XVIII
Cabalgó la voz sobre el hilo telefónico.
—¿Está don Alfredo?
—¿De parte de quién?
—Soy yo, Julio.
—Voy a llamarlo. No se retire.
Siguió aguardando Julio sin soltar de la mano el auricular hasta que a los pocos momentos oyó la voz de su amigo.
—¡Hola, Julio! ¿Qué hay?
—¡Hola, Alfredo! Te ruego que vengas lo más pronto posible.
—¿Qué sucede?
—Isabel tiene un ataque.
—No debe ser cosa de cuidado. Estaba bien.
—Pues está muy mal. Un ataque de nervios terrible, y sin motivo, sin ningún disgusto.
—Un poco de histerismo.
—De todos modos te suplico que vengas.
—Iré.
—No tardes.
—Ahora mismo. Adiós. No te alarmes.
—Hasta ahora.
Alfredo dejó el auricular y permaneció un momento indeciso.
—Debía haberme negado a ir —murmuró, mientras se dirigía a su habitación para vestirse.
Isabel había desplegado para atraer a Alfredo todo el arsenal de su coquetería, que resultaba tanto más peligrosa, cuanto más inocente la hacia parecer.
Estaba satisfecha y animada, como le sucedía siempre que tenía algo que la distrajera, y Julio se sentía contento pensando que con la curación de la hipertiroides iba a cambiar el carácter de su mujer.
Pero Alfredo estaba molesto. Se dio cuenta del manejo de Isabel y la frialdad y el disimulo con que sabía ocultar su interés lo inquietaban.
Él procuraba hablarle lo menos posible. Evitaba las ocasiones de hallarse a solas con ella y solía hacer y decir cuanto la podía desagradar; pero sus planes se estrellaban contra la serena sonrisa de Isabel, que era como una complicidad. Parecía expresar:
—Sé que sólo por mí dices todo eso.
Alfredo llegó a experimentar un profundo disgusto. La belleza de Isabel había logrado impresionarlo y su conciencia le reprochaba cierta deslealtad hacía su amigo.
Demasiado noble para engañarlo decidió alejarse. Prescribió el plan que había de seguir la enferma durante dos meses, con el propósito de no volver hasta pasado eso tiempo. Deseaba curarla de aquella degeneración de sus sentimientos debida al hipertiriodismo, más por la tranquilidad de Julio que por ella misma, poro sentía miedo de ver cómo trataba de confiarlo, de ocultar su intención con su máscara de ingenua, para ir tejiendo la tela con que lo quería aprisionar.
—¿Me llegará a impresionar a mí esta mujer más de lo debido?, —se preguntaba a veces con inquietud.
Su huida envalentonó a Isabel.
—Se marcha porque empieza a temerme —se dijo—. Es el momento de no dejarlo escapar.
Se las ingeniaba para que no pudiera cumplir su decisión.
Unas veces era un mareo, otras un desvanecimiento o una palpitación lo que obligaba a Julio a llamarlo o a ir en su busca, lleno de ansiedad, para rogarle que no se negase a visitar a su esposa.
—¿Cómo la encuentras?, —le preguntaba ansioso.
Alfredo apelaba a las influencias nerviosas que sufría Isabel para justificar su alarma ante fenómenos de escasa importancia. Le recetaba calmantes unas veces y tónicos y distracciones otras, proponiéndose siempre no volver más.
Libre del radio de la influencia de Isabel, Alfredo había recobrado la serenidad; pero continuaba firme en su propósito de romper su intimidad, único medio de no perder todo el cariño fraterno que lo unía a su amigo.
Llevaba ya unas semanas de alejamiento y se creía olvidado, cuando la llamada urgente de Julio le obligó a acudir.
—Encuentro a Isabel muy enferma —le dijo Julio cuando salió a recibirlo.
Alfredo no respondió. Se había posesionado de su papel de doctor y entró en la alcoba. El benjuí impregnaba de voluptuosidad la atmósfera con su prestigio de incienso de Venus.
—Haz el favor de abrir un poco la ventana —le dijo a Julio.
Isabel estaba en el lecho, vestida con un pijama de seda, con la melena revuelta y un aspecto de muchachuelo, mil veces más bella y provocativa que con los trajes de calle.
Se incorporo al ver a Alfredo y le cogió las manos con impresión de inocente susto.
—¡Me siento muy mala, Alfredo; sálveme usted!, —dijo con vocecita de súplica doliente.
—Esto no es nada.
—Auscúlteme.
—No es preciso…
—Sí… vea cómo tengo el corazón.
Se descubrió el pecho y lo obligó a reclinar la cabeza sobre él, en esa actitud de amante que toma el médico cuando ausculta sin auriculares. La hacía rozar la piel sedeña, aspirar el perfume de su carne y sentir la caricia de sus cabellos.
—Púlseme —insistió.
Deseaba que notase en el latir de su pulso y en la circulación acelerarla la emoción que sentía.
Él la contempló fríamente. No se hacía ilusiones del sentimiento que le inspiraba.
—Estoy seguro de que no me ama, ni siquiera me estima —se dijo—. Me ha elegido como un juguete para lograr el triunfo de arruinar una amistad leal y un afecto sincero. El sentimiento, tan humano, de remover el agua clara hasta lograr enturbiarla.
En aquel momento llegaba a interesarle sólo como un caso clínico. Creía impotente su ciencia para con ella y se decidía a terminar por completo.
Se volvió hacia la puerta y salió sin mirarla ni decirle una sola palabra.
Julio se acercó ansioso.
—Por primera vez —le dijo— encuentro en Isabel síntomas algo alarmantes.
—¿Grave?
—No es eso. No te asustes. Por el momento no hay peligro; pero se necesita un especialista. Los amigos no servimos para estos casos. Créelo. Te daré una tarjeta para Méndez-Arrolas. Sólo él puede entenderla.
Sacó la cartera, escribió su tarjeta y salió casi sin despedirse, aprovechando el aturdimiento de Julio.
—Esta vez he acabado por completo con Isabel —se dijo con cierta alegría vengativa—; ella no me perdonará, después de la escena de esta tarde, haberle recomendado un médico viejo.
Pero, a pesar suyo, trataba de disculparla.
—Es una enferma en la que existen demasiados elementos viriloides que despiertan de nuevo después de haber sido vencidos en la crisis de la pubertad —se decía.
La autopsiaba en sus observaciones y en su recuerdo para estudiar el cambio que se verificaba en ella. Apreciaba la variación de gestos y de actitudes, independientes a la comedia que representaba.
Había cambiado su modo de accionar con las manos al hablar. Se esforzaba en dar con ellas más fuerza y expresión al pensamiento. Las llevaba siempre ocupadas, cuando salía, y las cruzaba detrás mientras permanecía de pie, con un gesto varonil y decidido.
Su voz se había hecho más grave y más cálida. Indicaba el desarrollo de una mayor capacidad amorosa.
Se acentuaba en ella al par de un romanticismo sensiblero, un disgusto del vivir cotidiano.
Unido a estos sentimientos, como una deformación de su espíritu, tenía un narcisismo exagerado, un ferviente culto a su belleza. Sólo la inquietud de sus trajes y de sus adornos era capaz de sacarla de los estados depresivos.
Lo entristeció pensar cómo la felicidad de Julio dependía de aquella mujer, en la que tan claramente se iniciaba un ataque de mesalinismo debido al impulso de sus elementos masculinos.
Surgió una duda en su espíritu: ¿Hacia bien abandonando a su amigo en aquel momento? Pero pronto recobró la serenidad.
—No puedo obrar de otra manera —concluyó—. Sólo podría salvarla quien influyera en su imaginación diabólica con una fuerza moral que yo no he podido conservar con ella. Es de las que quieren vivir su vida… ¡Cosa perdida! En un temperamento tan definido como el de Isabel se puede marcar la trayectoria fatal de la existencia, como se puede señalar el lugar donde se incrustará la bala, cuando se apunta bien al blanco, a menos que una fuerza insospechada la desvíe de su dirección.