamente a través de la delicada Isabel primitiva. He aquí la tragedia. Porque su marido, que es marido y amante, es, entretanto, siempre el mismo. Por ser hombre está menos sujeto a la desconcertante evolución interior; y son los mismos brazos viriles, conforme pasa el tiempo, los que ven huir de su círculo pasional el fantasma de la mujer, para estrechar a un ser inquieto y arbitrario, que termina irguiéndose, lleno de energía viril; con esa destructora energía de las fuerzas que aspiran a lograr lo que no lograrán nunca del todo; y esta mujer embravecida de rebelión profunda, acaba por matar en un rapto de celos. Certeramente observa la autora, que las mujeres que matan por celos a sus amantes, son, casi sin excepción, mujeres maduras, es decir, mujeres con la feminidad empañada por la progresiva evolución. Primero por eso, porque las fuerzas de destrucción en la naturaleza, son siempre fuerzas de sentido inlogrado. Sólo el que aspira a algo remoto, a algo que se escapa de entre las manos, es capaz de matar. La energía serena, en posesión de su objetivo, es, por ello mismo, benigna y protectora.

Pero, además, los celos tienen, sin duda, un significado sexual equívoco, Ninguna mujer de feminidad estricta mata al hombre que la abandona; porque el amor sabe siempre lo que se hace; y sabe, por ello, que el abandono del ser amado es muchas veces puramente formal; que el hombre huido, deja su corazón intacto en el seno de la mujer abandonada; y a ésta, entre ríos de lágrimas, le basta esa garantía para consolarse y esperar. Y cuando se va todo —el hombre y el amor— entonces, la mujer sabe también que no hay nada que hacer.

El matar por amor es un trasunto de la lucha de los machos por la posesión de la hembra. Los hombres muy próximos a la animalidad todavía riñen, por uso a puñaladas para ganar la mujer deseada. En otro lugar he dicho que gran parte del sentido actual de los deportes es un reflejo de esa contienda entre varones para que el más fuerte alcance el galardón del amor. Cuando una mujer mata a su amante, este mismo fenómeno se repite: se trata, en efecto, casi siempre de una mujer intersexual; y no es ella, sino su componente viril el que lucha con el otro varón, para defender a su propia feminidad disminuida de la feminidad triunfante de «la otra», de la amante.

Los hombres que matan a una mujer por celos es frecuente también que acometan y apuñalen, en realidad, no a la mujer misma, sino al componente viril de la amante; porque es este el que le impide la plena posesión de la feminidad de la mujer amada; más que a los otros hombres que la rodean y aun que la poseen. Obsérvese, y esto demuestra nuestra tesis, que en casi todos los casos, cuando un hombre mata a una mujer, no es por arrebatarla de los brazos de un hombre determinado y fijo: en este caso, a quien odia y hiere es al hombre mismo. Sino por vengar la veleidad, el pasar incesante de unas manos a otras; que es obra del varón escondido en la mujer y no de ésta. Es indudable que este tipo de mujeres apasionadas y sensuales, son, por ello, no los prototipos muy femeninos, sino las de tipo intersexual. El ejemplo más demostrativo es el de Carmen, la gitana de Sevilla, cuya veleidad, de morena de contextura enérgica y de voz grave, es debida a su intersexualidad. Por eso, el pobre don José, hace bien en no matar al torero triunfante, sino a ella; porque era en ella y no en el espada chulillo, donde estaba su autentico rival.

Claro está que en los celos influyen, además de estos impulsos biológicos, otros componentes externos, muy ligados a la ideología y sentimentalogía de cada época, que pueden deformar el esquema expuesto, De hecho, ha habido épocas determinadas de la historia —singularmente de la nuestra— en los que los celos eran una creación artificiosa del ambiente. Aun hoy, tienen un valor completamente distinto, entre los mismos españoles, los celos de la humanidad de las ciudades y los de la gente de los campos, sobre todo de los campos poblados de esos españoles fieramente incultos de Andalucía o de Levante. Esta influencia externa nos explica que Otelo, varón puro, mate a Desdémona, arquetipo de frágil y maravillosa feminidad, en lugar de destruir, como era lógico en buena ley natural, a Yago. Esta influencia deformadora del ambiente se debe, como siempre, a la creación de un prejuicio —aquí el del honor— que convierte el problema biológico en un problema de responsabilidad artificial. Para el hombre de honor lo importante es castigar a quien lo ha manchado y por eso mata a la culpable de la mancha, que se ha convenido previamente que sea la mujer. Hoy, caducados esos prejuicios, nos es difícil concebir a Otelo. Nos suenan sus rugidos a música celestial. A algunos de los jóvenes que han leído a Shakespeare —que son muy pocos, porque no tienen tiempo con eso del fútbol— les he preguntado su opinión sobre este drama, y, sin excepción, lo reputan absurdo. En tanto que cobra cada día mayor vigor actual la tragedia interior de Hamlet, mucho menos intelectual, mucho más cercana a las pasiones puras, en contra lo que se dice en todas partes, que la aparatosa y gesticulante rabieta del moro veneciano. Por la misma razón se aleja tanto de nuestra sensibilidad todo el Teatro Calderoniano fundado en ese honor que se llama precisamente así —calderoniano—; y se aquilata en cambio, el valor moderno e imperecedero de la figura de Segismundo, el hombre auténtico, que se paseaba como un funámbulo por la cornisa peligrosa que separa el sueño de la realidad.

He aquí el sentido de la novela de Carmen de Burgos. El sentido profundo, biológico, equívoco, de la pasión de los celos, limpio de componentes arbitrarios, creados por los prejuicios y la literatura.

Pero nada de esto que dejo ahora esbozado, con ser tan de mi predilección, me hubiera excusado ante mí mismo de detener al lector, impaciente, con estas reflexiones, en el umbral mismo de la novela de Carmen de Burgos. Lo que quería, sobre todo, era rendir un homenaje de admiración a la vida de esta noble luchadora, que no ha conocido un día sin una batalla; y en todas se ha puesto invariablemente del lado de la dignidad de la mujer y de la justicia y la libertad de las mujeres y de los hombres.

G. Marañón

Toledo, Julio 1931.

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