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Quiero Vivir mi Vida: IV

Quiero Vivir mi Vida
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

IV

Grandes borrones caían sobre el paisaje. Nubecillas juguetonas hacían que la luna saltase a la comba.

Pasos en el corredor hicieron que Isabel despertara de su ensimismamiento… Pasaron de largo… No era Julio.

Volaban sobre su cabeza los murciélagos, que le parecían ratones con alas. Salían a centenares de los agujeros de los paredones viejos y la atemorizaban haciéndolo recordar las consejas de los vampiros. Venían hasta ella con su vuelo ciego y llegaba a sentir la impresión gelatinosa de las alas. Había algo malévolo en sus cabezas, que recordaban el San Benito de los condenados de la Inquisición, y en la mueca de una risa siniestra, en la que lucían dientecillos blancos.

Cerró la ventana… Otra vez pasos… Ahora no se engañaba. Era Julio.

Se dirigió hacia Isabel con el rostro radiante de franqueza. En aquella hora pasada lejos había abierto su espíritu a las buenas influencias y volvía olvidado de su enojo.

Ella lo apartó bruscamente. Se sentía celosa de aquella corta ausencia; humillada de que la hubiese dejado.

Julio se sorprendió:

—¿Pero qué tienes? ¿Por qué me tratas así?, —le preguntó.

—¿Te crees que no te he visto mirar a aquella mujer del comedor?, —respondió ella—. ¿Que no te ha visto todo el mundo? ¿Me crees una mujer capaz de soportar la humillación? Pues te equivocas. Esto no ha de continuar. Yo no soy una mujer de esas que se lo aguantan todo. Nos separaremos para siempre. Me haré cuenta de que no te he conocido…

Julio se asustó de la amenaza. Estaba hermosa con el seno desnudo, la cabellera desrizada por el relente y los ojos de fiebre y melancolía, reveladores de la maceración de su luna de miel.

Su miedo se tradujo en una cólera y un despecho que no podía contener.

—¡Está bien!, —exclamó—. Será lo mejor que podemos hacer… Yo no pienso olvidarte como tú a mi… Recordaré unos días de felicidad a tu lado… Como si no fueras mi esposa.

Sintió Isabel aquella última frase como un azote en carne viva. Despertó todo su orgullo enérgico y varonil y se adelantó hacia su marido con aire amenazador.

—Te prohíbo que hables así —dijo, clavando en él sus grandes ojos color tabaco, en los que el fuego de la cólera había secado las lágrimas—. Soy tu esposa y no debes recordarme unida a las mujerzuelas con que debes haber tratado.

Sin darse cuenta sintió Julio la ofensa que Isabel hacía a las mujeres que él había amado. Instintivamente acudían a su imaginación reminiscencias de días de placer y de pasión; escorzos de mujeres nobles y buenas con las que fue ingrato, o de las que el Destino lo separó.

La mente de Isabel opuso a las imágenes de aquellas mujeres evocadas rasgos imprecisos de hombres que la pudieron amar…, miradas apasionadas…, sonrisas prometedoras…, hombres cuyos rostros no había visto descompuestos en la intimidad.

Cada uno veía en los ojos del otro vestigios de otras mujeres y de otros hombres que los separaban.

—Me iré —gritó ella en el paroxismo de la ira apasionada—. ¡Te olvidaré! ¡Te aborreceré…! ¡Querré a otro…!

Hubiera querido inventar palabras con punta de lanza, más heridoras que cuantas conocía, para clavárselas y exasperarlo.

Él recobró la corrección.

—Seré yo quien se vaya. ¡Quédate tranquila! No me verás más.

Se dirigió hacia la puerta.

En medio de su furor Isabel sintió agonía de que fuese a cumplir su palabra.

Tuvo un acceso de desesperación: Se abrió el vestido…, se desgarró los encajes de la camisa…, se clavaba los dedos en la carne… Por último se dejó caer al suelo como muerta.

Julio sintió borrarse su cólera y renacer su pasión con el espolazo de los celos y el temor de la muerte. La estrechó entre sus brazos y buscó sediento sus labios. No le daba explicaciones ni las pedía.

—¡Isabel, Isabel mía, te adoro!

Ella se debatía. Experimentaba repugnancia hacia el hombre que la había insultado.

—¡No…, no me beses!… ¡Déjame!

Suplicó él:

—¡Perdóname!

—¡No, no!

Julio seguía suplicando y ella sentía que en aquella escaramuza de adaptación a la vida conyugal había ganado. Era el esposo quien quedaba sometido. Estaban ambos bajo la tensión de nervios, de esa cosa acérrima, que existe en el fondo del brindis lleno de acetomiel, en los primeros días del matrimonio. Poco a poco las caricias de su marido la fueron ganando. Sus músculos, en tensión para rechazarlo, adquirían flexibilidad. Cedía a un instinto superior a su voluntad; pero creía escuchar cómo protestaba de su debilidad femenina un gemelo del sexo contrario que vivía en el fondo de sus entrañas.

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