XXXVI
¡Plaf! ¡Pammm! ¡Plaaaa! ¡Cómo repercutían en las altas bóvedas los golpes y los ruidos de mover sillas o de andar por el templo! Resonaban los pasos como más pesantes y aplastadores. Como pasos de palmípedas que llevasen zapatos herrados. Las puertas parecían abrirse y cerrarse sobre la eternidad.
Se deformaban todos los ruidos y tomaban un eco ronco, resonante y hueco en la repercusión. Un poco de rumor de tempestad, fraguándose en las altas cúpulas. Las laringes tomaban el timbre que dan las notas graves en los tubos del órgano.
—¡Ay, Jesús!
—¡Ay!
Suspiros débiles salían de los pechos, como para aliviar un asma atenuado y poder respirar mejor en el ambiente denso y enrarecido.
Olor inconfundible de flores marchitas, tallos en agua estadiza, incienso desvanecido, humedad de recinto cerrado, con luz escasa… Influencia de un algo pegajoso, casi impalpable, invisible como niebla cercana a la pupila… vaho de cementerio escapado de los cuerpos encerrados en los mausoleos o en las tumbas ocultas bajo las losas, que retardan la descomposición.
Doña Milagros iba a la iglesia todas las mañanas desde que comenzaba la primavera. Hacía un verdadero sacrificio en salir de casa, con sus piernas hinchadas de reuma, más incurable por su afición a la carne y por su glotonería.
Dormitaba largas horas en la media luz difusa y bella del templo. Luz de cielo, alta, cernida al través de vidrios preciosos. Luz dosificada y dulcificada, para dar la medida de la claridad necesaria. Cuando un rayo de sol se metía por los rosetones, semejante a un chicuelo travieso en cercado ajeno, tenía algo de hiriente como espada arcangélica.
Necesitaban atravesar las devotas para entrar en el templo por medio de los pobres que imploraban la caridad en el atrio y de los que ofrecían medallitas, con valor de talismanes. Una visión, de pobreza, de lacería, de enfermedad, de vejez, necesaria para preparar el espíritu a la renunciación, de mi marqués de Borja o un príncipe Buda.
Y después de aquella visión macabra era todo dulce y acogedor dentro de la iglesia. Un ambiente de baño… Una fiesta para los ojos. Mármoles, alabastros, ágatas y lapizlázuli revistiendo paredes y columnas. Dorados, flores, luces, lámparas, estatuas… Una suntuosidad de decorado y de arquitectura… Todo unido bajo la solemne austeridad del templo románico, que rimaba mejor que el gótico con el espíritu cristiano.
Cuando no había función, la iglesia en soledad incitaba a dormirse, pero acólitos y sacristanes, que no dejaban de ir hurgando de altar en altar, producían una bulla enorme por que todos los ruidos se ampliaban y se reproducían.
Había muchas mujeres sentadas allí horas y horas; parecían dormir o meditar y de vez en cuando se escuchaba una prece bisbiseada. Todos se hablaban en voz baja y junto al oído.
Los hombres viejos, con sus cabezas calvicanas, en actitudes reverentes, parecían grandes pecadores arrepentidos, y los jóvenes pecadores, de pecado mortal.
Miraban todos los devotos con ira los grupos de turistas que recorrían curiosos el templo.
Lo que más se destacaba de todas las mujeres al entrar eran los pies, que parecían más grandes.
A doña Milagros se le olvidaba que tenía que volver a su casa. Se encontraba siempre a gusto allí, menos cuando había grandes funerales; el Des Ire, grandioso y potente, tenía, más que acentos de súplica, ecos de la maldición de Jehová y la impresionaba fuertemente.
Era muy religiosa, porque rezaba mucho y no se metía a discutir lo que no podía entender. Cada día era mayor su fervor y su intransigencia con los que no pensaban como ella. Precisamente había reñido con doña Anita, a la que tanto quería, porque ésta andaba ahora tratando de probar con el Antiguo Testamento, que los israelitas en el desierto fueron comunistas, y que en el Nuevo Testamento se ve el comunismo triunfante entre los primeros cristianos.
Eso y el que le quisieran hacer creer que los apóstoles, y hasta San José y la Virgen, fueron judíos, la sacaban de tino.
Se desesperaba con su catarro porque la privaba de ir a la iglesia hacía ya una semana.
Le anunciaron una visita. Una señora desconocida, vestida de negro y con velito.
—Perdóneme, señora —le dijo la desconocida—. Temo molestarla pero… ¿No me conoce usted?
—En este momento…
—Soy la que ocupo el reclinatorio enfrente del suyo en la iglesia.
—¡Ah!
—Tantos días sin verla me han inquietado… y he dicho… ¿Estará enferma esa señora?… Me he atrevido a preguntar… Como da la casualidad que vivo en la casa de al lado…
Y doña Milagros no la dejó salir sin tomar chocolate; pero se quedó intranquila y comentó con sus hijas:
—Acaso es una llamada de Dios. No estaba lo bastante enferma para dejar de ir a misa. ¡Nadie se preocupa más que de vivir su vida, y vamos dejando desierta la Casa del Señor!