XV
Tenía la casa el aire hostil y endomingado de las casas en fiesta.
Los criados andaban por todas partes, arreglando muebles, cortinas y flores; retocando todo, como si lo despertasen de un sueño.
Al llegar los invitados debían notar esa falta de intimidad que ofrecen los salones donde no se habita diariamente, cuando se preparan para el espectáculo.
Julio fue a buscar a Isabel. La encontró en su tocador, frente al espejo, tan alta, tan pálida, con una palidez que daba a su color moreno tono de ópalo. Sabía, con el instinto artístico que poseen las mujeres, hacerse la figura, evitando el aire agrio y ordinario, que da el rojo y el naranja a las morenas. Su traje, de un tenue verde Nilo, era del mejor gusto. No había sido poco el trabajo de elegir y el de vestirla y peinarla. Llevaba ya una hora apurando la paciencia de su doncella quitándose y poniéndose trajes, haciendo y deshaciendo el peinado y cambiando zapatos.
Sobre su hermoso descote lucía un soberbio collar de perlas.
Al volverse vio a su marido y le salió al encuentro con su sonrisa melancólica.
—Gracias, Julio, gracias. No sabes cuánto te lo agradezco. Es precioso.
Se volvía hacia el espejo moviendo su collar.
—¿Te gusta?
—Muchísimo… y más aún tu delicadeza… Cada año te superas en tus regalos ¡y son ya tantos!
—Porque cada año te quiero más.
—Y yo a ti.
—Demuéstramelo.
—¿Cómo?
—Dejándome besar el collar puesto.
Se inclinó y besó a su esposa en la garganta con un beso largo y apasionado. Ella escondió el rostro entre los abundantes cabellos de su marido.
Cuando él se alzó Isabel tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Lloras?
—No, no sé… Una rara emoción. Esta sensación que me aflige en los momentos más felices, como si me faltase algo.
—No me quieres, Isabel.
—¡Sólo me faltaba que dudaras de mí!
—No es eso.
—Sí. Lo veo, Estás siempre descontento.
—Porque te veo sufrir a ti sin explicarme el motivo.
—No es nada agradable una mujer que sienta plaza de enferma. Lo comprendo.
—No seas injusta. Vamos al salón. Nos esperan.
—Bonita cara llevaré con estos disgustos.
—Estás divina. Tu traje es del mejor gusto.
—Pero no le va bien la luz esta. Es color para lucirlo al sol. Estoy por cambiarlo.
—¡No, por Dios! Mira que no podemos estar más tiempo sin atender a las personas que nos esperan.
Rompió a llorar Isabel.
—¡Mucha hipocresía, muchos regalos, y muy poca ternura! Ves que me ahogo, que me falta luz y no me haces caso. No te fijas en mi espíritu. Esa consideración sería el mejor regalo. Pero no te importa nada. ¡Y estas perlas! Ahora que hay imitaciones tan perfectas creerán que no son buenas… Y sería mejor que no lo fuesen… Me dan frío las perlas todas. Yo prefiero los corales, los rubíes, las gemas de color…
—No pienses ahora en esas cosas. Vamos al salón.
—Ahora iré. No es cosa de hacer una entrada triunfal luciendo mi collar y mi marido.
—¡Qué cosas dices!
—¿Te has ofendido ya otra voz?
—No…
—Apenas me tengo de pie. Estoy haciendo un esfuerzo. Me siento mal.
—¿Pero qué tienes?
—No sé, opresión, falta de aire, ganas de llorar.
—¡Niña mía!
Isabel sollozaba.
—¡Vamos, vamos! Tranquilízate. Pueden creer otra cosa.
—Tienes razón; es una estupidez. Se me habrán estropeado los ojos.
—Un poco.
—No puedo salir así. Me pondré más color.
—Me atrevería a rogarte que no lo hicieras.
—Necesito ocultar las huellas de lágrimas, la tristeza de la mirada.
—En ti todo lo que sea ocultar es restar hermosura.
—¡Bueno, vete!… Me tranquilizaré mejor sola. Necesito lavarme los ojos.
—Como quieras.
Apenas salió Julio, ella corrió a la puerta.
—¡Julio, oye!
—¿Qué quieres?
—Que me des un beso.
—¡Qué niña!
—¡Ah! ¿No quieres? Ves cómo me guardas rencor.
—¿Quién te ha dicho que no quiero? Un beso y mil. Ya se me ha quitado la prisa.
—Es que no quiero que me creas desagradecida e ingrata.
—Jamás pensaría tal cosa.
—Soy esclava de los nervios, bien lo sabes. Hoy he tenido que sufrir mucho. ¡Son todos tan torpes! Hasta a la doncella se le ha ocurrido ponerle a «Kees» lazos del color de mi vestido. Pareceré una de esas mamás que llevan el niño assorti como si fuese un accesorio de su toilette. ¿Cómo voy a salir así? Compréndelo. Por eso me desespera que me des prisa.
—Manda que le cambien a «Kees» los lazos.
—Eso haré… pero… ¿No te parece que esta espalda me hace una arruga?
—No, es el movimiento de tu brazo al volverte hacia el espejo. Es un modelo lindísimo y te sienta admirablemente.
—No sé si fiarme de ti. Siempre me encuentras bien.
—No creo que eso te moleste.
—Es que parece que no te fijas. ¡Ah! Espera. Tengo que cambiar de sortijas… con las perlas no van bien las piedras de color. Sólo admiten brillantes… Realmente no hubiera querido perlas… Dicen que auguran las lágrimas que se van a derramar, que nos trasmiten sus enfermedades, que se mueren y que nos matan.
—Si no te gustan las cambiaremos.
—¡Qué ideas tienes! ¡Tanto como h deseado este collar!
—Te lo compré por eso.
—Pero sin consultarme.
—Quería darte una sorpresa y verdaderamente veo que siempre me equivoco.
—¿Lo ves cómo estás disgustado por dentro?
—¿De dónde sacas eso?
—Es en vano que lo ocultes.
—Pero…
—¿Por qué dices siempre?
—Porque al tratarse de ti todo es siempre para mí. Tienes que pensar si te gustan o no las perlas, porque el collar reclama los pendientes y el anillo y la pulsera. Hay que contrarrestar con la abundancia de ellas el maleficio.
—¿Me los comprarás?
—Sí.
—¿Cuándo?
—En seguida.
Palmoteo llena de alegría.
—¡Maridito mío, qué bueno eres y cuánto te quiero!
Lo besaba apasionadamente. Él tuvo que reprimir su entusiasmo.
—Vamos al salón.
Volvió a ponerse seria.
—No quiero que me compres nada.
—¿Por qué ese cambio?
—Temo que me creas interesada.
Él la estrechó contra u pecho y con un cómico aire de autoridad le puso la mano sobre los labios.
—La señora no dirá ni una palabra más y aceptará las joyas que le traiga su maridito.