XIV
La gran jarra de cristal cuajado, con su aspecto de escarcea, daba frescor al mirarla.
Manuela la había colocado sobre la mesa y se había ido. Connaturalizada con Alfredo sabía ya adivinar sus deseos y sus pensamientos.
Se llenaron los vasos de la mezcla hecha con zumo de sandía, mezclado al jerez y al marrasquino, donde nadaban, aromatizando la bebida, pedazos de manzanas, de peras, de bananas y de albaricoques.
Julio paseó la vista por la estancia para apreciar la nueva instalación de su amigo.
Había una veintena de relojes de todos tamaños y formas, que ponían con el mido y el movimiento de manecillas, péndolas y figuras, un extraordinario ambiente de vida en torno suyo.
—Tengo todas las horas a toda hora —dijo Alfredo—. Y este no poder poner de acuerdo mis relojes es para mí una fuente de filosofía, que me hace tolerar el desacuerdo de las gentes y no obstinarme en ponerlas en hora. Hasta con darles cuerda.
Julio se levantó para pasar mejor revista a todos aquellos relojes caprichosos.
De uno de ellos salía una procesión que daba la vuelta a su caja, de un modo serio, acompasado, grave y trascendental, mientras que en otro, dos negros golpeaban con sus martillos la cabeza de un buen hombre, En otro una mujer miraba correr a sus pies un simbólico arroyuelo. Al extremo opuesto un barco, con su velamen desplegado, se balanceaba como si hubiese de llegar a un país desconocido; un gallo lanzaba su cacareo y de varias portezuelas salían vigilantes cucos, para advertir que estuviesen alerta, los que no sentían pasar las horas.
—El que más me impresiona —dijo Julio— es esta bella dama, de cuyo hermoso brazo mana la sangre, mientras el tiempo la sostienes con actitud de caballero galante.
—Sin embargo, hay el consuelo de que no se sabe qué cantidad de sangre queda en sus vanas; como no se sabe el agua que resta en la fuente, ni las veces que vamos a ver moverse las manecillas de nuestro reloj de bolsillo. Lo que yo no puedo sufrir —fíjate en que no hay ninguno— es el reloj de arena. Es el único en que se ve cuándo va a caer el último grano.
Estaba distraído Julio mirando las vitrinas donde los instrumentos de cirugía aparecían rodeados de polichinelas, muñecos de trapo y juguetes verbeneros, toscos, de gracia grosera a veces, pero extraordinarios como esa especie de flores raras, que abren una vez y no vuelven a repetirse más.
Desaparecían las paredes bajo los cuadros de arte y las telas antiguas y raras, entre las que era vano buscar su título de doctor. Reían divinidades olímpicas y faunos ágiles, en mármoles y bronces sobre las repisas de las librerías, en las que se entremezclaban libros de estudio, en diversos idiomas, con novelas y poesías. Divanes, tapices y almohadones, formaban recantos más propicios a la molicie y la conversación amistosa que a la confesión profesional.
Frente a la ventana un telescopio espiaba las bellezas del cielo, del que parecía prolongación el techo de la estancia, constelado de estrellas de talco, bombillas de colores y flores y animales de porcelana.
Se veía que Alfredo había tomado su posición en la vida con la filosofía de los que se arrellanan cómodamente en el asiento del tren para pasar lo mejor posible las horas del camino. Sin poseer la alegría rutilante del hombre satisfecho de la vida, tenía la alegría serena del que da poca importancia a las cosas, y cumpla el deber de guardar el gesto agradable, por la necesidad de respetar a los demás, sin amargarles la vida.
Julio no pudo por menos de decirle con cierta admiración.
—Te aseguro que aquí no se cree uno en el gabinete de un doctor. Este tic-tac, toc-toc, tic-toc de tus relojes no son muy a propósito para dejarte oír el soplo de la aorta ni los roces de las cavernas pulmonares.
—Veo que tú tampoco confías mucho en mi ciencia.
—No lo creas. Precisamente vengo a rogarte que veas a Isabel. No está buena.
—Haces mal en recurrir a mí para eso.
—¿Por qué?
—No querrá hacerme caso. El médico amigo no tiene, salvo algunas excepciones, el prestigio del desconocido. Yo desagrado a todas las mujeres. Por lo general, les gusta que les digan que están graves, que les prescriban regímenes difíciles, cambios de clima, baños y… hasta operaciones. Las hay que se dejarían rajar con gusto por tener unos días de importancia en la familia.
—En este momento, Alfredo, quiero que te dejes de bromas. El estado de Isabel me inquieta y hay en ella, realmente, algo que depende más de influencias de su espíritu que de enfermedad de su cuerpo.
Alfredo se quedó mirando a Julio y le dijo:
—¿Por qué no eres franco conmigo?
Él vaciló y al fin repuso:
—Porque tengo miedo de serlo conmigo mismo.
Le refirió todos sus disgustos. Su continuo sufrimiento con el carácter de Isabel, irascible, caprichoso, tornadizo y frívolo, compensado con sus gracias y sus caricias.
—Hay momentos en que me parece perversa y amiga de hacerme sufrir —confesó.
—Creo que exageras algo —dijo Alfredo—. Yo la he creído siempre una hipertiróidica de temperamento complicado, pero ya que lo deseas, la veré. Es preciso cogerla desprevenida, que no se dé cuenta de aliarse frente al médico. Deseo auscultar primero su espíritu. Hay enfermedades que se agarran al hígado espiritual o al cerebro del espíritu y luego se extienden a los órganos del cuerpo físico, así como otras veces son éstos los que enferman a los órganos espirituales. Sin el conocimiento del doble que existe en cada persona, yo no soy capan de diagnosticar.
—Te confiese que tengo cierto miedo a tus teorías.
—Haces mal. Estoy convencido de que el espíritu padece cáncer, viruelas y tercianas, y de que amor, repulsión, virtud o vicio, no son, en la mayoría de los casos, más que lo que podríamos llamar imperativos categóricos de nuestro organismo.
—Según eso, el mal es como una diabetes.
—Casi, casi. La danza macabra no es danza de la muerte, sino de vivos. Da miedo de que nos cojan de la mano y nos obliguen a dar vueltas en ella. Las más profundas y desconcertantes desdichas que quiebran para siempre la vida, provienen del enemigo que nos acecha agazapado dentro de nosotros mismos.
—No crees en la responsabilidad.
—¿Qué nos importa la responsabilidad? El tratar de hallar culpables es un sentimiento de odio hacia los semejantes, disfrazado hipócritamente con los nombres de pureza, justicia, equidad… Yo pienso que es mejor remediar los males pasados y evitar los futuros, que perseguir a quienes los causaron. Digo como Buda: «Hay que ser dulce con todos los seres vivos».
—En eso estoy conforme.
—Naturalmente. Has engordado. Ya sabes mi teoría. Basta un cambio de peso para una mudanza de ideas y de sentimientos o para un mayor desarrollo de ellos. Tú, bueno siempre, aumentas tu bienestar en el almohadillado de tu gordura. Quizás los flacos somos los únicos causantes de todas las luchas.