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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

X

—¿Vas a salir, Isabel?, —preguntó Julio.

—Sí.

—¿Con Lina?

—Sí.

Había algo de desafío en la arrogancia con que pronunciaba aquella afirmación.

Él pareció vacilar.

—¿No seria mejor que te hicieras acompañar de tu hermana?

—¡No me lo digas! Es insoportable. Siempre con el niño a cuestas. Me deja olor a nodriza en el auto.

—¿Tu madre?…

—Está ya metida en la cama. Desde que comienzan los primeros fríos apenas se levanta. Allí come, allí lee, allí van las amigas a tener su partida de juego… y ahora con la radio y con el niño lo tiene todo completo. Se pasa la vida con los auriculares puestos y Julito al lado.

—Realmente, Isabel, nuestro ahijado es encantador, tan rubio, tan bonito. ¿Es posible que no lo quieras?

—No es eso… lo quiero… como quiero a mi Kees… Pero no me siento tía. Las exageraciones de su madre y de su abuela me hacen antipático al pobre niño.

Julio guardó silencio. Ella estaba nerviosa. Conocía que necesitaba dar la batalla a su marido para que no intentase impedir su intimidad con Lina, la amiga predilecta.

—¿Es que te disgusta que vaya con Lina?, —preguntó.

—Sí… tienes demasiada facilidad para admitir en tu trato personas que no sabemos bien de dónde vienen ni apenas quiénes son.

—Es que solamente en las novelas sabemos quién es cada persona, desde que nace hasta que se muere, y dónde puede hacerse un capítulo para cada cosa. La vida nos lo da todo mezclado, revuelto; se confunden unos personajes con otros. Aparecen, nos dicen lo que quieren, se van y no sabemos más de ellos. No debe preocuparnos ni su fin ni su comienzo. Basta con que sean correctos y agradables mientras los tratamos.

—Pero la sociedad es exigente, Isabel —insistió él—, y si te ven acompañada de gentes dudosas se alejarían de ti.

—Eso sería si tú te declararas en quiebra —respondió ella burlona.

—No seas loca. Hablo de las personas serias, para las que no es el dinero el único valor.

—Pues yo prefiero no tratar a esas gentes gazmoñas, a las que tú llamas serias, mejor que prescindir de mis amigas. Después de todo, el Mundo es como el Infierno. Está formado de círculos, y como no se puede estar en todos a un tiempo, es preciso quedarnos en el que más nos agrade.

Él no se atrevía a insistir pero estaba decidido a desplegar toda su energía. Isabel había ido poco a poco rodeándose de amigas más propicias a la alegría y la frivolidad que las linajudas damas que la aburrían haciéndole tomar parte en sus juntas y fiestas de beneficencia; pero sus amistades habían sido siempre poco duraderas. Tan pronto se metía a una amiga en el corazón como dejaba de verla y no la recordaba más.

Sólo Lina había sabido tomar ascendiente sobre ella. Se había hecho la indispensable a su lado. Le ayudó a cambiar el decorado de la casa, con una elegancia sorprendente. Todos los mueblas habían sido escogidos por Lina, sin descuidar ningún detalle. Gracias a su esfuerzo las habitaciones estaban llenas de comodidad, de rincones confidentes y agradables, sin nada vulgar ni chabacano.

La dirigía también en sus trajes. Parecía tener el don de adivinar los caprichos de la moda antes de que se generalizasen. Isabel estaba satisfecha de los triunfos que obtenía por la influencia de su amiga. Se hacía elegante y bonita en un grado insospechado hasta para el mismo Julio.

Era un triunfo de feminidad, de pleno desenvolvimiento de su belleza, cuyo poder dominaba a su marido. Ella lo conocía y sabía utilizarlo.

—¿Qué tienes que decir de Lina?, —le preguntó resuelta.

—Realmente nada… pero me molesta tanta intimidad…

—¿Vas a tener celos?

—No es eso. Hay algo en ella raro, una coquetería, unos modales… No está bien vista.

—Es indigno que digas eso… Es una señora casada. La esposa de un diplomático…

—De un viejo, que le triplica la edad y la deja hacer cuanto quiere.

—Porque no hace nada malo. Me consta, ¿sabes? Está enamorado de ella hasta el punto de resultar un compañero gentil.

—Di que está dominado, con esa sumisión de los viejos que se sujetan a la pasión de la última mujer que despierta su interés.

—¡Es indigno que hables así!, —exclamó ya furiosa Isabel.

Aunque Julio le temía a los arrebatos de su mujer no quiso darse por vencido.

—Don Miguel es un pobre hombre —continuó— que esta en ridículo y hace por no enterarse de los caprichos de su esposa.

—Te aseguro que no tienes razón. Lina es buena, tiene un temperamento nervioso, algo desequilibrado, porque es una verdadera artista.

—Veo que te ha enseñado la lección como al marido, para que se lo disculpéis todo, por sus anomageniales.

—Y tú tas aprendido las calumnias de Rosita, de Antonio, de todos los que ven con malos ojos que yo tenga una amiga con quien poderme entender. ¡Pobre Lina! La insultáis por causa mía. Sólo porque es mi amiga. Sólo porque yo la quiero.

Julio hizo acopio de energía.

—Pues supongamos que sea así; no quiero que te muestres más en público con ella.

Isabel conoció que era el momento de recurrir a la violencia, segura de dominar al fin, y rompió a llorar con desconsuelo.

Julio suavizó la voz.

—¡No seas niña!

—Eso pienso… no ser niña… No me dejaré dominar así… No cederé a caprichos injustos… Me iré lejos… me suicidaré.

Se retorcía en una crisis de nervios.

Su marido tuvo miedo y cedió, como siempre.

—¡Cálmate, Isabel! ¡Isabel mía! Es verdad… he sido injusto… Un poco celoso. ¡Te quiero tanto!

La cubría de besos y de caricias, sin ver el esfuerzo con que ella se sometía a soportarlas para asegurar su triunfo.

Estaba realmente hermosa con la palidez esparcida sobre el tinte mate de su tez morena, y hacia resaltar más el dibujo correcto de sus facciones de medalla clásica. Los labios empurpurados con el lápiz, tenían algo de flor de adelfa, amarga y atrayente. Daba la sensación de que le habían crecido los ojos, y le iban a seguir aumentando, hasta devorarle todo el rostro, convertido ya sólo en ojos, florecidos e incandescentes, entre la palidez y la demacración. Era una belleza nueva y malsana que envenenaba a Julio.

—Si no fuera tan hermosa sería insoportable —se decía él algunas veces, para disculpar consigo mismo su condescendencia ante los caprichos de Isabel.

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