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Quiero Vivir mi Vida: XXXV

Quiero Vivir mi Vida
XXXV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Cuadros
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
    17. XVII
    18. XVIII
    19. XIX
    20. XX
    21. XXI
    22. XXII
    23. XXIII
    24. XXIV
    25. XXV
    26. XXVI
    27. XXVII
    28. XXVIII
    29. XXIX
    30. XXX
    31. XXXI
    32. XXXII
    33. XXXIII
    34. XXXIV
    35. XXXV
    36. XXXVI
    37. XXXVII
    38. XXXVIII
    39. XXXIX
    40. XL
    41. XLI
    42. XLII
    43. XLIII
    44. XLIV
    45. XLV
    46. XLVI
    47. XLVII
    48. XLVIII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

XXXV

La luz no quería ser prisionera en las estancias frías del Banco. Por eso se negaba a entrar por los grandes ventanales.

Era preciso recurrir a la luz eléctrica para poder trabajar.

Había allí una frialdad de ambiente que, a pesar de lo confortable de los mullidos sillones de piel y del calor de los radiadores, hacía sentir su helor.

Parecía que el Número, alma del universo, se quejaba de verso confundido con la Cifra, esqueleto de las operaciones bancarias.

Delante del gran bufete presidencial de Julio, estaba la mesita de su mecanógrafa.

Colocada de perfil, la cabeza de Matilde, ofrecía una pura y dulce línea de Donatello. Quedaba toda casi en la sombra. Lo que se destacaba de ella eran las manos tecleando ligeras en la máquina.

La bombilla eléctrica, sujeta al tablero, bajo su caparacete de metal, enfocaba toda su luz sobre las manos.

Julio las perseguía con la red de su mirada, como un cazador de mariposas.

Después, de su encuentro con Matilde, ésta se había hecho una necesidad en su vida.

Había ascendido a su mecanógrafa para darle aquel lugar a la joven.

Nunca había sido él tan asiduo al Banco ni había trabajado tanto.

Lo encantaba la manera que tenía Matilde de cumplir su obligación. Estaba siempre puntualmente en su puesto, seria, correcta y amable.

Era raro que cometiera una equivocación de concepto ni de ortografía, ni que se permitiera opinar.

Se vestía sencillamente de oscuro. Soportaba la manga larga y la falda cumplida, sin la procacidad de las otras que enseñaban piernas y brazos, de un modo impropio en la oficina regida por hombres. Ella no se pintaba las mejillas ni los ojos ni se empurpuraba los labios.

Esta conducta le originaba la malevolencia de las que se veían censuradas en el contraste.

Cuando le habían hecho notar su diferencia, se limitó a responder:

—Yo creo que ahora, que se nos da tanta parte en la vida y en el trabajo a las mujeres, y que deseamos que nos consideren iguales al hombre, necesitamos olvidar las coqueterías y las armas que eran nuestra única defensa cuando se nos negaba todo.

Y con su seriedad y su recato triunfaba sobre todas sus compañeras.

Julio le guardaba un respeto en el que había algo del sentimiento de los golosos que retardan la hora del postre para saborearlo mejor. Tenía a Matilde siempre a su lado, la rodeaba de ternura, de delicadeza, pero no le decía ni una palabra de amor ni de galantería.

Todos los días le llevaba unas flores, unos bombones, un objeto cualquiera agradable, pero se lo ofrecía de un modo tan sencillo, como una insignificancia, que permitía no concederle transcendencia.

Un día le cogió la mano y le miró las uñas.

Las tenía cuidadas, limpias, pulidas; pero los bordes estaban rotos y recomidos por las teclas. En el extremo de las yemas de los dedos se insinuaba la dureza de un callo.

Había Julio hecho llevar desde entonces dedales de goma para todas las mecanógrafas.

Veía escribir con ellos a Matilde, dominado de tristeza.

A fuerza de mirarle las manos había acabado por enamorarse de ellas, y con los dedales tan toscos le daban la sensación de estar martirizadas.

Los dediles eran como un antifaz que le ocultaba la belleza de las lindas manos, a las que no adornaba ninguna sortija.

Admiraba la forma perfecta y la expresión de que estaban dotadas.

No eran las manos blanduchas sólo capaces de acariciar ni las manos medio cordero y medio rosa de las jovencitas vulgares. Era una mano inteligente, de mujer que sabe de amar y de sufrir.

Se acercó a la joven con cierto miedo.

—¿Qué tal le va con los dedales, Matilde?

—Muy bien. Al principio pesan y entorpecen un poco, pero luego se acaba por acostumbrarse.

—¿Y protegen, realmente los dedos?

—Sí. Mire usted.

Se quito las gomas y mostró la mano desnuda. Las uñas, cuidadas, avaloraban con su rosa el color moreno de la piel.

Él sacó un estuche del bolsillo.

—Me va usted a permitir, Matilde. Tengo una sortija que no vale nada, porqué es una piedra de escaso mérito; poro es linda, y si usted quisiera llevarla, mis ojos, que siguen horas y horas el movimiento alado de sus manos, podrían recrearse en el brillo que ellas le prestaran.

Mientras hablaba, había colocado en el dedo de la joven la sortija de oro gris con el magnífico zircón azul, que brillaba como una estrella.

—Esto es mucho para mí —acertó a decir ella sugestionada por ese maleficio de las gemas sobre las mujeres.

Acepte usted —insistió él—, no es un brillante… es una piedra rara pero vale poco. No me haga la ofensa de creer que envuelve esto una segunda intención.

Matilde no supo qué responder. Su semblante estaba tan rojo como pálidas sus manos.

Se puso los dedales y continuó mecanografiando.

Miraba encantado los reflejos de la estrella azul, al moverse las manos trabajadoras.

—Riri riri. Riri riri. Él respondió a la llamada:

—¿Quién?

—¡Ah! ¡Isabel!

Sintió miedo de las ternezas con que había de hablarle delante de Matilde y rubor de ser sorprendido por su mujer en pleno delito.

—Sí, que deseas.

Cesó el ruido de la máquina y Matilde salió de la habitación.

—¿Qué, deseas ir conmigo a las carreras?

—Desde luego.

—Como tú quieras.

—No hay más voluntad que la tuya.

—En seguida voy.

—Sí… Adiós, mi vida.

Se quedó indeciso al colgar el auricular. No había sido infiel hasta entonces, pero le parecía poco importante su infidelidad.

—En cuanto salga de aquí —pensó—, compro otro zircón para Isabel.

A fin de realizar su proyecto llamó al timbre.

—El coche —ordenó—. Me tengo que ir.

Se puso el abrigo y se disponía a salir, libre de la molestia de llevar sombrero, cuando vio a Matilde delante de él; tan pálida y vacilante que no le parecía la misma.

—¿Qué lo sucede a usted? —le preguntó.

—Tengo que despedirme de usted.

—¿Cómo?

—Es imposible seguir aquí.

—¿Ha mejorado usted de fortuna o ha encontrado otro empleo mejor?

—Demasiado sabe usted que no y que por nada de eso lo dejaría. No me ofenda.

—¿Pues qué sucede? Dígamelo y perdone mi brusquedad, hija de mi… interés por usted.

—Todos murmuran de que usted me distingue demasiado —exclamó ella con franca decisión.

Julio reflexionó un momento y dijo:

—Sin duda dicen que yo la amo a usted, ¿verdad?

Matilde no contestó.

—Y dirán que usted me corresponde.

Siguió ella en silencio.

—Lo primero, es verdad —exclamó él cogiéndole las dos manos— ¿y lo segundo?

—No sé… —dijo ella, bajando la cabeza—. Yo soñaba… pero… Ese teléfono me ha despertado…

—Es inútil pensar en la fatalidad —exclamó Julio decidido—. A pesar de todo, yo te amo y tú me amas. ¿No es cierto?

Matilde no respondió, pero sus ojos lo dijeron todo.

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