XLV
«Está comunicando…».
Oía el rrrrrr de la electricidad que servía de salvaguardia a las voces de los que hablaban por teléfono.
Dejó pasar unos minutos para llamar otra vea.
«Está comunicando…».
Y era el teléfono particular de su marido, que sólo usaba él en el Banco.
Esperó un cuarto de hora.
«Está comunicando…».
Surgió la duda de si estaría mal el suyo y llamó a Berta. Cuando oyó el acento de su amiga experimentó aquella confianza que invitaba a la confidencia. Debía ser la voz cálida, con una nota de franqueza afectuosa, la que le captaba a Berta tantas simpatías.
Pero no tenía ganas de hablar. No hizo más que citarla para el día siguiente.
Volvió a llamar al teléfono de su marido. Era como una infidelidad cometida en su misma presencia aquella conversación tan larga, de la que no podía enterarse.
En las vibraciones eléctricas le parecía oír risas y acentos de mujer.
Veía a Julio con actitud galante sosteniendo su auricular y diciéndole ternezas a la mujer que debía tener el otro auricular y que debía estar también sonriente y complacida, con esa expresión que se toma al hablar por teléfono, igual que si se viera la cara de la persona con quien se comunica.
Indudablemente Julio hablaba con algún accionista o se ocupaba de sus asuntos; pero a Isabel le parecía una infidelidad que el teléfono no respondiese a su llamada.
No quería confesarse que estaba celosa. Eran su amor propio y su dignidad los que sufrían.
Había ella fundado su orgullo en la fidelidad de su marido. Hasta podría decir que era el único lazo verdadero que la había unido a él.
Llamaron a la puerta.
—Vienen a ver el contador del gas —explicó Adela.
Al fin respondía el teléfono a la llamada.
—Julio.
—¿Quién es?
—Soy yo.
—¡Ah! Señora, don Julio acaba de salir.
—¿No ha almorzado ahí?
Vacilaron en contestar.
—No, señora.
Creyó que venía hacia ella y fue a su tocador. Su instinto de mujer se aprestaba a la defensa. Quería estar hermosa.
Pero volvió a acometerla el sentimiento de creerse interiorizada, al faltarle el misterio, para con su marido.
Sintió un despecho inmenso. Le parecía desierta la vida.
—¡Cuánto tarda!
Había tenido sobrado tiempo para llegar. Se aproximaba la hora de comer.
Apareció Adela con una carta en la bandeja.
—Un continental.
Era de Julio.
Letra gruesa, fuerte, nerviosa, pero sin titubeos… Palabras de ternura y de pasión… Un almuerzo con el corresponsal extranjero…
Recordó cómo menudeaban desde hacia algún tiempo los compromisos que retenían al marido fuera de casa y en los que no había reparado.
La idea de que podía llegar hasta ella viniendo de los brazos de otra mujer, la enloquecía.
Pensaba que la repugnancia de su instinto era un don de adivinación que le hacía rechazarlo.
Llamó al timbre.
—Avisa el coche.
Quería salir. No sabía a dónde iba ni qué haría, pero necesitaba hacer algo. Era incapaz de permanecer quieta y resignada. Su temperamento no admitía la sospecha ni la incertidumbre: cuando dominaban, fortuitamente, sus elementos femeninos, podía traicionar, mentir y someterse; pero cuando un latigazo sacudía su virilismo necesitaba obrar con energía masculina. Era incapaz de resignarse.
Ella no pensaba en que había engañado a su marido, en que le había sido infiel. Le daba tan poca importancia a su falta como le daban, los hombres a las suyas; pero su temperamento viriloide no podía tolerar la infidelidad del marido, a pesar de todo. Tenía todo el sentimiento y todo el instinto de los machos.