XXXIV
Envuelto en su gabán de forro de pieles, con la pipa en la boca y el paso tardo del hombre feliz, recorría Julio todas las mañanas la distancia que separaba el Banco de la Puerta del Sol.
Saboreaba la vida en aquellos momentos en que era más intensa y más fuerte la vida de la ciudad.
No era la multitud de gente ociosa, de paseantes, ni el desfile de coches de lujo de las tardes. Parecía que la gente caminaba más de prisa, más atareada, más preocupada con sus negocios.
Las mujeres estaban más lindas con sus trajes de mañana. Entraban en las Calatravas y en San José elegantes devotas, con la coquetería de los velillos, en lugar de los sombreros.
Se paraba Julio a ver los escaparates. La vida se asomaba por sus grandes lunas.
Iba a entrar en el Banco cuando vio llegar a Matilde.
Estaba acostumbrado a verla en las oficinas; y le pareció otra distinta al encontrarla en la calle. Se fijó entonces en lo bonita que era sin hacerlo valer, con su vestidillo modesto y su aspecto de dejadez y de cansancio.
Recordó sus impresiones antiguas… El veraneo… Rosales… Le pareció una incorrección y una ingratitud su alejamiento y el haberse convertido en patrono.
Se acercó a ella y la saludó cariñosamente.
—Viene usted tarde.
Enrojecieron sus mejillas con tono de granada zafarí y formuló una disculpa.
—¡Oh! No se apure. Demasiado hace con venir. Tengo ganas de que charlemos un rato. ¿Quiere usted que sigamos paseando hacia la Cibeles?
Se puso a su lado y comenzó a preguntarle. Quería saber todo lo que le había pasado en el tiempo que no hablaban.
—Me he quedado sola…
—¿Cómo?
—Se casó mi hermana Araceli y se marchó a vivir a Galicia con su marido, que es empleado de Hacienda.
—¿Y su madre? ¿Y Anita?
Titubeó ella y al fin dijo:
—Anita siguió con su manía de ser cupletista… debutó… y…
—No me he enterado.
—Se cambió el nombre… Vive con lujo y mi madre acabó por vivir en su casa.
—¿Y usted?
—No quise irme con ellas. Me he quedado sola. Tengo alquilado un gabinete y unos días me arreglo mi comida y otros voy al restaurante.
—¿Por qué ha tenido esa intransigencia?
—No es intransigencia… es que hay cosas que me repugnan.
—¿No sería usted capaz de tener un amor?
—Un amor… o un amante… es otra cosa —repuso con serena tranquilidad.
—¿No lo tiene usted?
—No.
—Pero si no lo cree usted pecaminoso…
—Amando no hay nada pecaminoso.
—¿Entonces es que no ama usted a nadie?
—No he dicho eso.
—¿Cómo se explica?
—Los que me hablan de amor no me interesan.
—¿Y hay alguien que le interesa a usted y no le habla?
—Es usted demasiado malicioso.
Julio estaba encantado de la discreción y de la soltura con que hablaba Matilde.
Lo parecía una mujer distinta de la niña, calladita y bobalicona del paseo de Rosales.
Recordaba sus sensaciones en aquel paseo en coche, acompañados de Alfredo y de la familia de Matilde, y sentía cierta fatuidad de creerse amado.
Pasó por su mente el recuerdo de Isabel, a la que creía fiel e impecable y a la que tanto amaba; pero lo apartó diciéndose:
—Es una tontería preocuparse de ella. Esto no tiene importancia: son cosas de hombre.