XXIV
De la misma manera que sentía el honor a lo hombre, sentía la embriaguez de la conquista de Enrique. Sin darse cuenta, ella había tomado el papel masculino frente a la inexperiencia del muchacho.
Estaban solos en la terraza. La noche era clara. Lucía la luna de cobre encendido en medio del celeste del cielo, iluminado por la claridad poderosa que borraba las estrellas.
Se reflejaba en el mar formando un arroyo de luz, con un cabrilleo de lentejuelas de azogue y desde cualquier punto que lo mirasen, venía siempre a clavarse en sus ojos. Podían dudar cuál de las dos lunas era la verdadera; si la de brasa encendida que permanecía sin apagarse dentro de las aguas oscuras, o la que se retrataba en el azul sobre sus cabezas.
Por un acuerdo tácito no se hablaban y evitaban el mirarse. Había algo que alcanzaba su plenitud dentro de ellos.
La marca baja parecía dejar al descubierto un jardín submarino, cuyos raros perfumes llegaban hasta allí. Era un olor denso, material, excitante.
—Huele a rocas, algas y sal —dijo Isabel.
Enrique no respondió. Tenía la impresión de que aquellos perfumes emanaban, sólo de ella, de sus cabellos y de su descote.
No se daba bien cuenta de nada, como mareado con el rumor del oleaje, el eco del croar de las ranas en el estanque del jardín y el ruido de los grillos que tocaban sus violines en el campo.
Isabel estaba hermosa. Durante el día, a pesar del calor, se veía obligada a llevar los trajes altos, de mangas largas, y hasta sentía deseos de taparse la cara, con miedo de que se le parasen en la carne aquellas moscas fastidiosas, que según Julito afirmaba, estaban más mal educadas que las moscas de la ciudad, aunque Ricardo las defendía diciendo:
—Las moscas son los pájaros de las habitaciones.
Isabel tenía miedo de que se parasen sobre su carne, cuando las veía afilar su guizque con las patas delanteras para darle un lancetazo, semejante a una inyección de una vacuna peligrosa.
Por eso había renunciado a su descote durante el día. Sólo se lo permitía de noche.
Aunque todos los vestidos eran oscuros al lado de su descote, solía ponerse vestidos negros.
Su sobrino solía decirle:
—Estás tan hermosa así que debías llevar luto por coquetería o por la muerte de las otras mujeres que estén a tu lado.
El descote de Isabel influía sobro Enrique. Lo deslumbraba aquel descote estatuario. Se marcaba en él, levemente, sobre la piel blanca y tersa, el espejeo que forma el collar de Venus en torno de la garganta juvenil de las mujeres hermosas.
Era sorprendente el tinte de la coloración de su carne. Tenía un blanco en el que no se había desleído ningún grano de añil ni de ocre. Un blanco puro, ni lustroso ni mate; transparente, perlino, de una blancura alucinadora; hasta el mismo blanco palidecía por la luminosidad de su carne.
Aquella blancura atraía el amor y el deseo de Enrique de una manera poderosa.
Como un desquite a la privación de llevar descote de día, Isabel los exageraba. Casi todos sus trajes eran sin mangas, tela liada al cuerpo con algo de sudario, que dejaba descubiertas las axilas. A veces, una manga de encaje, una cinta del hombro a la muñeca, la hacía aún más alucinante. Otros días dejaba la espalda completamente al aire, con gesto de mujer que sale del baño.
El descote más alucinante para Enrique era el que huía descubriendo y tapando la desnudez, como si fuera a mostrarse por completo.
Sentía odio y envidia de los hombres que podían mirarla así. Hubiera querido poder prohibírselo.
Su contemplación lo volvía estúpido, como presa de un hechizo o de un bebedizo. Julito y Ricardo se burlaban de él. A veces le hablaban y no acertaba a contestar. No osaba mirar aquella nieve cuajada del seno de Isabel, que hubiera querido fundir al calor de sus besos.
Tanto lo obsesionaba aquel descote de nardo que a veces tramaba planes descabellados, para provocar un peligro, con el fin de salvarla entro sus brazos o ahogarla en ellos, pero lo bastaba escuchar el acento dulcemente imperioso de Isabel para obedecer sus más leves indicaciones.
Se habían ido a acostar todos y Enrique e Isabel permanecían aún en la terraza.
—Es una imprudencia que continuemos aquí —dijo él—. Principia a caer relente.
Ella sonrió. No tenía idea de que existiesen allí enfermedades.
—Me gusta tanto ver el mar a esta hora —dijo.
—Parece que comienza a alborotarse.
—Sí, está en eso momento en que tiene algo de tigre y no se sabe si acaricia o amenaza entre las sombras.
El oleaje comenzaba a sonar como los chorros de lecho en un gran cuévano.
Una ráfaga de viento pasó como una ola invisible sobre ellos produciendo esa especie de mido de sedas que forman los ramajes, como si hubiera una arboleda invisible.
—Impresiona pensar en los barcos que cruzan esa inmensidad de agua envueltos en las sombras y a merced del huracán.
—A mí me da más lástima de los pájaros —respondió ella—. Siempre que hay una noche de viento tengo la impresión de que va a amanecer el jardín cubierto de pájaros, que deben caer de los árboles como hojas. ¿Dónde se meterán los pájaros las noches de tempestad?
Sonó la campana de una iglesia distante y el faro fronterizo extendió aquel radio de luz que parecía el tentáculo de un pulpo enorme que daba vueltas, alargándose y encogiéndose, como si quisiera aprisionar algo.
Era preciso separarse y ninguno de los dos se avenía a poner fin a la tortura y el encanto de sus noches. Él sentía todo el dolor de su amor rechazado y ella la voluptuosidad contradictoria de desear y resistir.
Estaba pálida, blanca, sin color en los labios, Su descote parecía haber palidecido también, como si se hubiese hecho más severo, más fuerte, un descote de estatua de piedra. La miraba sin atreverse a respirar. La encontraba más hermosa que nunca.
Ella se puso de pie, le cogió la cabeza entre las manos, con una espacio de ternura religiosa, escondió dentro de sus ojos, muy abiertos, el rayo de pasión que escapaba de los párpados entornados de Enrique y le dio un beso ardiente entre los cabellos.
Él sintió agonía. Aquel beso corría por su médula, invadía todo su cuerpo, parecía repetirse y amplificarse, como el círculo que hace una piedra arrojada en un lago.
Aspiró el perfume de aquel descote que era su tentación. Lo poseía la locura de su pasión, la locura de olores que lo envolvía, con las ráfagas marinas de algas, yodo y salitre; unidas a las bocanadas de la brisa de tierra cargadas de aromas de magnolias, jazmines y madre-selva.
La estrechó contra su pecho plena de belleza. No era la rosa —perfume y espíritu— que se deshojaba en sus brazos; era la camelia —carne y sangre— que caía, como las camelias desprendiéndose en redondo de su tallo, en plena lozanía. Salió de allí como un sonámbulo: Apretaba los puños para que no se escapase de sus manos el calor que le había robado a ella. Cerraba los ojos, con miedo de despertar, y creía oír la voz tan mimosa, como jamás la había escuchado, murmurando a su oído extrañas caricias:
—¡Te quiero… te quiero! ¡Eres un feo muy hermoso!