XXXIII
No había podido dormir en toda la noche y no se cuidó de cerrar el balcón.
Al principio le pareció que era un reflejo del sol que nacía, el resplandor de los vidrios de la ventana de la guardilla; pero aquella luz oscilaba, temblaba, tenía un tono de dorado antiguo, distinto del rojo de fragua de la luz naciente.
Eran las luces de la muerte que alumbraban el cadáver, próximo a desaparecer de la vida de los otros.
—Es la viejecita del tejado, que se ha muerto —dijo Adela.
—Cierra bien los balcones, corre los visillos… las cortinas… no quiero ver esas luces —exclamó Isabel llana de miedo.
Se convertía en aquel momento en un personaje amedrentador la viejecita que tenía costumbre de ver, asomada al ventanuco que dominaba todos los tejados de las casas cercanas.
En su fantasía siempre exaltada, en sus ratos de aburrimiento, se había entretenido en tejer alrededor de la insignificante figura de la viejecilla pulcra mil novelas disparatadas.
Le había parecido siempre que debía de ser una de esas mujeres de historia brillante, que deslumbraron, un día con su lujo y su belleza y que caen luego en la miseria y el abandono.
¡Conocía ya tantos casos! La duquesa que pedía limosna, la marquesa que vendía estupefacientes, la artista que cuidaba el gabinete de limpieza de un teatro.
Pero ella descubría en aquellas mujeres que tenían historia interesante, algo que era como una fuente de riqueza capaz de alegrar su vida: el recuerdo.
Muchas veces, cuando había visto a la vieja inmóvil en su sillón, cerca de la ventana, con la mirada vaga y perdida, había creído que realmente no estaba allí. Vivía su vida en el recuerdo.
Debía ser aquélla la única manera de vivir la vida, que verdaderamente tenía un significado noble y fundamental.
Isabel tenía la desgracia de no tener bastante frivolidad femenina para ser feliz con las futesas que les bastaban a las otras mujeres, ni poseer suficiente fortaleza viril para aspirar a un plano espiritual superior.
Aquello era su lucha y su martirio.
—Me parece que tengo dos cerebros superpuestos —se decía a veces, cuando le parecía sentir que dialogaban dentro de ella, unos de seres conscientes, con opiniones y sentimientos distintos.
Así, a pesar de su orden de cerrarlo todo, volvió a abrir el balcón y se asomó, con esa especie de atracción de lo que se teme.
No veía la caja… no se veían más que las luces, muy pajizas, oscilando como movidas por la respiración de seres invisibles. Parecían arder sin pábilo, con algo de los fuegos fatuos de los cementerios, que a ella le parecían espíritus de muertos.
—La pobrecita no tenía a nadie —comentó Adela, que conocía todas las historias de la vecindad, gracias a la charlatanería del periódico vivo de Vicenta, la cocinera, que imprimía la edición de noticias y chismes cada mañana, al volver de la compra.
—¡Más vale así! ¡No tiene quien la llore! —Acabó la doncella al ver que Isabel no le contestaba.
Ésta se había quedado pensativa. Era triste el espectáculo de aquella vida que desaparecía, sin más importancia que la de una brizna de paja arrastrada por el viento.
—Para ella, morir no había sido más que dejar de vivir su vida en el sueño de un pasado —pensó Isabel.
Casi envidiaba aquellos años tranquilos, vividos en falso, que había disfrutado la viejecilla asomada al hueco de su alta ventana contemplando el panorama de tejas y chimeneas.
Un panorama de tejados podía fingir todos los paisajes: Días de nieve en que se convertían en cumbres de montañas; días de primavera en los que hierbecillas y flores diminutas sugerían prados y jardines… Chimeneas como buques anclados en el mar.
La viejecita no se había aburrido en su contemplación. A su ventana llegaban todos los pájaros del contorno, en busca de las migajas con que los obsequiaba; y los lamentables gatos, que iban en busca de las sobras de su comida.
En aquel detalle le parecía a Isabel reconocer un alma buena en la viejecita.
Aquella pobre vida, que ella había mirado con tanta indiferencia como a las matas verdes del alero, tomaba importancia al desaparecer: Ya no la vería más.
Era la suya la tristeza que acompaña a todo lo que se pierdo para siempre.
Recordaba; Sintió pena cuando no volvió más la churrera a sentarse en su puesto de la esquina. Se afligió cuando dejó de ver al Pobre de la Gasa, el anciano astroso que pasaba todo el día, sin miedo al sol ni a la nieve, apoyado contra la tapia del jardín cercano, pava vivir sólo de los restos de la comida y de las limosnas de los vecinos de aquella casa.
Ningún día, sin apenas darse cuenta, había dejado de mirar a la vieja. Ella la saludaba siempre con un suave ademán de su mano y una sonrisa melancólica. Quizá su juventud y su belleza avivaban sus recuerdos.
Instintivamente pensaba Isabel en cómo sería la vejez lamentable de las mujeres que no supieron prepararla.
—Preparar la vejez debía ser todo el cuidado de nuestra, vida —pensó.
Permanecía de pie, con la frente apoyada en el vidrio y los ojos fijos en algo que no veía.
Era en aquellos momentos cuando vivía su vida.
Volvía a tener para ella esa frase la nueva y verdadera significación. No tenía esa acepción vulgar que le daban todas sus amigas y que ella misma le había dado. Vivir su vida, no era buscar la mayor cantidad de goce, sin sacrificarse por nadie y sin tener ninguna abnegación ni ningún respeto, en lucha con su egoísmo.
Vivir su vida no era atropellar todas las pasiones nobles y todo el derecho de los demás. No era arrollarlo todo sin pensar más que en el egoísmo y el placer. Vivir su vida no era anteponer su capricho a todo, sin consideración ninguna.
Pensaba entonces que vivir su vida era superarse en bondad y en comprensión para tener esos años de placidez con los recuerdos dichosos.
Triunfaba en aquel momento la parte más noble de su ser contradictorio.
La invadía un sentimiento más ascético que místico. Sentía terror… No se distinguía a sí misma entre la confusión revuelta de su espíritu.
Vio unas sombras negras ocultar el marco de la ventana y comprendió que el cuerpecillo ruin e inanimado iba a sufrir los últimos ultrajes.
Cuando miró de nuevo, las luces pajizas se habían apagado. El hueco de la ventana tenía aspecto de boca de nicho. Otras vidas vendrían pronto a enterrarse allí.
Isabel se dejó caer en su lecho. Se sentía enferma de un gran desequilibrio nervioso, pero durante toda su enfermedad, que la retuvo dos semanas en cama, no confesó a nadie el origen. Lo parecía ridículo el exceso de sentimentalismo que se apoderaba de su espíritu.