V
El olor a sahumerio y maternidad de la alcoba de Rosita, molestaba a Isabel tanto como el perfume de incienso, flores marchitas y humedad de las iglesias.
Se había sentado en el gran butacón de piel, cerca de la chimenea y trataba de Ajar la atención en el libro que tenía en la mano, sin poderlo leer.
De vez en cuando se levantaba y se dirigía de puntillas a la alcoba. Desde la puerta contemplaba aquella habitación, engalanada como el día del casamiento. Rosita reposaba en la gran cama imperio bajo el dosel de encaje y la colcha de piel de gacela.
Se aproximaba medrosa. Le duraba aún la impresión que le había producido el alumbramiento de su hermana.
La había oído gritar, quejarse, aullar de dolor, dos días seguidos.
La veía allí, en el lecho, con la cabeza caída sobre los almohadones, pálida, macerada. No se atrevía a decirle nada y hubiera querido que le hablara para saber que no estaba desangrada y muerta.
Miraba con repulsión al niño, acostado cerca de la madres: Una masa de carne blanda, metida en la funda de trapos, con los ojos cerrados, igual que todo animal recién nacido, y una cara de vieja arrugada, como si hubiera nacido con la suma de años de existencias anteriores. Lo consideraba con algo de superstición. Le parecía un alma anciana que iba a despertar en aquel cuerpo nuevo. No había podido vencer aún su repugnancia para darle un beso.
Volvía de nuevo al gabinete a descansar de aquella visión macabra y fijaba los ojos en la pecera puesta sobre el velador.
Tres pececillos de vientres de plata, lomos anaranjados y reflejos metálicos, estaban en incesante movimiento.
Los veía bogar, con los remos de gasa y balancearse dulcemente ondulando sus colas. Bajaban, subían, aspiraban con sus boquitas alargadas, y lanzaban perlas de burbujas. Le parecía que los ojillos negros, redondos, que no se podían cerrar, la miraban desde su blanca órbita.
Se sentía descontenta ante el misterio de aquellas existencias y se arrepentía de haberse quedado para velar a su hermana.
A la vuelta de su viaje de novios se había entretenido con las tareas de su instalación en Madrid, jugando a la dueña de casa, ya que de niña no había tenido muñecas ni cajas de costura, sino soldados de plomo, sables y balones. La novedad le hizo hallar cierto encanto en el juego, sin darse cuenta de que sentía la casa gravitar sobre ella como algo aplanador, con el peso agobiante de lo que se cree inevitable y definitivo, cuando es contrario a la inclinación. Tomaba su papel en el hogar con el mismo temor que experimentaría la actriz que hace de reina si se persuadiese de que no se podría quitar jamás el manto y la corona.
Verdaderamente la nueva casa era demasiado extraña. No habían aportado ni Julio ni ella las briznas para fabricar el nido. Unas habitaciones estaban dispuestas por el mueblista de moda; en otras, la previsión de doña Milagros había acumulado enseres y cachivaches. El gusto de Rosita se notaba en trapos bordados, flores y bisouits. Había en toda la casa un desagradable olor a bazar, con la mezcla de maderas, tapicerías y ácidos de fregar metales: Todo demasiado nuevo e improvisado.
Faltaba intimidad. El comedor les parecía excesivamente grande y frío. Los brillos de la plata en los aparadores eran desagradables, hasta el punto de mandarse servirse la comida en el velador colocado cerca de la ventana de su gabinete. Sin confesárselo, los dos echaban de menos las habitaciones de solteros, que habían abandonado. ¡Se hubieran sentido felices juntos en ellas!
Isabel se distrajo con la necesidad de hacer y recibir visitas. La deslumbraba aquel medio social aristocrático que abría las puertas a la fortuna de su marido, con ese desinterés con que acoge siempre a los millonarios.
Sus antiguas amigas encontraban a Isabel cambiada para su bien. Esto le causaba una gran alegría. Se había mirado muchas veces al espejo con miedo de habar perdido toda su hermosura al convertirse de doncella en dueña.
La faltaba alguien que la adiestrase en las prácticas de la nueva vida. Se encontraba demasiado sola y sin consejo para suplir la falta de instinto femenino con que se acoplan, casi por adivinación, las mujeres a sus hogares.
Doña Milagros había tomado desde el casamiento de las hijas una actitud de reina madre y no quería molestarse por nada. Su alejamiento hacía sufrir a Isabel. Sentía desde su matrimonio una especie de recrudecimiento de amor filial. El deseo de protección hacia la ancianidad venía a suplir el instinto materno, no sólo nulo en ella, sino hasta repulsivo.
Contribuía a aumentar su impresión el ejemplo de su hermana. La veía deformada, enferma, sufriente; tan cambiada, que no le parecía la misma.
Ella hallaba tan antiestético el período prematernal que no comprendía cómo, no sólo Rosita, sino hasta las mujeres más elegantes y coquetas, hacían ostentación de su fecundidad de un modo que le parecía impúdico, y fundamentaban su personalidad en la importancia que les daba la gestación y el alumbramiento.
—Si yo me viera en ese trance me escondería —pensaba.
Se admiraba de las conversaciones de sus amigas casadas, y comprendía ahora los motivos que tuvo su madre, cuando su hermana y ella eran solteras, para interrumpir las charlas a su llegada y guardar unos segundos de turbadora mudez. Se daba cuenta de la razón con que les aseguraba:
—Las niñas no deben oír las conversaciones de las señoras.
Era como si todas las casadas honestas no tuvieran más problema que ocuparse de confidencias respecto a sus secretos conyugales y de cumplir los fines que su religiosidad asignaba al matrimonio y a la maternidad.
Rosita, satisfecha de su estado, confesaba que ella había nacido para madre. Sus entrañas se habían abierto al instinto materno como las rosas de Jericó, que, puestas en agua, se despliegan fatalmente para cumplir, sin conciencia, la misión impuesta por las leyes físicas.
En aquellos momentos sentía Isabel verdadero pánico de que una traición de la naturaleza la pusiera, contra su voluntad, en ese trance.
Apoyó la frente en el cristal de la pecera para sentir en el cerebro frescor de agua.
—Yo no debía haberme casado —se repitió por milésima vez.
Sentía angustia de verse expuesta a una forzosa maternidad. En el fondo de su ser había una protesta contra el predominio femenino de su morfología. Vagamente formulaba en su interior un a aspiración suprema:
—¡Si yo fuese hombre!
Cuando vino a buscarla Berta, para pasar al comedor, tenía el semblante encendido y los ojos como una copa rebosante de agua.